Más que harto está el gato Nicolai. La niña odiosa de las coletas le ha tomado por un peluche, lo sube en su carrito de muñecas y lo pasea por el pasillo dándonle conversación y llamándole hijito. Es humillante y aburrido, se marea de ver una y otra vez las mismas paredes, la misma alfombra de rayas azules y justo en la puerta de la cocina, donde está su acogedora cesta, giro y vuelta.
Pero peor es cuando llega el niño, aparta a la niña, le arrebata el carrito y lo empuja a toda velocidad hasta casi volcarlo, ya no es hijito si no un tal Alonso. Pasa miedo y se le revuelve el pienso en el estómago.
Y por si fuera poco, detrás va ese estúpido de perro nuevo, el tal Calcetos, ladrando y agitando el rabo, olisqueándole como si fuera comestible, si hasta ha tratado de lamerle. Idiota.
A este paso va a tener que ponerse un cartel que diga: soy un gato. Un respeto.
Menos mal que ha aparecido ella. Apenas puede moverse y eso es una ventaja. La sientan en un sillón en el rincón del sol, junto al radiador. Sus muslos son mullidos y calientes. En cuanto puede, huye a sus faldas y, desde allí, bien parapetado, nada más ver acercarse a alguno de los incordios, bufa.
Ella le acaricia el lomo, le hace cosquillas justo entre las dos orejas y no le llama por absurdos nombres. Sabe que es un gato y reconoce y valora su antigüedad, que es mucha. Como dos sabias esfinges se duermen la siesta a la par, entrecruzando sueños.
(Cuaderno de DM)