Cómo odiaba acompañarla a comprar zapatos y cuánto tiempo pasaban comprando zapatos o, más bien, yendo a buscarlos, a mirar. Ella, entre otros muchos males, tenía lo que se conoce un tanto ridículamente como «pies delicados» y le costaba mucho encontrar el calzado adecuado.
Cómo se aburría en esos recorridos por todas las zapaterías del barrio y luego en las de los barrios colindantes. Pues ella, a medida que empeoraban las dolencias de sus pies y de paso todas las demás, sin rendirse ni conformarse, ampliaba el territorio a explorar.
Cómo detestaba tener que contestar a preguntas del estilo de»¿qué tal estos, son muy feos o pasables, qué te parecen estos otros, te gustan esos de medio tacón, qué sería mejor: una bota cerrada, cordones, cuña, ante o tafilete? Nunca supo qué era el tafilete y la palabra en sí le resultaba repelente.
Cómo le dolían sus propios pies y también la cabeza después de esos periplos en busca del zapato inexistente, porque ella nunca encontraba nada a su completo gusto y qué malhumorado, rabioso y con la sensación de que le estaban robando vida se sentía.
Por el camino de vuelta, imaginaba la felicidad de una existencia sin ella, sin sus pies delicados y sus múltiples problemas de salud, con tiempo para él, caminando a zancadas rápidas por las calles, liberado al fin del peso de ese brazo agarrado al suyo.
Por eso era extraño que en los últimos meses le hubiera dado por acercarse cada tarde, al menos unos minutos, a la seccción de calzado de los grandes almacenes. Allí, acomodado en uno de esos asientos circulares y mullidos, al lado de mujeres que se probaban zapatos con desesperación y de hombres con cara de mortal aburrimiento, escuchaba las familiares preguntas que aplacaban su nostalgia.
Cómo añoraba la palabra esa: tafilete.
(Cuaderno de DM)