Yo también tengo derecho, dijo una mañana la abuela Mila, la de los pisotones, mientras se fumigaba el pelo con la laca y de paso nos fumigaba a nosotras. También tengo derecho.
¿A qué?, le preguntamos frotándonos los ojos y tosiendo a causa de la onda expansiva
A lo que a vosotras no os importa, entrometidas.
Y así estuvo varios días proclamando su derecho a algo que resultó ser alguien: se había echado un novio. El tal novio le estaba esperando abajo, en la calle donde jugábamos. Era un señor viejo vestido con traje, pero el pantalón le quedaba corto y se le asomaban las canillas. Me dio pena ese detalle. Por los detalles entra la pena, igual que el amor o el odio también suelen colarse por esos huecos mínimos. El señor se llamaba Rufino, eso también era un poco triste, parecía más nombre de peluche que de hombre.
Se fueron del brazo hacia el autobús que llevaba al centro para dar un paseo. Mi hermana se empezó a reír como una loca y hasta se tiró al suelo para poder disfrutar mejor de la risa, levantando las piernas en el aire como una cucaracha boca arriba, ¡Que la abuela tiene novio!, decía medio ahogada en carcajadas. Como yo siempre la imitaba, hice lo mismo , pero desde el suelo y con mi risa falsa seguía pensando en esas espinillas del novio viejo.
Estuvieron un tiempo saliendo juntos y siempre que los veíamos del brazo en dirección al autobús nos reíamos, más que nada por costumbre. Mila nos miraba con un poco de odio y soltaba lo de que ella también tenía derecho. Después de dos o tres meses, otro día que se estaba laqueando, cambió de frase. Esta vez dijo: no tengo por qué aguantar tonterías a mi edad.
¿El qué, Mila, qué tonterías no tienes que aguantar?
Nada que os interese, cotillas.
Era a Rufino, claro, el señor con nombre de peluche. Qué pena me dio otra vez imaginar las canillas solitarias en busca de otra novia más comprensiva. Pero cuando mi hermana dijo tirándose al suelo,¡ que la abuela ha dejado a Rufi!, me volví a reír porque era gracioso y porque si no hacía lo mismo que ella me parecía que algo malo podía pasar. Tenía esas tontas supersticiones.
Pero pese a imitarla no evité el mal. Mila, después de pasar unos meses muy nerviosa y de mal humor, se puso a hacer cosas raras, a olvidar palabras, a confundirnos a unos con otros y a creer que mi madre, que en realidad era su nuera, era la suya. Después también creyó que nosotras éramos sus madres o sus hermanas o secuestradoras malvadas que le impedían salir del cuarto.
La adoptamos como muñeca, era divertido hacerle peinados, ponerle lazos, laca y colonia, darle la merienda. Siempre que no le mirase las piernas, delgadísimas, porque por esos palos flacos entraba la pena.