Día: 25 de marzo de 2014

Margarita y Margarito

Ayer, al terminar el trabajo en casa de la Patri, fui a conocer a mi nueva jefa y a que ella me conociera a mí. No tuve que ir muy lejos, vive en este mismo edificio, dos pisos más abajo. Llamo a la puerta un poco nerviosa y espero bastante rato. Cuando ya voy a volver a llamar escucho unos pasos lentos y unos crujidos y la puerta se abre. Tras ella aparece un señor muy entrado en años. ¿Pero no era una señora a quién tenía que cuidar?

Pasa, hija, pasa, me dice él con voz cascajosa. Huy, madre, qué casa más siniestra, observo avanzando entre tinieblas detrás del que yo creía que era el señor Margarito. Aquí está el contador del gas, me indica él llevándome hasta una cocina llena de sartenes negras y cacerolas desportilladas. No, si yo no he venido a leer el gas, he venido por lo el trabajo, le aclaro. El Margarito se palmea la frente y exclama: claro! que te manda nuestra queridísima Patricia. Ven por aquí que te presento a Margarita, mi madre.

Mira que si la tiene momificada, me están entrando ganas de salir corriendo. Esta casa me da miedo, todo está en penumbras, los muebles son muy oscuros, los cuadros, en su mayoría retratos de siniestros personajes, también son negruzcos, huele a polvo rancio, el suelo cruje de puro viejo, las puertas chirrían artríticas perdidas y el viento gime entre las rendijas de las ventanas. (Lo del viento me lo he inventado pero queda bien)

Mi madre está ahí, en la sala, me indica el hijo anciano señalándome el fondo de un cuarto. Mi vista termina por acomodarse a la oscuridad y distingo, perdida entre el tejido floreado de un sillón de orejas, a una figura diminuta. De lejos parece una niña, una niña rara y resabiada pero al acercarme ya es una mujer viejísima a la que los años han ido rebanando materia hasta casi hacerla desaparecer.

Va peinada con una trenza blanca muy graciosa y en la esquelética mano sostiene un bastón con cabeza de perro fiero. Tengo miedo otra vez.

Es la chica que nos manda Patricia, me presenta el provecto hijo sin decirle mi nombre o porque no lo sabe, o porque no se acuerda o porque le da lo mismo.

Está gorda, dice muy simpática su anciana madre-niña.

Eso da igual, madre, ya lo hemos hablado.

¿Sabes leer?, me pregunta señalándome con el bastón un libraco de aspecto más arcaico que ella.

Sí, claro y muy bien, además.

Pero ella ya no escucha mi respuesta porque se ha quedado dormida o muerta, no estoy segura.

Hala, hala, que estás contratada, cumples todos los requisitos, dice el Margarito al que ya se le nota cansado con tanto trámite y paseo por los pasillos. Sabes salir tú sola, ¿verdad? Te esperamos mañana a las cinco. Tea time, añade con una risilla gastada.

Pues qué bien o qué mal, no lo tengo claro.

 

 

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