Por fin se quedó vacía la casa y dejaron de perseguir a la pobre rata que vivía en el desván, la que excavó una galería que llevaba hasta la cocina. La oyó por primera vez una de las tías, la madrugadora, mientras hacía café, un raspar de patas rápido y angustiado. Uno de los tíos, el de las herramientas, taponó el agujero con papeles y masilla, pero eso no impidió que siguieran oyendo el ruido de patas apresuradas, arañando.
Corría la rata por las entrañas de la casa buscando nuevas salidas para acceder a la comida. Una noche logró llegar hasta el armario de los botes, royó la tapa del bote de la sal, agujereó el paquete de harina y se hizo con un botín de macarrones.
Mientras veían la televisión o jugaban a las palabras cruzadas, oían de fondo sus pasos agónicos y sus nerviosas carreras. Es un pájaro, dijo el tío de las bromas, para tranquilizar a la tía miedica. Y todos rieron porque sabían que eso que oían moverse por dentro no tenía alas.
Le pusieron trampas, la acosaron de diferentes maneras pero la mayor pare del tiempo se olvidaban de ella. Salían al jardín, regaban las hortensias, bostezaban, fumaban mirando al horizonte, observaban cómo cazaba mosquitos la salamanquesa, se criticaban unos a otros, se aburrían, soñaban con estar en otro lugar, bebían cerveza, contemplaban la luna entre los pinos, barrían del suelo las flores secas del tilo, escuchaban el toc toc de un pájaro carpintero, iban a la compra, se quejaban de calor, miraban jugar a los niños y deseaban secretamente que crecieran para ser otra vez libres. Como antes.
El deseo secreto se cumplió porque los niños, todos, hasta el más pequeño, el del triciclo, crecieron. Ya eran libres, y no tenían motivo para volver todos juntos, tíos y tías, primos y primas, a pasar el verano en la casa grande y vieja. Se dispersaron. En el jardin abandonado proliferaban los hierbajos y se secaban las hortensias, manchas de moho se extendían por las paredes. Regresaron varios días a llevarse cosas mirándose unos a otros con recelo. Eran libres pero no como antes. Los cuartos les parecieron extraños y las cosas feas, pero, aún así, hicieron lotes y se las repartieron. Colgaron el cartel de se vende y salieron rápido de allí, de esa casa donde habían sido felices sin saberlo. Eso inquietaba, era como un desperdicio.
Por fin la rata pudo campar a sus anchas, abandonar el angosto y oscuro mundo de las galerías, dejar los intestinos de la casa, pasearse como una reina por pasillos y habitaciones, bajar por las escalera con aires de diva, salir al patio trasero y llamar a todas sus hermanas para fundar su imperio, allí, sobre las ruinas.
(Cuaderno de DM)