Unos de mis vecinos son dos hermanos muy viejos. Son tan viejos que sus padres también son viejísimos, el padre incluso murió de puro viejo que era. Ahora viven con la madre vieja y cuidan de ella entre amorosos y malhumorados porque piensan, y tienen razón, que deberían ser ellos los cuidados.
A través del tabique que nos separa oigo sus toses viejas, su arrastrar de zapatillas, sus viejos programas de televisión y cómo se llaman a gritos entre ellos cuando necesitan auxilio para secarse un pie o abrocharse un botón.
Cuando salgo al rellano para subirme al ascensor huele a sopa de otro siglo y me imagino flotando a los fideos arrugados, a punto de perecer. Si abren la ventana para ventilar entra en mi casa un olor a polvo rancio, a moqueta asilo de ácaros ancianos.
Todos los días salen un rato a la calle, después de dejar a la madre sentada en un sillón desvencijado, y dan una vuelta a la manzana con las bocas tapadas por dos bufandas de cuadros grises. Despacio, parece que nunca van a coronar el final de la cuesta, hasta la meta del portal. Pero llegan, porque son tenaces, y se agarran jadeantes a la barandilla de la escalera mirando con admiración y un poco de susto el trote con salto final de Pablito, el niño del tercero, mochila a la espalda y llave colgada del cuello.
(Cuaderno de DM)