Mes: junio 2016

Aguantar o esquivar

El año pasado, más o menos por estas fechas, me salió un trabajo de corta duración y de corto todo lo demás. Los de la empresa lo llamaban mini job, el nombre que yo le puse también empezaba por eme. Da igual, me gustaba el trabajo porque era fácil y cómodo y no me ocupaba la mente.

La gran misión que tenía era contestar al teléfono diciendo el nombre de la empresa y luego buenos días o qué desea o en qué puedo ayudarle. Desviaba la llamada a otro y fin del cometido. Eso sí, era una acción muy repetida y tediosa. La empresa se llamaba Ortuño y Asociados. Yo estaba en la entrada de las oficinas, detrás de un mostrador, con otra compañera, Cristina, mi asociada.

Como pasaba mucha gente por delante del mostrador nos entreteníamos intentando averiguar cuál de ellos sería Ortuño. Nunca lo supimos, también es verdad que como solo estuvimos un mes no nos dio tiempo a investigar a fondo y tampoco lo quisimos preguntar para que no se nos acabara la diversión.

Todos tenían más pinta de asociados que de ser el propio Ortuño que nos imaginábamos gordo y con un bigote otomano. Con esa idiotez nos reíamos mucho, tanto que casi no podíamos contestar al teléfono. Los trabajadores de emejobs nunca se terminan de tomar del todo en serio su emecometido, es algo que tengo más que comprobado.

Cristina me caía muy bien, era rara, eso me gustaba. Tenía andares felinos y practicaba Aikido. Había tenido una vida interesante o eso dejaba ella entrever soltando de vez en cuando informaciones misteriosas como, «me gusta conducir por el desierto, ¿y a ti?» Nunca sabía qué contestarle a ese tipo de preguntas y me quedaba callada, seguramente pensaba que yo era una insulsa. Un poco acertaba.

También teníamos otro asociado pero menos, él estaba más en las afueras de la empresa que nosotras, era como un conserje o vigilante de la puerta, se llamaba Rafa y era de un pueblo de Toledo. Cada cinco o diez minutos asomaba la cabeza, nos miraba y soltaba la frase resumen de su filosofía de vida: «aguanta la pedrá». La utilizaba para todo y siempre quedaba bien porque en qué caso no hay alguna pedrá que aguantar, prácticamente en ninguno.

La frase se me quedó grabada, tampoco era muy complicada de recordar, y me la digo mucho cuando no me sale algo como me gustaría. Me hace gracia decírmela pero no sé si es del todo buena, me parece que no. Porque si no esquivo alguna de las pedradas corro el riego de morir lapidada y encima sin que me haya dado tiempo a descifrar ni el misterio de la vida ni, lo que es mucho peor, el de quién de entre todos era Ortuño.

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Bebé Paco

Los desvaríos de la abuela Mila no siempre nos daban pena, al revés, nos hacían bastante gracia. Hacía cosas divertidas como coser sin aguja, hilo ni tela. Así se pasaba la mañana, cosiendo vestidos invisibles y tan contenta. Lo hacía además con mucha perfección, introduciendo fallos, como si de verdad se le hubiera hecho un nudo o hubiera tenido que deshacer la costura y volver a empezar.

También nos hacían gracia sus reacciones cuando veía la televisión. Si por ejemplo, las imágenes eran de un paisaje nevado decía que tenía mucho frío y había que ponerle una manta por encima aunque fuera verano. Cuando aparecía Santiago Carrillo en las noticias se emocionaba mucho y le lanzaba besos, pero lo mismo hacía con el Papa. Eran los dos hombres de su vida y eso que en su vida cuerda no había sido ni comunista ni católica. Por las mañanas le teníamos que enganchar a la chaqueta una chapa con la bandera de la Rioja. Era de Logroño pero hasta que no le empezó el descontrol mental nunca se había preocupado lo más mínimo por el nacionalismo riojano.

Esas cosas graciosas fueron en la primera fase, cuando todavía era manejable y más o menos sabía quiénes éramos, quién era ella y dónde estaba. Luego, a medida que iba olvidando más y más, su única obsesión desde que se despertaba era irse, salir, encontrar el sitio donde ella suponía que tenía que estar. Creo que era la casa de su infancia con su madre dentro y con su hermana. Buscaba mucho a su madre y a su hermana. Eso ya no tenía gracia y además daba mucho trabajo, sobre todo a mi madre que la tenía que estar vigilando todo el día para que no se fugara. Por eso de vez en cuando nos mandaba con ella a la calle para que dando vueltas se convenciera de que estaba justo donde tenía que estar.

No se convencía y nos mareaba a base de bien. Aunque era muy delgada tenía mucha fuerza, una energía nerviosa que le debía de venir de la propia inquietud. No podíamos con ella y nos limitábamos a seguirla en sus deambulaciones. Así, con Mila delante a toda caña nos recorríamos el barrio entero. Una tarde que ya, agotadas, conseguimos sentarla en un banco, apareció nuestra salvación: el bebé Paco.

Al bebé Paco ya lo conocíamos y nos poníamos loquísimas cada vez que lo veíamos todo rollizo dentro de su cochecito. Era uno de esos bebés insoportables para sus padres porque no se dormía casi nunca, los ojos enormes siempre abiertos y un pataleo constante que ya delataba el niño de acción que iba a ser. Como su madre siempre estaba cansada, nos lo prestaba a ratos cortos. Ese día debía de estar cansadísima porque lo sacó del cochecito, nos lo puso en brazos y nos dijo que se iba a hacer un recado y que lo cuidáramos.

Qué felicidad nos entró de que fuera solo nuestro para un rato. Mila todavía no lo había visto porque tenía uno de sus ataques de pena y desespero y lloriqueaba con la cabeza entre las manos. Ya estábamos acostumbradas a que llorase de vez en cuando y tampoco le dábamos demasiada importancia. Pero cuando levantó la cabeza y vio las lorzas del bebé Paco y su carota sonriente se emocionó tanto como con el Papa y Santiago Carrillo juntos. Se lo pusimos en brazos y ella dijo que sí con la cabeza. Que sí y que sí. Me pareció que acababa de encontrar de alguna manera misteriosa el sitio que tanto estaba buscando.

Al bebé Paco lo tuvimos luego muchas más veces, su madre nos lo prestaba los fines de semana a la hora de la siesta y a cambio nos daba dinero, muy poco pero igualmente hubiéramos hecho el trabajo gratis. Gracias a nosotras se espabiló muy pronto porque le hacíamos estimulación temprana consistente en agitarle cosas delante de la cara y cambio intensivo e innecesario de pañales. No lo bañábamos porque no nos dejaban. Qué rabia.

Si nos cansábamos, lo que ocurría a veces porque era un niño energético al máximo y nosotras lo poníamos más nervioso de lo que ya era, se lo poníamos en brazos a Mila. Con ella se calmaba y Mila se reía y decía que sí y que sí con la cabeza. Tales eran los poderes maravillosos del bebé Paco.

Faro Conchita

La dueña de las calles de mi barrio se llama Conchita. Salgas de casa a la hora que salgas o vuelvas a la que vuelvas, allí está ella, patrullando. Si por algún motivo pasas un tiempo lejos, el faro Conchita te guiará hasta tu morada con su simple presencia. A Conchita puede que le caiga encima un meteorito pero el techo de su casa casi seguro que no. Hace no tanto la odiaba y me enfurecía verla a todas horas pero se me fue pasando. De tanto chocar conmigo me erosionó el odio y lo dejó pulido y liso.

El otro día hasta me preocupé porque ya había cruzado tres calles y todavía no me la había encontrado. También me asusté bastante, como si me hubieran cambiado de sitio el mundo y vagara sin referencias. Por suerte, a la cuarta calle ahí estaba mi Conchita. Con Bombón, su perra.

He de decir que Bombón es la perra más horrorosa que he visto en mi vida y que su ama no hace más que empeorar esa fealdad vistiéndola con trajecitos. Uno de sus modelos más escogidos es una camiseta rosa con lentejuelas en la que está escrito «funky» ¡Ay, Dios!, ¿por qué hará esas cosas Conchita?

Bombón fue perra apaleada y ella la rescató , la cuidó, le curó las heridas, las penas y la desconfianza. Todo tiene un precio y ese precio deben de ser los trajecitos remonos. Como la gabardina con capucha para la temporada otoño-invierno que se ajusta con un cinturón al talle gordo y amorfo de Bombón, pero de eso mejor ni hablar.

Conchita es amiga del barrio entero y hace su ronda saludando a todos, incluso ha aprendido a decir «ni jiao» para comunicarse debidamente con los de la frutería, procedentes de Quingtiang, en la mismísima China. Hay quién la odia, como me pasaba s mí antes, ella lo sabe pero no le importa, la popularidad incluye detractores.

A veces patrulla con un grupo de amigas. Todas son del mismo estilo, señoras a las que se les transparenta el cuero cabelludo por debajo del pelo ahuecado con laca. Algunas se escoran hacia la derecha, otras hacia la izquierda, ninguna camina en línea recta. Es raro ver a esa flota de barcos a punto del naufragio paseando a sus perros feos, todos rescatados del apaleamiento por Conchita, la bienhechora canina. A uno le faltan las dos patas de atrás porque lo lanzaron desde un sexto piso y su dueña actual, una mujer con el pelo tricolor como una bandera estropajosa, lo pasea en brazos.

Dan un poco de miedo, parecen peligrosas pandilleras de la tercera edad, avanzando torcidas, desconfiadas, buscando víctimas para pegar la hebra. Cuando no me da tiempo a cambiarme de acera porque el radar de Conchita me ha detectado, procuro ser simpática, total, ya estoy perdida…

Les pregunto por su perros y por sus cuerpos y ellas me hablan de las mejorías caninas y los empeoramientos humanos, presumiendo de sus dolores como si fueran riquezas. Luego me alaban el pelo y me lo tocan. Será porque a mí no se me ve el cuero cabelludo por debajo. El cartón, lo llaman ellas ¿Qué mascarilla te pones?, me preguntó ayer la del pelo bandera tricolor.

Me inventé una y ella se apuntó el nombre falso en un papel pero para eso tuve que sostener al perro sin patas traseras. Le latía muy fuerte el corazón, aún tiene miedo de ser arrojado al vacío. A mí también se me aceleró un poco, estaba deseando soltar al perro tullido y salir, yo, por patas.

Dejadla ya en paz, dijo de repente Conchita muy jefa y muy antipática con sus siervas viejas, ¿no veis que tiene prisa? Y no le toquéis el pelo, sobonas.

Conchita me aprisiona y Conchita me libera. Alabada sea la dueña de las calles que piso, faro de mis tontos deambulares, salvadora y vestidora de perros feos y maltratados.

Latoñi

Una de las mejores amigas de nuestra infancia no fue una niña sino una señora de la edad de mi madre, gorda y bajita, con aspecto de albóndiga, que venía supuestamente a cuidarnos cuando mis padres tenían que salir a algún sitio. Se llamaba Toñi pero como para referirse a ella siempre le ponían el artículo delante y solo se lo ponían a ella, durante mucho tiempo creí que su nombre era Latoñi. Y me parecía un nombre bonito, elegante, como Lavinia o algo así.

Latoñi era la peor cuidadora del mundo. O la mejor, según el punto de vista. Mis padres a veces se quejaban de ella porque a su vuelta casi siempre habíamos roto algo, una lámpara, el cristal de la puerta del comedor que ya se quedó rajado y con un esparadrapo para siempre, o cualquier otra cosa. Pero no se hubieran atrevido a sustituirla por nadie porque Latoñi nos quería locamente y nosotros a ella más. Era la más infantil de todos nosotros y la que tenía la mayor capacidad de ponerlo todo del revés, de desordenar y romper las normas.

Con ella saltábamos encima de las camas, jugábamos a las tinieblas por toda la casa dejándolo todo a oscuras, comíamos lo que nos daba la gana o no comíamos y jugábamos a «vieja bruja». Vieja bruja era ella y el juego consistía en que se escondiera y apareciera sorpresivamente para perseguirnos muy enloquecida. Pasábamos miedo y angustia de verdad y también risa, todo junto.

También gastábamos bromas por teléfono que se inventaba ella. Las víctimas solían ser sus vecinas y debían de ser muy tontas porque siempre picaban. Una se fue a Prado del Rey a recoger un televisor porque Latoñi le había dicho, poniendo una voz muy engolada, que había resultado agraciada en un sorteo. En sus juegos participábamos todos, incluso mis hermanos los del pasillo que dejaban por unas horas su eterno golear.

Aunque era muy buena, tenía sus manías. Una eran los negros, a los que odiaba y temía, no sé el motivo. Cuando nos íbamos a pasar el verano al pueblo siempre nos prevenía de los posibles peligros negroides. Y aunque le explicáramos que en nuestro pueblo no había negros y que aunque los hubiera habido no pasaría nada, su racismo no cedía. Su segundo odio inexplicable era el hombre del tiempo, ese que se llamaba Medina. Se ponía furiosísima si alguien lo mencionaba. A veces le hablábamos de él solo para ver cómo se le ponía la cara roja de rabia.

La primera vez que vi la nieve en Madrid, Latoñi estaba en casa. Le dio tanta ilusión al fenómeno nieve, y eso que sólo había una capa muy fina cubriendo las cosas, armó tal lío, dio tantos saltos y gritos y se emocionó y consiguió emocionarnos de tal modo que cuando nieva, lo que ocurre muy raramente, siempre me acuerdo de ella.

Ni siquiera bajamos a la calle, sólo salimos al balcón y con la poca nieve que había allí nos bastó como si hubiéramos tenido una cordillera entera, gracias a la imaginación que Latoñi le supo poner.

La nieve para mí va asociada a su pinta de albóndiga loca, a los abrazos sudorosos que nos daba, a su mano agarrando con fuerza la mía, apretaba mucho , una mano áspera, con olor a jabón lagarto.

Descubrimientos

En cuanto nos quedábamos un rato solas en casa nos lanzábamos como posesas al fisgoneo. No había cajón ni armario ni hueco que no inspeccionáramos. Como buenas urracas que éramos teníamos nuestros rincones preferidos, claro. Lo primero sobre lo que nos avalanzábamos era una caja de nuestra hermana mayor que estaba encima de su mesa, cerrada con un candado.

La mayor, llamada así en mi casa, directamente, era la única con una mesa propia para estudiar y sobre ella estaban sus posesiones, muy cuidadas, ordenadas y hasta inventariadas. En uno de sus cajones había una hoja escrita titulada «mis cosas» donde detallaba qué cosas eran esas, la caja de nuestros deseos era una de ellas. Nos costó un poco averiguar dónde escondía la llave pero finalmente lo logramos. Dentro guardaba pulseras, pendientes, horquillas y gomas del pelo. Nos lo colgábamos todo encima y seguíamos adelante con el registro domiciliario.

Lo siguiente que más nos interesaba era el armario de mi madre para disfrazarnos con sus vestidos y ponernos sus zapatos de tacón. Como solo tenía un par nos calzábamos uno cada una y cojas continuábamos peinando cajones, estantes y rincones. Solo respetábamos el cuarto de mis hermanos, en parte porque generalmente estaban en el pasillo de casa parando goles o metiéndolos y su ira era peligrosa, pero también porque el mundo futbolístico nos interesaba poco.

Terminábamos en la cocina buscando el chocolate. Mi madre era muy previsible y se creía que si lo escondía debajo de unas acelgas o al fondo de frutero no lo íbamos a encontrar y precisamente ahí era donde primero mirábamos.

En uno de esas exploraciones hicimos dos descubrimientos bastante horribles: nuestros padres eran unos mentirosos y unos cerdos. Las dos cosas. Mi hermana se había subido a una escalera para mirar en la parte de arriba del armario y de pronto gritó, ¡juguetes! Muy nerviosa empezó a lanzarme cajas que contenían algunas de nuestras peticiones de la carta a los Reyes. Luego se quitó el zapato de tacón y lo tiró con rabia al suelo. Los Reyes son ellos, dijo con la cara lívida. Yo me puse a llorar porque eso no podía ser verdad.

Pero no había tiempo de lamentarse, los falsos Reyes Magos podían volver en cualquier momento y no nos convenía que supieran que sabíamos. Lo colocamos todo como supuestamente estaba y al colocarlo descubrimos otra cosa peor. Un libro gordo de tapas rojas. Si no estaba con los otros libros tenía que ser por algo. Lo abrimos y vimos los dibujos de una pareja desnuda haciendo a la par extraños ejercicios gimnásticos. Qué asco, son unos guarros, dijo mi hermana cerrándolo de golpe y censurándomelo. Casi mejor, creo que no estaba preparada para leer el Kamasutra.

Decidí seguir creyendo en la existencia de los Reyes Magos todavía un par de años. No me resultó difícil, a mi pensamiento mágico le daban igual las evidencias científicas y era muy capaz de saltárselas con éxito. En cuanto a tener que convivir con dos degenerados, era cuestión de aplicar el proceso contrario: no creer. Esa pareja acrobática del libro nada tenía que ver con mis asexuados padres. Por si acaso, en las siguientes batidas nunca más volvimos a mirar en ese altillo.

Sin circunstancias

Pero, ¿qué es esto, madre mía de mi vida y de mi corazón, qué leches le está pasando a este blog? Me asomo y me encuentro con una especie de poesía y al parecer amorosa. Lo que me faltaba, cursiladas, a ver qué va a ser lo siguiente, ¿el género pastoril?, como si lo viera. Tiemblo y no de amor, precisamente.

Esta mujer delira. Voy a cotillear los cuadernos que tiene encima de la mesa de la cocina, su antro de perdición. Mira por dónde, en este ha escrito más chorradas del viento y la hoja, una saga entera, pues se lo rompo, ris ras (onomatopeya de que ya lo he roto), ya está, a la basura, por dejarme sin circunstancias. Os habéis librado del Cantar de los cantares en versión arbórea. A no ser que lo tenga en el ordenador o se lo sepa de memoria, el peligro ya pasó. De nada.

Que no he venido porque me interese estar aquí, qué va, yo me había dirigido a mi quiosco decidida a trabajar pero cuando he llegado al parque del Retiro ya no estaba, no existía, adiós a mi sede empresarial desde la que tanto y tanto he emprendido. Inmensa tristeza y desolación. Soy yo, Esme, pero sin mis circunstancias, me las ha quitado y no me ha dejado en bolas de puro milagro. Ni un triste abanico que echarme al sofoco me ha permitido que me quede.

Pues se va a enterar, le robo un cuaderno porque yo también voy a escribir poesías a falta de mejor cosa que hacer, pero no amorosas, a mí el amor… como que no. Si queréis os digo en qué acaba tanto estremecimiento y tanta emoción del principio, pues en un puzzle de mil piezas los domingos por la tarde con uno al lado que te dice cada cinco minutos, «mira mejor, Cari, que esa no va ahí». Consejo que te doy sin que tú lo hayas pedido: cuando te empiecen a llamar Cari, corre. Y cuando te saquen el puzzle de las mil piezas, vuela.

Para hojas y vientos estoy yo, que se me acerque un viento cualquiera que verá, del tortazo que le doy lo mando al bosque de enfrente y se le quitan las ganas de poner del revés a nadie. A mí me va más el género satírico cómico, ya veréis qué bonito me queda lo que voy a escribir, mejor que esas ñoñerías de las hojitas en la rama. Puaj, me da dentera.

Ya me voy, pero antes voy a robarle también unos orfidales, sé que tiene porque es muy ansiosa ella. No son para mí aunque sea mi droga favorita, son para narcotizar al Toni que ya no le aguanto más con sus recitativos de Cioran. Le podía haber quitado a él el libro como a mí me ha quitado el abanico pero no, al Toni se lo ha dejado para que nos dé la chapa por toda la eternidad. Su maldad es legendaria.

Me voy que viene, ya se está quejando del calor, habla por teléfono con una amiga que también odia el calor, así se pasan hasta septiembre. Y cuidado con decir delante de ella la palabra «veranito o terracita». Te mata. Esa manía se la puso al Toni para disimular, como tantas otras. Pues no te queda nada que sufrir, cómprate un botijo, loca. No te digo…

Paraíso terrenal

El paraíso en la Tierra existía entonces y estaba en la casa del pueblo de mis abuelos, durante el verano. Una casa con escaleras, que como todo el mundo sabe son de lo más paradisíacas, y con un jardín. Y dentro del jardín todos los elementos propios del paraíso: árboles, flores, rincones ocultos, mariposas, libélulas, pájaros, ardillas, un perro. Y por la noche: grillos, ranas y estrellas. Claro que también había avispas, moscas y mosquitos y hasta algún escorpión al acecho debajo de las piedras, pero eso no influía en sus maravillas, solo le añadía credibilidad.

Por dentro la casa era muy fea, los cuadros más espantosos y mal pintados del mundo estaban colgados en sus paredes y además había muchos. Los había pintado alguien de la familia poseído por el espíritu de las creaciones abominables. Eran bodegones donde flotaban los cuchillos y peras y manzanas informes se desparramban por el plato, paisajes de los montes de ese mismo pueblo, tan bellos en la realidad, pero en la pintura deformes y contrahechos, retratos de niños raros y siniestros. Muebles había pocos pero los que había estaban escogidos con odio a la humanidad. En realidad ni siquiera estaban escogidos, todo lo que no gustaba o ya estaba viejo o nadie quería en sus casas acababa en la casa común para permanecer allí eternamente.

Que por dentro fuera fea no nos importaba nada, los cuadros horrendos nos proporcionaron muchos momentos de risas. Hasta que nos acostumbramos a verlos y ya solo nos hacían gracia si venía alguien nuevo y se los enseñábamos. Allí nos juntábamos a pasar el mes de agosto tres familias, dos de ellas numerosas, y eso implicaba caos, disolución de la autoridad, muchos primos, juerga constante y libertad.

Pero como no era un paraíso celestial sino terrenal, tenía que tener su parte negativa, no ya los insectos o los ratones del desván cuyas patitas recorrían por la noche nuestros sueños. Esa parte negativa para mí fue un humano, uno de mis tíos. Parece que la vida siempre te coloca desde el principio algún obstáculo o dificultad para que te entrenes en lo que vendrá después.

Esa dificultad fue él, el tío ogro. Tal vez no era feliz, no quería estar ahí, no le gustaba la casa ni el campo, no le gustabámos nosotros y como el odio tan difuminado le resultaba difícil de gestionar lo concentró en unos pocos seres: los árboles, a los que cada verano intentaba talar, el perro, que se llevaba unas cuantas patadas furtivas, y una de sus sobrinas, que resulté ser yo. Si podía, interceptaba mis juegos de fantasía por el jardín para regañarme o amenazarme y me llamaba riéndose «la niña rara». Yo le tenía miedo y procuraba ponerme lejos de su alcance o jugar donde él no estuviera.

Aún con ogro, los momentos más felices de mi vida están guardados ahí, en esa casa que ya no existe, en el jardín de las hortensias y los pinos, volando de aquí para allá como las mariposas que tanto me gustaban. Hasta un día que una se me puso en la nariz y descubrí su cuerpo de gusano. Qué asco y qué decepción.

Lectura y repelencia

El año que mi hermana empezó el colegio pidieron al abuelo Tomás que me hiciera de guardería ambulante. Así yo no daba la lata en casa y él tampoco en la suya. Era un hombre muy metódico y organizado además de madrugador. A las nueve de la mañana ya estaba llamando a la puerta. Se suponía que íbamos a un parque cercano pero nunca fuimos a ese parque, sólo lo rodeábamos. Mira, el parque, tiene un columpio y un tobogán, me señalaba como si fuera un guía turístico de los suburbios cada vez que pasábamos por delante, más bien rápido para evitar posibles tentaciones.

Ahora cruzamos por el puente y nos subimos al autobús, me anunciaba a continuación. Le gustaba ir adelantándose a todo para que no hubiera imprevistos, no era partidario de las sorpresas ni de los cambios de planes. Cuando estemos arriba del puente te va dar vértigo pero tú no te preocupes porque el puente no se cae, no mires hacia abajo, siempre adelante.

Me parece que esas instrucciones eran para él mismo porque yo no tenía vértigo aunque luego sí lo tuve y mucho, no sé si influenciada por el suyo. Así iba explicando punto por punto y en tiempo real lo que íbamos a hacer o ya estábamos haciendo. Todos los días hacíamos lo mismo.

El autobús terminaba en la Puerta del Sol y eso también me lo decía mañana tras mañana, este autobús termina en Sol, el kilómetro cero. Ni idea de qué quería decir lo del kilómetro cero pero me parecía un dato muy importante que le daba mucha emoción al paseo. El recorrido siempre era igual: bajábamos por la calle Arenal hasta Ópera y subíamos por Mayor hasta Sol. Así tres o cuatro veces.

Por el camino me enseñó a leer usando de libro los carteles de las tiendas. Al principio no es que leyera, es que me sabía de memoria los rótulos que correspondían a cada una de tanto oírselo y lo repetía en voz alta haciéndome la sabihonda. Él se impresionaba mucho pero no de mi inteligencia sino de sus dotes docentes. Qué bien se me da enseñar, has aprendido sin darte ni cuenta gracias a mí.

Y sí que me enseñó de verdad después de unos meses, aprendí sin darme ni cuenta como decía él, antes que mi hermana que sí se estaba dando cuenta en el colegio con una cartilla que le daba muchos sudores y disgustos. Esa habilidad precoz me trajo consecuencias un tanto desagradables. Porque un día el abuelo quiso exhibirme y exhibirse él, de paso, y me puso a leer el periódico delante de todos mis hermanos como si fuera un fenómeno de feria.

Leí tres o cuatro titulares y pensaba seguir porque creía que mi actuación lectora estaba gustando, hasta que uno dijo: «que se calle ya la repelente». Me quedé con el mote de la Repelente o, peor, la Repelencias durante un buen tiempo. Y además, mi hermana, que era muy envidiosa y a la que un simple mote no le parecía castigo suficiente, tiró por la ventana a mi muñeca preferida, la Piojosa, llamada así porque estaba muy vieja y tenía pelos de estropajo. En la caída desde el sexto en el que vivíamos, se le salió un brazo.

Piojosa y manca por culpa de la Repelencias. Hasta la infancia más feliz tiene sus momentos duros.

Huidas

Ella huía por la ventana muchas veces al día. No sé dónde iba o dónde le hubiera gustado ir pero así, mirando a través del cristal al descampado de enfrente, ni siquiera tenía un lugar bonito donde poner la vista, huía a cada rato. De nosotros, de la abuela Mila y su demencia, de mi padre y sus constantes peticiones y cambios de humor y hasta de ella misma. Eran huidas breves, pequeñas dosis de huida, tragos cortos de semi libertad, lo único que podía concederse, lo que tenía a mano.

Una ventana y al otro lado la luna, las tres estrellas que las luces de la carretera no habían conseguido apagar, las ramas de las raquíticas acacias moviéndose con el viento, remolinos de polvo, nubes de pequeños mosquitos, franjas de sol, la luz roja y morada del atardecer. Todo eso le servía de alimento, de punto de apoyo para escapar. A veces la ventana era insuficiente y entonces decía que salía un momento. Enseguida la acosábamos, ¿dónde vas, cuándo vuelves, vas a tardar mucho? A un recado, esa era la excusa para salir a la calle y dar la vuelta a la manzana, recorrer las hileras de bloques, tampoco había mucho más que recorrer, llegar hasta el final donde estaba el puente que cruzaba la carretera y volver. Volver siempre. ¿Dónde iba a ir?

Cuando se enfadaba decía que un día se iba a marchar, «cualquier día de estos hago la maleta, salgo por esa puerta y me voy». Como lo decía demasiado, era una de esas frases amenaza mil veces repetida como la de «os voy a castigar» gritada sin dirección determinada, perdía fuerza y sentido. En cuanto empezaba a decir su «cualquier día de estos», le terminábamos la frase entre risas y ella también se reía. Nunca nos habría abandonado, nos quería, sólo huía mentalmente, tal vez se imaginaba cómo podría haber sido su vida sin nosotros, se estaba inventando otra ella sin ataduras, alguien nuevo, que no necesitara asomarse a la ventana a cada rato.

Cuando volvía de sus ausencias tenía durante unos segundos una mirada rara pero enseguida recuperaba su espíritu práctico y volvía a ser nuestra madre ocupada y presente, metida de lleno en el torbellino de la casa, de la vida. Sin embargo había algo en ella, una fisura, un punto de fuga, una grieta por dónde podía escaparse.

Por eso me asomaba a la ventana a su lado para saber qué era lo que miraba, dónde estaba el peligro o el placer oculto. Ella me empujaba con el codo y me llamaba pesada, quería estar sola, pero yo no siempre me iba, precisamente porque era pesada, pesadísima. Así me aficioné yo también a las ventanas, a escaparme mirando y a proteger con codazos mis huidas.

Cuerpo de Cristo

Precisamente por ese afán suyo de acabar cuanto antes con lo que fuera, los cuatro hermanos menores hicimos la comunión a la vez. Mi madre, en su línea pragmática, estaba encantada, «qué bien, nos quitamos cuatro de encima y se terminaron las comuniones». A mis dos hermanos sí les habían dado unas clases de preparación, pero a nosotras como éramos más pequeñas, no. No importaba, ya nos puso en situación el cura en un par de tardes y al terminar la charla, muy contento, nos dio una torta a cada una. Tengo muy grabado ese tortazo porque no me lo esperaba y me dejó muy sorprendida, ¿por qué nos había pegado? No sé, supongo que le apeteció.

Cuando lo contamos en casa, mi madre dijo que éramos unas exageradas y que eso no era pegar, si acaso había sido un saludo o una imposición de manos. Lo que ella quisiera pero la torta nos la habíamos llevado puesta. Además de la supuesta imposición de su mano en nuestra cara, también nos estuvo explicando en qué consistía el sacramento de la comunión. Menudo lío que nos armamos. Básicamente habíamos entendido que nos íban a poner a Cristo en la lengua para que nos lo tragáramos. Por eso nos teníamos que volver buenas, porque el cuerpo de Cristo, que era Dios, estaría ya en nuestro interior, vigilando. Ya antes nos veía, por algo estaba en todas partes, pero a partir de ese momento nos vería también desde dentro, como una especie de topo infiltrado. No me hacía mucha gracia a mí eso.

De todas formas esa no era nuestra principal preocupación, lo que nos importaba de verdad era la vestimenta. Nos hubiera gustado un vestido de esos cursis, de organdí se llamaban, pero mi madre ya tenía otros planes más austeros para nosotras y, junto con mi abuela, nos estaba haciendo unos vestidos. Sencillos, decían ellas. Feos, traducido a nuestro idioma. Para colmo, nos echaron por encima unas túnicas blancas de monja y con eso puesto nos hicieron fotos: las manos juntas y mirando al cielo con cara de pasmarotes iluminados.

A mis hermanos también les iban a poner una túnica blanca de frailes enanos. El que ya había hecho la comunión por su cuenta estaba muy callado con los preparativos y decía a todo que sí sin protestar porque no quería que se recordara el incidente. Pero el otro, que no tenía que hacerse perdonar nada, se empeñó en que debajo de la túnica tenía que llevar la camiseta del Atleti. Le tuvieron que dejar, era muy cabezota y sabía machacar hasta desesperar al oponente y vencerle de puro aburrimiento. Al final los dos llevaron las camisetas atléticas, para que no hubiera envidias.

Al comulgar tuve un problema con el cuerpo de Cristo, se me quedó pegado al paladar y no me lo podia tragar. No me atrevía a morderlo ni a partirlo por si eso no se podía hacer, tampoco me atrevía a hablar ni a toser ni casi a moverme. Era muy inquietante llevar a Dios dentro de la boca y no saber qué hacer con él. Al final se fue deshaciendo solo y una vez dentro, tenía razón mi hermano, no notabas casi nada en un primer momento, como si Dios tardara un rato en hacer efecto. Pero luego sí, me entraron muchísimas ganas de ser más buena y pacífica y salí de la misa convencida de que era una especie de niña santa súbita. En las escaleras, mi hermana me dio un pisotón, según ella sin querer. Por si acaso, se lo devolví con saña. Llevábamos el ojo por ojo escrito en los genes.

Los regalos por haber hecho la comunión fueron un balón de reglamento para mis hermanos, por lo que se ve la comunión y el fútbol tenían alguna conexión íntima, y una muñeca a nosotras. Todo muy sexista, aunque conmigo el sexismo acertaba de pleno, era prototípica a más no poder.

La muñeca también iba vestida de primera comunión pero ella sí llevaba el traje bonito que hubiéramos querido para nosotras, detalle siniestro y poco comprensible. Cayó en desgracia al momento por mucho cuerpo de Cristo muñeco que, supuestamente, ella también llevara dentro.