Creo que los recién nacidos no se enteran de nada, menos mal, porque de ser capaces de percibir con claridad el entorno y comprender a sus pobladores, mi sobrina neo nata se hubiera vuelto al útero de muy buena gana, al de su madre o a al de cualquier otra que pasara por allí que las emergencias son las emergencias y tampoco es cuestión de andarse con remilgos con los refugios cuando de un bombardeo se trata.
En torno a la cuna de la novísima Manuela se hallaban mi madre y la madre del Diego enzarzadas en una virulenta lucha genética. Es igual, igual , igual que la Lauri cuando nació, decía mi madre. A lo que la otra respondía: es su padre, su padre, su padre, la misma cabeza, los mismos ojos, la mismos pies que el Diego. Te digo que es idéntica a su madre, tú qué sabrás si no la viste de pequeña. Su padre, su padre, su padre, repetía la abuela paterna inamovible en sus convicciones.
En el sofá reposaban los dos abuelos, reponiendo fuerzas como si hubieran parido ellos, el padre del Diego viendo el fútbol en la tele y mi padre mirando hacia la pared y soltando de vez en cuando su frase recurrente, ¿qué dice la Manuela?. La Manuela lloraba.
Llora como la Lauri, remachaba mi madre. Es su padre, su padre, su padre, proseguía su oponente sin cambiar de frase, bien porque no se le ocurría otra o bien porque sin modificarla conseguía, sin esfuerzo, poner nerviosa a la adversaria. En las batallas, sobre todo si son prolongadas, ahorrar energías te puede dar la victoria.
Al rato llegaron unos tíos del pueblo. Que tengamos que vernos siempre en estas situaciones…, dice nada más entrar la tía Conchi poniendo cara de compungida. Su marido le atiza un codazo, eso es para los funerales, aquí no encaja esa frase, burra. Pues, ¿a quién se parece?, se enmienda rápidamente la tía Conchi reavivando así el enfrentamiento. Fíjate que con ese gorrito que le han puesto me recuerda a una arecogía del beaterio de santa María Egipciaca, ¡qué salada!, añade después para acabarlo de arreglar.
El Toni, que había permanecido callado y taciturno aunque observando a la recién venida al mundo con interés de entomólogo o de antropólogo o de algún otro ólogo, no puedo precisar cuál, salta que la niña no se parece a ninguno de los presentes, que cuánta tontería hay que escuchar y que él se baja a admirar los almendros que acaban de florecer, fenómeno que no por repetido deja de asombrarle año tras año.
Ya salió la rosa cándida, salta mi madre.
¿Qué dice la rosa cándida?, dice mi padre.
Gooooool, grita el padre del Diego.
Habrá que hacerla del Atleti, sugiere el propio Diego en un alarde amor paterno y después envía su milésimo selfi con la cara a ras de cuna y haciendo con los dedos el signo de la victoria.
Y la Lauri que hasta el momento no había salido de su papel de primípara en éxtasis, se incorpora en su lecho y llora al unísono con la Manuela.
¿Ves como lloran igualito, igualito? El mismo tono de llanto, se ufana mi madre.
Es su padre, su padre, su padre, persiste la madre del Diego.
Son las hormonas, nos aclara una enfermera, asomando la cabeza por la puerta.
Las hormonas, ¿de quién, de todo el género humano?, me pregunto yo.