Mes: julio 2016

El harén de Pepe

Pepe, el portero del 42, se ha montado un harén asexuado pero muy lucrativo con las viejas del edificio. Todas le adoran porque las lleva de la mano, les pregunta por sus males, acarrea sus bolsas y carros y hasta las sube en brazos para montarlas en lo que él llama «el columpio» una de esas sillas salva escaleras que se encajan en las barandillas. Mientras ellas suben o bajan, Pepe les canta «A la sillita de la reina, que nunca se peina» y da alegres palmas.

También les alaba los peinados cuando vuelven de la peluquería, sostiene en brazos a sus perritos, se interesa por la vida de sus nietos y critica con saña a las residencias o a los hijos que no las visitan. Cuando ya no pueden salir, les lleva el pan, la leche y un rato de compañía. A Manolita, como se le cayó al patio una zapatilla, le puso de nombre la Cenicienta y cada día le augura la pronta venida de un príncipe, mucho mejor que su marido, el que se gasta la pensión en tragaperras.

A Susana, la que recoge colillas del suelo y luego se las fuma apoyada en el árbol de la esquina, le hace de detector colillero, «ahí tienes una buena, la acaba de tirar el del despacho de abogados y estaba casi entera, esa no la cojas, se la ha fumado el farmaceútico y las deja mondas, mira, tres seguidas, qué suerte tienes hoy». A veces también se apoya él en el mismo árbol, todo bigotes negros, junto a la escurrida Susana, más consumida que sus propias colillas.

¡Pepe, mi salvador!, grita de lejos Amparo, la que camina con un andador. Pepe sale corriendo al rescate y le dice, «cada día das más deprisa la vuelta a la manzana, te veo corriendo la San Silvestre, Amparito, que sí, ya lo verás». Y la acompaña hasta la farmacia cantándole el bolero, «Si tú me dices ven, lo dejo todo»

Por las tardes montan una tertulia en las escaleras del portal o alrededor de los contendores de basura. Algunos vecinos se han quejado de que Pepe se siente en las escaleras, agitando su plumero hecho de tiras de trapos, como si fuera el jeque del portal y las viejas sus decrépitas huríes. La gente se queja por cada tontería…

Cuando es el ramadán, Pepe, cuyo verdadero nombre nadie conoce aunque se sospecha que es Mohamed, desaparece durante el día y solo asoma para lo más esencial. Su harén vaga penoso, renqueante y abandonado por las calles del barrio, las propinas sin destinatario acumuladas en bolsos y bolsillos.

Anuncio publicitario

Frutero del Punyab

Hace poco abrieron en mi barrio una frutería nueva, el frutero es un indio con turbante naranja, barbita negra de chivo, muy delgado, con aspecto de yogui, amable y ceremonioso. Habla bien el español porque ya lleva diez años aquí y además le gusta hablar aunque si el otro no está por la labor, limita el intercambio verbal a tres frases recurrentes.

Una es «to muy bueno, to muy fresco», la otra «gracias a Dios» y la última, que utiliza como cierre es «qué pena, qué pena». La primera es bastante falsa porque, si puede, te coloca entremezclado algo «to malo, to pocho» pero como lo hace con una sonrisa y aires de tranquila meditación da más vergüenza reclamar que si fuera el típico frutero chulesco.

Suele tener de fondo musical algo muy repetitivo y machacón que han resultado ser rezos cantados, como el rosario de mi abuela pero en versión exótica. Para mí, para él lo éxotico será el rosario. Me recuerda un poco a mi abuela, en versión asiática y joven porque ella también decía «qué pena y si Dios quiere».

Sé que son oraciones porque se lo pregunté, un poco por interés y otro poco por hablar de algo mientras me pesaba la fruta. Como me pareció que la charla se había quedado un poco corta, él seguía pesando y yo mirando como se electrocutaba una mosca, también le pregunté de qué parte de la India era. Me dijo que del Punyab y me preguntó, ilusionado, si había estado alguna vez.

Ahí es cuando me di cuenta, demasiado tarde, de que hacer esa pregunta si no habías ido nunca a la India, como es mi caso, y sin tener ni idea de la geografía del país, era una tontería de las gordas. Para no quedar como idiota ni decepcionarle, mentí un poco y le dije que sí, que había estado unos días y que me había gustado mucho. Ya lanzada le dije también que la gente era muy simpática y la comida riquísima. Pollo tandoori y todo eso. Luego salí corriendo antes de que me preguntara algo más, con una ansiedad parecida a la que sentía en clase de matemáticas cuando sacaban a la pizarra.

En cuanto llegué a casa, además de comprobar que me había endosado un melocotón «to pocho», me metí en la wikipedia para informarme y aprendí bastantes cosas. Por ejemplo que Punyab significa cinco ríos, que su capital es Chandigarh, que se dedican sobre todo a la agricultura porque es una región muy fértil, a causa de los cinco ríos, y que la mayoría de la población es sij, no sé en qué consiste ser sij. Ya me enteraré. La visita típica es el Templo de Oro en Amristar, santuario sagrado del sijismo. En este momento están en época de monzones.

Con esos datos en mi poder he vuelto hoy a por un melón sin miedo a ser descubierta. Se ha puesto muy contento cuando me ha visto, por aquello de que conozco su tierra. Iba a sacarle el tema de los monzones, del templo dorado y de la fabricación de bicicletas y máquinas de coser, otro dato que me he aprendido de la zona, pero no ha podido ser porque en un momento se ha llenado la tienda de gente y de lío. Una mujer venía a devolverle una piña que no estaba tan «to buena» como debía.

Solo me ha podido contar que no va cerrar en todo el mes porque es pobre, los pobres no tienen vacaciones, solo han venido al mundo para trabajar, trabajar y trabajar, nada más que para eso. «Qué pena, qué pena».

Pues es verdad, tiene razón el piadoso frutero del Punjab, ahí sí que está bien puesto el qué pena.

Hora de salida

De aquel lugar no había que querer salir porque no existía en la tierra otro sitio mejor que ese y si pensabas que tal vez sí tenías que disimularlo para que nadie se diera cuenta de tus dudas. Yo dudaba, desde el primer momento dudé, pero fingía porque esa oficina tenía que ser nuestra madre, nuestro padre, nuestro amante, nuestros hijos, nuestro cielo, el útero que nos cobijaba y nos nutría.

Tecleábamos todo el día, en eso consistía el trabajo, en teclear y lanzar, teclear y lanzar lo tecleado. Antes de empezar nos aleccionaban sobre la importancia de nuestra labor, que al parecer era mucha y por eso teníamos que ser apasionados y entregarnos a ella por completo. A causa de las dudas nunca lo conseguí del todo, pero seguía fingiendo.

No siempre lo que tecleábamos tenía sentido porque es imposible estar tantas horas construyendo frases con sentido. Por eso también tecleábamos letras hilvanadas sin significado alguno o nos metíamos en tecleos ajenos para pasar el rato. Al principio creía que solo era yo la que faltaba a mi cometido pero pronto descubrí que todos mis compañeros hacían lo mismo. Algunos eran verdaderos virtuosos, veían la trilogía de El Padrino o estudiaban los rudimentos del chino mandarín. Minimizábamos. Tecleábamos, nos dispersábamos y minimizábamos con gran profesionalidad.

Allí lo importante no era tanto hacer como permanecer, ser como estar. Por las ventanas, de reojo, veíamos pasar la vida. Fuera había otro mundo aunque no nos tuviera que interesar lo más mínimo porque era falso, como un decorado. La vida verdadera, la única posible, estaba dentro, en la oficina del eterno teclear.

Hasta las cucarachas del cuarto de baño lo sabían, ellas también minimizaban escondiéndose con agilidad y rapidez por debajo del linóleo en cuanto algún humano tecleador pisaba su territorio. Nunca había visto un suelo de linóleo hasta que empecé a trabajar ahí, pensaba que ese material se ponía solo en los suelos de las novelas, me hizo hasta cierta ilusión.

Tampoco había tenido nunca un jefe tan jefe, con tantas características de jefe como ese. Era el jefe universal: barbudo, fumador, los dientes amarillos de nicotina, los ojos enrojecidos, la mirada torcida, el humor cambiante, las intenciones ocultas. Me aterrorizaba.

Bien claro me dejó desde el primer día que la hora de salida que figuraba en el contrato era orientativa, un mero formalismo, algo había que escribir y habían escrito al azar «las siete». En realidad podían haber sustituído esa hora por «nunca». Nadie se marchaba a las siete, eso lo comprobé enseguida. Ni a las ocho ni a las nueve ni a las diez. A las once algún atrevido iba recogiendo o se levantaba a beber agua provocando la minimización de las cucarachas, que tampoco se iban.

Al otro lado, en esa vida falsa que veíamos a través de la ventana, era ya de noche. Pasaba algún coche, algún autobús casi vacío, algún paseador de perro, alguien taconeando. Todo falso y de mentira porque los de verdad estábamos dentro y no había nada más. Lo otro, lo que alguna vez habíamos tenido o querido tener, eran mundos imaginarios. Sueños, fantasías enfermizas.

Un tarde, movida por un impulso que creo que provenía de las dudas, me levanté de la mesa a las siete y media y me marché a mi casa de ficción. Una voz delatora gritó, ¿ya te vaaaaas? y todos giraron sus cabezas hacia mí, con espanto. Solo dije: sí, tengo prisa. Y me fui. El jefe jefísimo salió de su despacho para contemplar, incrédulo, mi deserción. No me pareció tan irreal la vida de fuera: el aire era suave, la luz de primavera iluminaba los árboles, la gente parecía feliz o desgraciada pero verdadera y el autobús me llevó hasta mi destino.

A partir de ese día empecé a marcharme siempre a las siete y media, incluso a las siete alguna vez. Todos los tecleadores minimizadores me miraban escandalizados y con miedo. Se preocupaban por mí, incluso alguno, buen compañero, me avisó de las posibles consecuencias de ese comportamiento tan irresponsable. Me pidió que siguiera disimulando, me confesó que casi todos lo hacían así y que no fuera tonta, era mucho lo que me jugaba. No se equivocaba, fui expulsada al mundo irreal y en él sigo.

Me gusta más el mundo irreal que el de esa oficina, nunca fui feliz ahí y casi desde que entré estaba pensando en marcharme pero, curiosamente, no he vuelto a conseguir vivir tan intensamente como cuando estaba dentro. Teclear y lanzar , minimizar, pisar un suelo de auténtico linóleo, temer al jefe más que a nada en el mundo, aterrorizar a mi vez a la oficina subterránea de las cucarachas del baño, sentir, pese a las dudas, que no había función más importante y esencial que la que desempeñaba.

Todo lo que he experimentado después me ha parecido, por bueno o malo que haya sido, un tanto deslucido y falto de sustancia, mal construido. A lo mejor era cierto que la vida real estaba dentro y ahora solo soy una figurante más que pasea por la calle creyéndose verdadera.

Primicia literaria

Hola, seres de la globosfera, algunos amigos y otros no tanto. He vuelto tal y como prometí y tengo algo que comunicaros, ¿a que parezco una profeta? Pues no, no tengo nada que profetizar excepto que mañana va a hacer calor. No bebáis agua, no sabe a nada, y salid a correr ataviados con mallas negras de escasa transpiración, a eso de las cinco, con la fresca.(No pierdo la esperanza de que alguno palme, somos muchos seres humanos abarrotando el planeta y esto va a estallar, como el obús aquel).

Lo que quería comunicar, a modo de primicia veraniega, es que ya tengo mi segunda novela. Sí, qué alegría os acabo de dar, lo sé. La primera pasó sin pena ni gloria, tengo que admitirlo, pero fue por falta de un título interesante. Solo se llamaba «Novela de Esme» y claro, así no me comí un colín. Con esta va a ser distinto, tengo experiencia. La he titulado, «El sexo en los tiempos del pánico», no es plagio de nada aunque pueda parecerlo, ya lo tenía pensado desde mucho antes que el señor Gabriel. Dudé si llamarla mejor «El sexo en los tiempos de Pokemon go» pero lo he descartado, es un título que va a envejecer mal porque esa moda pasará, como pasan todas. Yo aspiro al clasicismo, no me gusta ser de usar y tirar, mira tú.

El pánico, como su compañero el sexo, (compañero en mi novela, se entiende) siempre estará de actualidad, no hay más que leer las noticias y empezar a temblar del terror. Estas son unas palabras escogidas al azar de un periódico de hoy, «amenaza que se cierne, ataque terrorista, serie de actos violentos, despliegue policial, guerra, corrupción, conflictos sociales», podría seguir pero no tengo tan mal gusto.

En su interior, en el de la novela, digo, puede que no haya ni sexo ni pánico, solo en las tres primeras páginas que empiezan de lo más tórridas y violentas, y sí unas cuantas faltas de ortografía pero ¿y qué?, ¿acaso alguien se la va a leer hasta el final? Es una pregunta retórica, no quiero saber la verdad.

Si me he puesto a escribir es porque la vida en el zulo me resulta insoportable, yo soy una mujer de acción y ese enclaustramiento en compañía del Toni (qué mal me cae), el Jacobín (qué plastas son los niños), Eva (todo el día contenta, es insufrible), Patricia (es tan pija que la mataría) y doña Marga (no digo nada que incomprensiblemente tiene muchos fans) es la peor de las torturas. Ya sé que muchos no sabéis de quién leches hablo, da igual, eso no es lo esencial.

Lo esencial es que compréis mi novela, os va a encantar, os lo aseguro, vais a quedar abducidos desde la primera línea hasta la quinta más o menos, ¿para qué más? No va a ser todo leer en esta vida.Y una vez comprada, no antes, salid y que os dé el aire, a las cuatro o cinco, es la hora buena, mejor si es corriendo en vez de andando. Y si estáis en la playa y hay bandera roja, ni caso, la ponen de adorno, al agua. En la piscina lo mismo, de cabeza por donde no cubre o por donde cubre si no sabéis nadar. Son consejillos que os ofrezco de forma gratuita para evitaros las penurias de la vejez.

Me voy, tengo que seguir con mis misivas al espacio exterior y no quiero risitas, qué gente más descreída y más provinciana, como si estuviéramos solos en el Universo, garrulos sois, de verdad. Ya me reiré yo de vosotros cuando esté cómodamente instalada en Alfa Centauri y observe desde las alturas o bajuras, qué sé yo cómo será eso, vuestra lamentable existencia terrenal.

Se aproxima por el pasillo la asesina de personajes, huyo, qué chasco se va a llevar cuando compruebe ingratamente que la entrada de hoy ya se la ha escrito otro, otra, para ser más exactos. Nos ha matado mal, sin finiquitarnos del todo, y estas son las consecuencias. Para que aprenda.

Avance de temporada

Está rara la ciudad en un día de fiesta de verano. Hay tanto silencio que resulta inquietante. Maravilloso pero extraño. A mi casa le suenan las tripas, le crujen las articulaciones.

Está rara esa luna diurna comida por arriba, como una bola de helado derretida por el sol.

Raro el patio del colegio vacío de niños, dos urracas desorientadas buscando a tristes picotazos los restos de meriendas.

Raras esas cuatro hojas amarillas dentro de la copa verde de la acacia, avanzadilla de un todavía muy lejano otoño.

Parece una ciudad en rebajas llena de restos devaluados, una ciudad en la que el tiempo ha aprovechado las ausencias para enredar como suele. Y ya ha colocado en un mostrador esa mínima novedad de muestra, con un cartel que anuncia: nueva temporada.

(Cuaderno de DM)

Secuoya

Debería aprender algo de ti, mucho de ti. De tu manera silenciosa de estar en el mundo. Supongo que no tienes deseos ni pensamientos ni palabras para expresarlos y que por eso no sufres. Te basta con ser. Con alzarte majestuosa hacia la luz, extendiendo tus verdes brazos.

No haces planes de futuro, no añoras lo que se fue. Generosa, regalas sombra y pájaros de manera natural, sin darte importancia. Me gusta apoyar la mano en tu tronco musgoso y mirarte desde abajo, qué alta eres, ojalá pudiera envejecer así, creciendo.

Me siento en tu raíz, es tan grande que sobresale del suelo, parece que, deseosa de andar, hubieras sacado un pie. Pero no, a ti no te hace falta, eso son necesidades mías, soy yo la que deseo, siento, hablo, busco y no me conformo.

Sí que debería aprender a vivir como tú, sencillamente, sin miedo al rayo.

(Cuaderno de DM)

La casa de Celeste

Algunas tardes mi madre me llevaba con ella a casa de una amiga suya llamada Celeste. En realidad no me llevaba ni me quería llevar pero en cuanto yo veía que abría la puerta y empezaba a subir la cuesta, dejaba de jugar y salía corriendo detrás. Me daba igual que me llamara pesada o que pusiera cara de fastidio, me había salido con la mía y ya iba a estar pegada a ella toda la tarde. No tenía mucha dignidad.

El caso es que a los cinco minutos me aburría y se lo decía, eso la irritaba más, «¿para qué has venido?, ya te dije que te ibas a aburrir, todavía estás a tiempo de volver». Qué indecisión, no sabía qué hacer, quería bajar para seguir jugando pero ¿y si justo por bajar le ocurría ese algo que yo tanto temía? Mejor aburrirme con ella y con su amiga Celeste. Me quedo, le decía dándole la mano. Me gustaban muchísimo sus manos, largas y suaves. Pero por dentro pensaba, «tenía que haberme ido». Eso me sigue pasando, elija lo que elija siempre creo que lo bueno era lo otro.

Y me aburría toda la tarde en casa de Celeste. Era costurera y trabajaba desde su casa, por eso tenía el suelo sembrado de trozos de telas de colores. Vivía con un marido acostado en una cama, tenía alguna enfermedad, y un gato muy gordo y antipático, capado, al que había puesto de nombre Rey de España. El nombre venía de que cuando lo tenía en brazos le gritaba, «ay, mi rey de España, qué guapo es». Mi padre aseguraba que el marido estaba muerto, que lo había matado la propia Celeste para poder cohabitar tranquilamente con el gato. Pero es que todas las amigas de mi madre le caían mal y a todas les atribuía leyendas raras.

Puedes quedarte con todos los retales que quieras, me decía Celeste muy generosamente, ofreciéndome las telas rotas del suelo pero merienda ni por el forro. A eso me dedicaba mientras ellas hablaban, a recolectar retales y a formar montones. Los ordenaba por colores, por formas, por estampados, los volvía a desordenar, hacía figuras con ellos en el suelo, los lanzaba al aire. También miraba por la ventana. Desde la casa de Celeste se veían las vías del tren y detrás el monte verde y gris. Cuando pasaba el tren dejaba el juego de los retales y miraba el tren. Rey de España también miraba, muy digno, desde otra ventana.

Mientras, ellas hablaban y hablaban de sus vidas y de los disgustos. Venga con los disgustos, hija mía qué disgusto esto y qué disgusto lo otro. Después se reían como dos locas de los propios disgustos, hasta lloraban de la risa. No había quién las entendiera. Mi madre, como si yo no estuviera delante, le contaba cosas nuestras, también de mí. Eso me hacía sentirme mueble o niña invisible puesto que era capaz de decir «esta es la que me ha salido más tonta de todos, creíamos que iba a ser muy lista porque aprendió enseguida a leer pero luego…» y Celeste asentía, dándole la razón. Una niña que jugaba con trozos de tela y miraba el tren pasar no daba muestras de gran inteligencia. Pero si lo de las telas me lo había sugerido ella…estaba claro que me había equivocado al ir allí, la opción buena era la otra.

Todo el camino de vuelta lo hacía enfadada. Quería un helado, ya que me había aburrido, no había merendado y me habían llamado tonta en mis narices, era lo mínimo. Pasábamos delante de la tienda de los helados valencianos y después de mucho tira y afloja compraba un polo de horchata para mí y para ella un granizado de limón. Nos lo tomábamos sentadas en un banco antes de llegar a casa para que no lo vieran mis hermanos. Ese momento era perfecto y la elección la correcta. Mirábamos juntas los retales para ver cuál era el más bonito y qué se podía hacer con él aunque luego nunca hiciéramos nada. Daba igual, la gracia estaba en proyectar. También nos reíamos mucho del gordo de Rey de España. Era muy sencillo ser feliz. Tanto como dejar de serlo.

Ania la malvada

 

La casa más misteriosa de toda la calle era la de Isabel :  persianas bajadas, el jardín sin cuidar lleno de hierbajos crecidos y un sofá-columpio que a veces se mecía solo, fantasmal.  Su madre, Ania, también era misteriosa. Había nacido en Polonia y tenía una cara angulosa, de pómulos muy marcados,  ojos verdes felinos y un moño color teja que se iba desplazando de sitio según el día de la semana. Los lunes empezaba en la nuca, muy bajo, y al llegar el viernes había subido ya casi hasta la frente. De lo más misterioso el moño trepador.

Isabel era una de nuestras amigas del verano. Por las tardes salía a jugar con todos pero  nunca venía a bañarse a la piscina del pueblo, donde íbamos casi todas las mañanas. Se quedaba en casa, con las ventanas cerradas, las persianas bajadas, a oscuras. Era muy extraño y cuando alguna vez le preguntábamos por qué no se bañaba eludía la respuesta. Isabel era una niña buena, de las que nunca se pelean con otros ni quiere imponer su voluntad, pacífica, sonriente.

Algunas tardes, mientras jugábamos, el moño móvil se asomaba por una esquina de la ventana a observar. No me gustaba Ania pese a que era guapa y todo lo que fuera belleza me atraía sin remedio,  esos pómulos me parecían contenedores de maldad. Mucho antes de que se hiciese de noche y cuando todavía estábamos en la parte más interesante del juego,  Ania salía a la puerta de su jardín salvaje y, desde ahí, medio escondida entre las hierbas altas y amarillas, resecas por el calor de agosto, llamaba a Isabel con unas frases cortas  en polaco. Ella salía corriendo, ni se despedía, y desaparecía en la casa lúgrube. Puertas y ventanas cerradas.

Un día mi madre nos contó que Ania pegaba a Isabel, no por nada en especial, por cualquier cosa podía pegarla: por derramar un poco de leche en la mesa, por atarse mal el cordón de la zapatilla, por olvidarse de algo cuando le mandaba a la compra o por cualquier otro motivo tonto. Ahora ya sabíamos por qué tenía siempre todo tan cerrado, seguro que era para poder pegar a su hija sin que nadie se enterase. Al momento, mi madre se arrepintió de habérnoslo contado y nos dijo que no estaba segura, que era algo que habia oído pero que probablemente sería un bulo inventando por alguien del pueblo, simplemente porque eran extranjeras y distintas.

Mentira o verdad, a la mañana siguiente nos plantamos delante de la casa dispuestas a a hacer justicia a nuestra rústica manera. Mi hermana se puso a tirar piedras a las ventanas, rebotaban en las persianas bajadas y caían al jardín. Copiona  como era, hice lo mismo aunque tampoco tenía muy claro qué iba a solucionar ese ataque. Estuvimos un buen rato tirando piedras hasta que nos cansamos y lo dejamos. Solo se movía el sofá columpio de fuera con un chirrido muy leve. Esa tarde Isabel no vino a jugar, a la siguiente sí. Aunque hacía mucho calor llevaba un pañuelo atado al cuello, generalmente iba muy abrigada, con ropa inapropiada para un mes de agosto español. Por la ventana de arriba nos observaba otra vez el odioso moño ascendente.

Todas las mañanas, antes de ir a la piscina, le lanzábamos alguna piedra y salíamos corriendo. Antes de que acabara el mes se marcharon,  no creo que fuera por nuestra cutre intifada, y nunca más las volvimos a ver. La casa estuvo un tiempo vacía, como maldita, o eso me imaginaba yo. Al  verano siguiente la habían transformado en un asilo de ancianos y pasando por delante, ya sin piedras, fue como nos  hicimos amigos de Ezequiel, el viejo simpático.

Nos regalaba chocolate y  caramelos a través de la valla como si fuéramos nosotros los prisioneros y no él. También nos hacía un truco de magia con cartas, siempre el mismo, pero cada vez nos asombraba.  Nunca le pillamos y eso que se lo hacíamos repetir mil veces para captar el engaño. Mis hermanos le pusieron de nombre el Mago Magín.

De vez en cuando, alguna tarde, mientras jugábamos, nos acordábamos de Isabel, de lo abrigada que iba, de los pómulos malignos de Ania. Qué habría sido de ella. Ojalá viviera en una casa de ventanas abiertas y fuera feliz. Enseguida se nos olvidaba. También se nos olvidó Ezequiel y su truco. La infancia está llena de novedades y unas van cayendo encima de otras sepultando lo anterior.  Es ahora, en el rescate, al remover la tierra cuando empiezan a salir de golpe, en desorden.

Hora de las noticias

A la acacia de mi ventana se ha venido a vivir un grillo. No debe de andar muy bien de presupuesto para haber elegido precisamente ese árbol de entre todos los posibles. La acacia, pobre mujer, está un poco torcida y tiene el tronco flaco y renegrido de contaminación. Lo que sí hay que reconocerle es lo bien que mueve las hojas, como si susurrara una canción muy suave, de esas que hacen soñar.

El grillo tiene la voz grave y potente, de locutor de radio, y en cuanto se mete el sol y salen a volar enloquecidos los vencejos, se pone con las noticias. Ni idea de lo que cuenta, es lo bueno que tiene no entender su lenguaje, pero seguro que no son tan sórdidas ni catastróficas como las de verdad. Por eso he decidido apagar la tele y escucharle a él.

Me asomo a la ventana y ,si hay suerte, la acacia canta bajito, el grillo cuenta con su vozarrón rasposo noticias indoloras, el sol se esconde derramándose antes por cielo, cristales y tejados, se asoma media luna por la izquierda, una estrella muy tímida justo enfrente y  dos murciélagos pequeños salen a cenar, buscando mesa atolondrados.

Si no supiera nada más, si acabara de llegar, me gustaría mucho el mundo y la hora de las noticias.

(Cuaderno de DM)

Nicanores de Boñar

Un otoño a la abuela Martina le dio por morirse. Se moría todas las tardes por lo menos una vez. Por las mañanas no, tenía  cosas que hacer pero por las tardes, esas tardes del otoño cortas y de poca luz, se moría y nos avisaba por teléfono.

Es el fin, hija, no sé quién eres de las tres, da igual, dile a tu madre que me muero ya, que venga deprisa. El corazón me ha hecho dos latidos muy raros, fuertes, más fuertes de lo normal, como la traca final y luego, plas, se ha parado. Ya no lo noto, estoy muerta.

Mi madre salía corriendo, su corazón también latiendo a tope,  estaba un rato con ella y la resucitaba. No todas las tardes se moría de lo mismo. Algunas era de insuficiencia respiratoria, se ahogaba, otras de un fallo renal, notaba ella que el riñón ya no era el que había sido, o de simple muerte sobrevenida.

Después de unas cuantas muertes y resurrecciones nos empezaron a mandar a nosotros, por parejas, nunca solos, no fuera a ser verdad esa vez y nos impactara demasiado. Yo casi siempre iba con mi hermana pero una tarde me tocó ir con uno de mis hermanos medianos. Era muy peliculero y se llevó un espejo pequeño en el bolsillo del pantalón para ponérselo a Martina en la boca, habia visto en el cine que se hacía eso para saber si alguien había muerto o no. Si se empañaba era que no.

Nada más llegar abrimos con la llave que nos habían dado y fuimos corriendo a hacerle la prueba del espejo. Nos la encontramos tan ricamente sentada en su sillón comiéndose un bollo con forma de flor, las manos manchadas de polvo azucarado.  Tenía una caja encima de la mesa en cuya tapa  ponía «Nicanores de Boñar», por los huecos que quedaban dentro, ya iba por el tercero.

Me los ha traído una vecina, la he llamado también porque a veces tardáis mucho y no quería irme sola de este mundo, qué atenta es Luci, ¿verdad?,  nos dijo con la boca llena de hojaldre. Están buenísimos, ¿queréis uno? Nos comimos esa cosa pringosa con ella y como vimos que seguía viva  nos marchamos sin haberle podido hacer lo del espejo.

Era una glotona y decía que no sabía por qué engordaba con lo «poco» que comía. Me quedé preocupada por si se moría esa noche de un empacho de Nicanores pero no,   por las noches no se moría y por las mañanas  tampoco, su hora de difuntos era a eso de las seis cuando empezaba a oscurecer y le entraba la angustia con la llegada de las sombras.

Sonaba el teléfono y otra vez Martina dando el parte:  se acabó lo que se daba, majos, venid corriendo, que venga tu madre o Elena o Josetxu, vosotras dos no, sois muy liantas, y los medianos tampoco, me rompen los adornos con la pelota. Qué más le darían ya los adornos, esas familias de perritos y gatitos, la lavandera de porcelana y el cenicero de cerámica de Talavera de la Reina, si estaba muerta.

No se murió ese año ni al otro tampoco. Pudieron ser los Nicanores, la vecina Luci no dejaba de surtirle, a lo mejor tenían algún ingrediente milagroso . Pero también pudieron ser los Nicanores los causantes de su muerte, quién sabe si hubiera durado aún unos cuántos años más de no haber comido tantos.