Mi amigo me dijo: ven, que te voy a enseñar una cosa. Y yo fui. Caminamos hasta llegar a las casas bajas. En una de ellas vivía la ciega, la del puesto de chuches. La teníamos manía porque era antipática, gruñona, desconfiada.
Mira, me dijo él dándome un empujón contra las rejas de la ventana y sujetándome con fuerza el cuello para que no me pudiera soltar. La ciega eataba tumbada encima de una cama, vestida, con los zapatos negros puestos, las manos cruzadas debajo del pecho, los ojos cerrados.
¿A qué nunca habías visto un muerto?, dijo él riendóse en mi oído, sin dejar de sujetarme la nuca.
Tuve ganas de gritar pero no lo hice por si la muerta no estaba muerta de verdad, solo dormida y se despertaba. No quería mirar pero tampoco cerrar los ojos porque tenía miedo y el miedo es peor con los ojos cerrados, ocupa todo. Intenté mirar solo el techo, las paredes, el suelo o los zapatos, pero los ojos se iban hacia ella, tan quieta y estirada, tan muerta. Era como cuando ves a un animal despanzurrado en mitad de la calle o un vómito, no quieres mirar, pero miras.
Así son los muertos, son así hasta que les sale la calavera y apestan, dijo otra vez en mi oído. Me llegó un olor a chicle de menta y eso que me había dicho que no tenía.
Entonces sí grité y él me solto la cabeza de golpe y echó a correr. Lo perseguí hasta el campillo, ese sitio lleno de polvo y lomas donde jugábamos. Se había subido a uno de esos montículos hechos de tierra y cascotes y estaba haciendo el idiota, como siempre.
Le tiré una piedra desde lejos antes de marcharme a casa, creo que no le di porque oí su risa. Todo el camino de vuelta fui pensando en la ciega muerta, en el miedo que había pasado, en que él tenía chicle aunque me había dicho que no y en quién se quedaría ahora con el puesto de chuches.
(Cuaderno de DM)