Día: 8 de enero de 2016

Gato en bisabuela

Más que harto está el gato Nicolai. La niña odiosa de las coletas le ha tomado por un peluche, lo sube en su carrito de muñecas y lo pasea por el pasillo dándonle conversación y llamándole hijito. Es humillante y aburrido, se marea de ver una y otra vez las mismas paredes, la misma alfombra de rayas azules y justo en la puerta de la cocina, donde está su acogedora cesta, giro y vuelta.

Pero peor es cuando llega el niño, aparta a la niña, le arrebata el carrito y lo empuja a toda velocidad hasta casi volcarlo, ya no es hijito si no un tal Alonso. Pasa miedo y se le revuelve el pienso en el estómago.

Y por si fuera poco, detrás va ese estúpido de perro nuevo, el tal Calcetos, ladrando y agitando el rabo, olisqueándole como si fuera comestible, si hasta ha tratado de lamerle. Idiota.
A este paso va a tener que ponerse un cartel que diga: soy un gato. Un respeto.

Menos mal que ha aparecido ella. Apenas puede moverse y eso es una ventaja. La sientan en un sillón en el rincón del sol, junto al radiador. Sus muslos son mullidos y calientes. En cuanto puede, huye a sus faldas y, desde allí, bien parapetado, nada más ver acercarse a alguno de los incordios, bufa.

Ella le acaricia el lomo, le hace cosquillas justo entre las dos orejas y no le llama por absurdos nombres. Sabe que es un gato y reconoce y valora su antigüedad, que es mucha. Como dos sabias esfinges se duermen la siesta a la par, entrecruzando sueños.

(Cuaderno de DM)

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