Cuando era pequeña odiaba los anuncios de la vuelta al cole. Cole, dicho así, en plan falso coleguita. Esos anuncios entrañaban mucha maldad. Estaba una comiendo tan tranquila cuando, de repente, aparecían en la pantalla del televisor los zapatones, un muestrario de horrores de diferentes tamaños y modelos, a cual peor y con pinta de doler. Y dolían, claro que dolían los pies dentro de aquello tan duro y tan negro. Los pies no eran felices dentro de eso, los pies estaban prisioneros y recalentados y añoraban la libertad de las sandalias y del pisar descalzos el suelo.
Huy, pues sí, decía mi madre, ahora que me acuerdo os tenéis que probar los uniformes y sacaba del armario aquellos pichis grises cuya tela picaba y nos sometía a la tortura de las pruebas. La Lauri se estaba muy quietecieta porque, por alguna extraña razón, a ella le gustaba probarse, tal vez porque lo suyo era nuevo y lo mío adaptado de lo suyo, pero yo no podía parar de moverme, de rascarme, de querer sacarme rápidamente aquellas prendas picajosas y llenas de alfileres.
Mi madre se enfadaba conmigo y yo me enfadaba con todos, especialmente con esos niños tan asquerosos de los anuncios, siempre rubios no sé por qué, que sonreían felices, las espaldas eslomadas por las mochilas, los pies embutidos en los zapatones de suela tocinera, los cuerpos bien cubiertos por los uniformes grises que picaban.
Me he acordado hoy de eso porque a mi pobre Jacobín le han probado un babi, él también se lo quería quitar y se rascaba el cuello con desesperación. Luego lo marcas con su nombre, me ha dicho el hada perdiendo por completo sus poderes mágicos.