El año pasado, más o menos por estas fechas, me salió un trabajo de corta duración y de corto todo lo demás. Los de la empresa lo llamaban mini job, el nombre que yo le puse también empezaba por eme. Da igual, me gustaba el trabajo porque era fácil y cómodo y no me ocupaba la mente.
La gran misión que tenía era contestar al teléfono diciendo el nombre de la empresa y luego buenos días o qué desea o en qué puedo ayudarle. Desviaba la llamada a otro y fin del cometido. Eso sí, era una acción muy repetida y tediosa. La empresa se llamaba Ortuño y Asociados. Yo estaba en la entrada de las oficinas, detrás de un mostrador, con otra compañera, Cristina, mi asociada.
Como pasaba mucha gente por delante del mostrador nos entreteníamos intentando averiguar cuál de ellos sería Ortuño. Nunca lo supimos, también es verdad que como solo estuvimos un mes no nos dio tiempo a investigar a fondo y tampoco lo quisimos preguntar para que no se nos acabara la diversión.
Todos tenían más pinta de asociados que de ser el propio Ortuño que nos imaginábamos gordo y con un bigote otomano. Con esa idiotez nos reíamos mucho, tanto que casi no podíamos contestar al teléfono. Los trabajadores de emejobs nunca se terminan de tomar del todo en serio su emecometido, es algo que tengo más que comprobado.
Cristina me caía muy bien, era rara, eso me gustaba. Tenía andares felinos y practicaba Aikido. Había tenido una vida interesante o eso dejaba ella entrever soltando de vez en cuando informaciones misteriosas como, «me gusta conducir por el desierto, ¿y a ti?» Nunca sabía qué contestarle a ese tipo de preguntas y me quedaba callada, seguramente pensaba que yo era una insulsa. Un poco acertaba.
También teníamos otro asociado pero menos, él estaba más en las afueras de la empresa que nosotras, era como un conserje o vigilante de la puerta, se llamaba Rafa y era de un pueblo de Toledo. Cada cinco o diez minutos asomaba la cabeza, nos miraba y soltaba la frase resumen de su filosofía de vida: «aguanta la pedrá». La utilizaba para todo y siempre quedaba bien porque en qué caso no hay alguna pedrá que aguantar, prácticamente en ninguno.
La frase se me quedó grabada, tampoco era muy complicada de recordar, y me la digo mucho cuando no me sale algo como me gustaría. Me hace gracia decírmela pero no sé si es del todo buena, me parece que no. Porque si no esquivo alguna de las pedradas corro el riego de morir lapidada y encima sin que me haya dado tiempo a descifrar ni el misterio de la vida ni, lo que es mucho peor, el de quién de entre todos era Ortuño.