Otro día más sin poder cantar ni aspirar ni sintonizar. Siguen las clases de meditación y estoy deseando que aprendan deprisa para que este lugar vuelva a parecer una casa y no un féretro. Pero digo yo, si la meditación es muy importante para estar bien en la vida y la vida se caracteriza por sus numerosos ruidos y su profusión de personas molestas, ¿no sería mejor aprender a meditar en condiciones, digamos, adversas?
Por ejemplo, dar la clase lo más cerca posible de la M-30 o donde lloren niños, ladren perros o haya muchas de esas personas que pueblan los autobuses contando su vida a grito pelado a través del móvil. Así, los aprendices de meditantes saldrían verdaderamente entrenados para lo que se van a encontrar en la realidad. Porque la vida no es un cuarto oscuro y silencioso casi nunca. Pero bueno, que yo qué sé, allá ellas.
De todas formas, hoy la Patricia ha estado más amena que ayer y esto se ha debido a que les ha estado leyendo párrafos de un libro. Ha dicho el autor pero solo me he quedado con que es un monje budista, el nombre no he podido cazarlo, era raro.
Dice el monje algo así como que toda acción hecha con concentración se vuelve sagrada, sea la que sea, hasta la más simple. Me ha parecido muy bien pero no lo he entendido del todo hasta que no he escuchado lo que ha leído luego. Y me ha gustado tanto que me lo he aprendido de memoria. Trataba sobre una mandarina: «en una mandarina puedes ver el universo entero. Mondarla y olerla es maravilloso. Tómate tu tiempo para comer una mandarina y sé feliz».
Es justo lo que he hecho pero con el bocadillo de media mañana. Me lo he meditado a conciencia y me he sentido muy feliz. ¿Cómo se llamará ese monje?