De aquel lugar no había que querer salir porque no existía en la tierra otro sitio mejor que ese y si pensabas que tal vez sí tenías que disimularlo para que nadie se diera cuenta de tus dudas. Yo dudaba, desde el primer momento dudé, pero fingía porque esa oficina tenía que ser nuestra madre, nuestro padre, nuestro amante, nuestros hijos, nuestro cielo, el útero que nos cobijaba y nos nutría.
Tecleábamos todo el día, en eso consistía el trabajo, en teclear y lanzar, teclear y lanzar lo tecleado. Antes de empezar nos aleccionaban sobre la importancia de nuestra labor, que al parecer era mucha y por eso teníamos que ser apasionados y entregarnos a ella por completo. A causa de las dudas nunca lo conseguí del todo, pero seguía fingiendo.
No siempre lo que tecleábamos tenía sentido porque es imposible estar tantas horas construyendo frases con sentido. Por eso también tecleábamos letras hilvanadas sin significado alguno o nos metíamos en tecleos ajenos para pasar el rato. Al principio creía que solo era yo la que faltaba a mi cometido pero pronto descubrí que todos mis compañeros hacían lo mismo. Algunos eran verdaderos virtuosos, veían la trilogía de El Padrino o estudiaban los rudimentos del chino mandarín. Minimizábamos. Tecleábamos, nos dispersábamos y minimizábamos con gran profesionalidad.
Allí lo importante no era tanto hacer como permanecer, ser como estar. Por las ventanas, de reojo, veíamos pasar la vida. Fuera había otro mundo aunque no nos tuviera que interesar lo más mínimo porque era falso, como un decorado. La vida verdadera, la única posible, estaba dentro, en la oficina del eterno teclear.
Hasta las cucarachas del cuarto de baño lo sabían, ellas también minimizaban escondiéndose con agilidad y rapidez por debajo del linóleo en cuanto algún humano tecleador pisaba su territorio. Nunca había visto un suelo de linóleo hasta que empecé a trabajar ahí, pensaba que ese material se ponía solo en los suelos de las novelas, me hizo hasta cierta ilusión.
Tampoco había tenido nunca un jefe tan jefe, con tantas características de jefe como ese. Era el jefe universal: barbudo, fumador, los dientes amarillos de nicotina, los ojos enrojecidos, la mirada torcida, el humor cambiante, las intenciones ocultas. Me aterrorizaba.
Bien claro me dejó desde el primer día que la hora de salida que figuraba en el contrato era orientativa, un mero formalismo, algo había que escribir y habían escrito al azar «las siete». En realidad podían haber sustituído esa hora por «nunca». Nadie se marchaba a las siete, eso lo comprobé enseguida. Ni a las ocho ni a las nueve ni a las diez. A las once algún atrevido iba recogiendo o se levantaba a beber agua provocando la minimización de las cucarachas, que tampoco se iban.
Al otro lado, en esa vida falsa que veíamos a través de la ventana, era ya de noche. Pasaba algún coche, algún autobús casi vacío, algún paseador de perro, alguien taconeando. Todo falso y de mentira porque los de verdad estábamos dentro y no había nada más. Lo otro, lo que alguna vez habíamos tenido o querido tener, eran mundos imaginarios. Sueños, fantasías enfermizas.
Un tarde, movida por un impulso que creo que provenía de las dudas, me levanté de la mesa a las siete y media y me marché a mi casa de ficción. Una voz delatora gritó, ¿ya te vaaaaas? y todos giraron sus cabezas hacia mí, con espanto. Solo dije: sí, tengo prisa. Y me fui. El jefe jefísimo salió de su despacho para contemplar, incrédulo, mi deserción. No me pareció tan irreal la vida de fuera: el aire era suave, la luz de primavera iluminaba los árboles, la gente parecía feliz o desgraciada pero verdadera y el autobús me llevó hasta mi destino.
A partir de ese día empecé a marcharme siempre a las siete y media, incluso a las siete alguna vez. Todos los tecleadores minimizadores me miraban escandalizados y con miedo. Se preocupaban por mí, incluso alguno, buen compañero, me avisó de las posibles consecuencias de ese comportamiento tan irresponsable. Me pidió que siguiera disimulando, me confesó que casi todos lo hacían así y que no fuera tonta, era mucho lo que me jugaba. No se equivocaba, fui expulsada al mundo irreal y en él sigo.
Me gusta más el mundo irreal que el de esa oficina, nunca fui feliz ahí y casi desde que entré estaba pensando en marcharme pero, curiosamente, no he vuelto a conseguir vivir tan intensamente como cuando estaba dentro. Teclear y lanzar , minimizar, pisar un suelo de auténtico linóleo, temer al jefe más que a nada en el mundo, aterrorizar a mi vez a la oficina subterránea de las cucarachas del baño, sentir, pese a las dudas, que no había función más importante y esencial que la que desempeñaba.
Todo lo que he experimentado después me ha parecido, por bueno o malo que haya sido, un tanto deslucido y falto de sustancia, mal construido. A lo mejor era cierto que la vida real estaba dentro y ahora solo soy una figurante más que pasea por la calle creyéndose verdadera.