Mes: agosto 2016

Amnesia

Resulta que os iba a contar mis vacaciones, eso tan bonito de relatar lo bien que te lo has pasado, aunque sea mentira. Pues por suerte para vosotros no va a poder ser porque no me acuerdo de nada. Como todo lo que me ocurre lo retransmito prácticamente en vivo y en directo vía blog, pues he ido a consultar en la hemeroteca del mismo. Qué chasco, majos, no están mis aventuras estivales, vacío total desde hace tres meses.

Le he preguntado al Toni pero dice que le deje, que está muy angustiado a la par que hundido en la miseria porque mañana empieza a currar en el bar y que si yo no me acuerdo de que él tenía un huerto y que era feliz, relativamente, entre sus hortalizas y qué dónde está el citado huerto.

Anda, pues es verdad, el Toni ya no vivía en Madrid ni era camarero que se fue en pos de su sueño agrario, plantándome a mí antes de hacer lo propio con las lechugas,¿qué hace aquí otra vez? Más confusión, si cabe. Y sí que cabe, la confusión es como el polvo, se mete por todas partes.

Dado que el Toni no me ha sacado de dudas, he interrogado a la Noe. Se estaba probando, entre sudores, los estilismos para la nueva temporada y cuando ella se enfrasca en sus modeleríos pierde la noción del tiempo y el espacio y cualquier otra noción que pasara por allí.

Lo pasado, pasado está, me ha dicho abrochándose su falda-cinturón y meneando el culo ante el espejo. Vamos, que tampoco se acuerda pero no lo quiere admitir.

Ahora ya os imaginaréis a quién he tenido que recurrir en tercer lugar, a la Esme, iba a decir en funciones por estar de actualidad pero, después de oírla, diré mejor en disfunciones que también está de bastante actualidad.

Esmeralda, hermosa, ya estoy de vuelta en Madrid, le he gritado por el móvil haciéndome la encontradiza. El verano muy bien, ¿y el tuyo? He pensado que era mejor no desvelarle mi falta de pasado próximo y así ir tanteando a ciegas el terreno pero ella, que es muy cuca, se lo ha olido.

No te acuerdas de nada, ¿verdad? Lo que me temía, me ha respondido con voz muy lúgubre. Os ha borrado los recuerdos la muy arpía, solo me ha dejado consciente y memoriosa a mí, qué desgracia, qué soledad, qué sinsentido todo.

¿Pero, Esme, qué rumias?, no entiendo nada.

Pues claro que no entiendes nada ni lo entenderás por mucho que te lo explique y vaca lo serás tú. Aún así, te lo resumo, ahí va el bombazo: hemos estado muertos, todos, tú, Toni, Jacobo y su hermana la bebé, Patricia, doña Marga, Noe y yo también aunque un poco menos que vosotros. Y ahora viene lo peor, agárrate al sofá que seguro que es donde estás, te conozco,so vaga: no somos reales, somos inventados y no tenemos las riendas de nuestro destino. Por eso tu blog no es tuyo y tiene otra historia paralela escrita por la verdadera dueña. Seguro que tú no la ves, qué angustia me está entrando.

Dichas estas tonterías propias de una mente afectada por los calores, ha proseguido delirando como sigue.

¿Te acuerdas de la canción de Remedios Amaya, esa con la que quedamos los últimos en Eurovisión que decía…»ay quién maneja mi barca, quién, que la deriva me lleva, quién? Igual no te acuerdas dada tu corta edad y tu cortedad. Da lo mismo, el mensaje es ese, no te esfuerces porque te va a dar igual, tu destino ya está escrito o más bien a medio escribir, así que déjate llevar como hoja por el viento y aprovecha porque esta, en breve, nos vuelve a decapitar.

Madre mía, la Esme, qué chifladura más mala, no me imaginaba yo que la caída libre de estrógenos afectara también a las circunvoluciones cerebrales. Por si acaso le he seguido la corriente y me he puesto a deshacer la maleta proveniente de no sé dónde y a pensar en cómo de cambiados me encontraré a los niños que cuido. Estoy deseando verlos de nuevo y achucharlos, a su madre no, aunque tal vez ella pueda darme una pista de lo que ha sucedido en estos meses. O doña Marga, con la que también tengo muchas ganas de reencontrarme.

En realidad tampoco me importa tanto saberlo, mis veranos siempre han sido muy parecidos, tomando la fresca en mi pueblo, a lo mejor por eso no me acuerdo. Y en cuanto a lo que dice la Esme de que me deje llevar como hoja por el viento, eso le va a costar mucho a ella, que es de naturaleza rebelde y no se resigna nunca a la mediocridad de la vida, pero a mí, nada. Si a mí me gusta mucho hacer eso, es mi estado natural, ir de hoja volandera por el mundo sin oponer resistencia.

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Desde la playa de Bakio

Cada vez que era el cumpleaños o el santo de alguno recibíamos una postal del tío Carmelo, un primo de mi padre que vivía en Bakio, un pueblo de Vizcaya. Hasta que se murió, jamás faltó a su costumbre de mandarnos la postal que ya, entonces, nos parecía un poco ridícula y pasada de moda.

El contenido siempre era el mismo, lo único que variaba era el nombre del destinatario. Decía: «A mi queridísimo sobrino (nombre correspondiente), desde la playa de Bakio, muchas felicidades en el día de tu cumpleaños (o santo). Firmado, Carmelo».

En la parte delantera de la postal, con toda lógica, aparecía una fotografía de la playa de Bakio pero ahí si introducía ligeras variaciones. A veces mandaba una vista de la playa tomada entre dos rocas, otras una vista aérea y otras una ola gigante y unas letras de colores encima en las que se leía «Bakio». La procedencia estaba clara y que el tío Carmelo se pasaba el día en la playa, también. Eso sí que era buena vida y no la nuestra. Sabíamos que no trabajaba, le habían dado la invalidez a causa de una enfermedad y la que ganaba el sueldo era su mujer, la tía Sabina.

Ella no tenía tiempo de mandarnos postales desde la playa aunque a veces firmaba en una esquina. Un garabato hecho a toda prisa con muchos picos agudos. Rúbrica que según mi padre delataba a las claras la mala leche que tenía. Pobre Carmelo, decía, se ha casado con Hitler, le debe llevar más que tieso. Él, sin embargo, es buenísima persona, se nota en la letra. Se notará en que lo conoces desde que tenías dos años y en que es tu primo más querido, decía mi madre desmontándole sus interpretaciones grafológicas.

Lo cierto es que no hacíamos ni caso a las postales del tío Carmelo, excepto para reírnos de que siempre escribiese lo mismo o para comparar entre nosotros cuál nos había tocado, si la de la ola, la de las rocas o la aérea y contar cuántas repetidas teníamos ya. Luego mi madre nos obligaba a que le llamáramos por teléfono para darle las gracias. Tampoco en la conversación había muchas variaciones. Decíamos, muchas gracias, tío, me llegó tu postal, muy bonita. De nada, contestaba él, ¿te ha gustado la playa? El año que viene, más. Y ya estaba.

Solo les vimos en persona tres veces, dos que fuimos nosotros allí en unas vacaciones de verano en las que no paró de llover y otra que vinieron ellos a Madrid. Tenían problemas económicos y no les iba a quedar más remedio que vender la casa de la playa. La tía Hitler-Sabina se resistía y gritaba como una loca levantado el dedo índice hacia el techo y dando golpes sobre la mesa, «Bakio no se hunde, no se hunde» y así sin parar. El tío Carmelo permanecía en silencio, le habían amputado una pierna y llevaba el pantalón doblado y sujeto con unos imperdibles por detrás de la rodilla. Qué impresión.

Esa frase de «Bakio no se hunde» se me quedó pegada y la uso para darme ánimos en los malos momentos. El caso es que muy eficaz no era porque sí que tuvieron que vender la casa y marcharse a vivir a Bilbao. Desde allí nos siguió mandando postales, pero ya no eran del mar, eran una pareja de hombre y mujer vestidos con trajes regionales. La tela de la falda de la mujer estaba bordada con hilos de verdad, me gustaba pasarle el dedo por encima.

Hacia el lugar equivocado

Qué envidia me daba el Ardilla los últimos días del verano. Él no tenía que irse. Se quedaba el año entero con todo lo que me gustaba, era suyo de verdad y no un simple préstamo como en nuestro caso. Ya estábamos a punto de tener que devolver la felicidad y eso me hacía sufrir por anticipado y no me dejaba disfrutar del final.

Para fastidiarle un poco, ya que él tenía lo que yo quería y sin haber hecho nada especial para merecerlo, puro azar del nacimiento, le preguntaba cómo se llamaba su colegio. No lo sabía, ignorancia que nos hacía mucha gracia. Se encogía de hombros con fastidio y me señalaba con la cabeza la dirección de ese colegio sin nombre. Eso también me daba un poco de envidia, en un sito sin denominar seguro que se estudiaba poco y no mandaban deberes.

A pesar de que volvíamos algunos fines de semana y en las vacaciones de Navidad y nos encontrábamos de nuevo, yo me imaginaba su vida instalada siempre en verano, libre de obligaciones, sin lluvia, sin días oscuros, sin dolor de garganta, sin fiebre de invierno, en un constante juego y en unas vacaciones eternas. Por eso no entendía por qué él también estaba esos últimos días un poco melancólico y todavía más callado de lo habitual. Si él no tenía que volver a Madrid, a encerrarse en un piso pequeño con un feo descampado delante. Él seguía teniendo árboles, montes, olor a pinos, estrellas por las noches. Él estaba en el lugar correcto y nosotros íbamos hacia el equivocado.

Estaba clarísimo y más claro todavía cuando nos acercábamos por la carretera a nuestra casa por esa zona de naves industriales y cementerios de coches. Cada año, al volver, insistíamos en lo mismo: queríamos quedarnos a vivir en el pueblo, ¿es que mis padres eran tontos y no se habían dado cuenta? Mi padre, que también volvía de muy mal humor, soltaba su «no se puede y a callar» y ponía en el coche la música de sus canciones vascas. Pues a callar, a odiar el «Boga, boga mariñela», canción que también hablaba del adiós y la nostalgia pero bastante absurda con su «agur Ondarroa» cuando lo que se atraviesa es la reseca meseta castellana, imposible de bogar.

Entre patadas y pisotones rabiosos y los juegos de sumar matrículas que proponía mi madre, nunca perdía la esperanza de transmitirnos su pasión por los números, llegábamos al lugar erróneo, el nuestro de verdad, al parecer, con esa angustia acompañada de dolor de estómago y de cabeza, el cuerpo solidarizándose sin necesidad.

El Ardilla, él sí que tenía suerte, aunque no debía de saberlo porque cuando, al irnos, pasábamos con el coche por delante de su casa, lo veíamos sentado en un escalón, arrancándose las costras de las rodillas, mirando taciturno para el suelo, sin querer contestar a nuestros gritos de adiós.

Negro quinto

Negro quinto era el perro de tía vieja y tío viejo, una pareja que vivía en una casa cercana a la nuestra. A tío viejo y tía vieja les llamábamos tío y tía pese a que no tenían ningún parentesco con nosotros, lo de viejo y vieja lo decíamos solo cuando no estaban delante para que no hubiera confusiones con los tíos de verdad y porque realmente eran muy viejos. Eran tan viejos que no podían sacar de paseo a Negro quinto porque era un perro fuerte y los tumbaba. Para que no se escapara lo tenían atado a la pata de una mesa. Estaba muy triste y aburrido Negro quinto hasta que llegamos a darle la condicional.

Su color de pelo no era negro como podría deducirse por el nombre, era un perro canela con manchas blancas pero todos los perros que llegaban a esa casa heredaban el nombre del primero que habían tenido: Negro, ese sí, negro. El tío viejo era con ese perro inicial como un enamorado abandonado que aunque luego tenga más amantes nunca olvida del todo a la primera. Nos hablaba de él como si hubiera sido un perro prodigioso, todo virtudes y maravillas. Los siguientes habían ido mermando en inteligencia y buen comportamiento hasta desembocar en el desastre de Negro quinto, tonto de remate, según él.

A mí no me parecía nada tonto Negro quinto, bastante loco sí, desquiciado podría decirse. Él era joven y fuerte y vivía con dos viejos achacosos, necesitaba carreras y movimiento y se pasaba el día atado o encerrado en el cuartucho de la lavadora y las herramientas. La lavadora en marcha le ponía nervioso y la gruñía. Cuando nos oía llegar ladraba y lloraba a la vez porque sabía que tenía paseo. Cuando el tío viejo lo soltaba se ponía a girar sobre sí mismo como una peonza expresando así su alegría de prisionero liberado y su gozo de vivir.

Corría tanto y con tanta energía que no hacía ninguna falta esforzarse en subir la cuesta, le agarrábamos de la correa y nos transportaba hasta la falda del monte casi volando. Justo en la falda había cuatro casas de ricos, todas tenían perros guardianes y la diversión de Negro quinto era ladrarles desde fuera hasta ponerlos histéricos de rabia, mordían la verja a falta de cosa mejor que destrozar o amagaban con saltar desde arriba para matarnos a todos. Nos daba mucho miedo pero no había forma de contener los hábitos macarras de ese perro. Después, tranquilamente y con parsimonia, marcaba su territorio en cada una de las puertas y, misión cumplida, seguíamos subiendo, Negro quinto más calmado y con andares chulescos.

Nos gustaban mucho esos paseos con nuestro perro prestado. La única pega es que, a la vuelta, teníamos que quedarnos a hablar un rato con los tíos viejos, a modo de impuesto perruno. Nos sentaban en su mesa de comer, nos daban unos trozos de pan tostado del día anterior o del mes anterior y nos contaban, dándose codazos el uno al otro y guiñándose los ojos, cosas de cuando eran jóvenes y bailaban en las fiestas de todos los pueblos cercanos. Al parecer se habían pasado la juventud bailando de fiesta en fiesta y puede que por eso tuvieran las espaldas con joroba y los pies deformes, de tanta danza popular.

Negro quinto, agotado del paseo, se quedaba dormido con las patas pegadas a la pared. De vez en cuando tío viejo lo miraba con pena y decía, no es que sea mal animal pero es más tonto…como el Negro, ninguno. Tía vieja se reía tapándose la boca desdentada con la mano y nos llamaba «carinas guapas». A nosotros también nos entraba un sueño raro.

El Ardilla

A las ocho de la mañana ya estaba el Ardi en una esquina del sofá mirándose las zapatillas. Muy repeinado con colonia por su abuela, las rodillas siempre con costras y mucha mercromina por encima. Ahí esperaba pacientemente a que nos levantáramos y, entonces, sin decir ni mu, se sentaba sigiloso a desayunar con nosotros.

El Ardilla vivía con sus abuelos y su madre en unas casas de ferroviarios detrás de las vías del tren, por encima de la nuestra. Como la madre trabajaba durante el día y se aburría con los abuelos, lo teníamos de invitado acoplado todo el verano. Se invitaba él solo, pero a nosotros nos gustaba su presencia. El nombre de «el Ardilla» no era un mote nuestro, lo traía ya, puesto por él mismo porque había conseguido atrapar una y estaba muy orgulloso de esa hazaña. La tuvo tres días en una jaula de pájaros pero luego la soltó. Él también tenía un cierto aire ardillesco, muy delgado y capaz de pasar de la inmovilidad a la acción de forma inesperada y con gran rapidez.

Si había mayores delante, el Ardilla no hablaba. Mi madre intentaba por todos los medios hacer que se comunicara oralmente pero lo único que conseguía era que mirara al suelo, se encogiese de hombros o dijera enfurruñado sí, no o no sé. Un día ocurrió el milagro y después de un mes de silencio, en una comida, el Ardilla dijo con voz muy grave: «jamón». El plato con el manjar había pasado ya varias veces por delante de sus narices y ante el riesgo de quedarse sin catarlo no le quedó más remedio que articular palabra. Solo esa y volvió a su mutismo.

Gracias a él nos construimos una cabaña de verdad en el jardín. Antes ya habíamos tenido una pero era una porquería hecha con cartones y una toalla de piscina y siempre se estaba cayendo. Con el Ardilla mejoramos mucho nuestra arquitectura, él traía los materiales y ponía la habilidad necesaria para unirlos sin riesgo de derrumbamientos. Nos lo pasamos muy bien montando la cabaña y pensando lo que haríamos en ella. Como suele suceder con los proyectos, una vez que se alcanzan pierden el interés. Ya teníamos la cabaña, nos metíamos dentro, nos mirábamos las caras, pasábamos calor, nos aburríamos y aunque no lo quisiéramos reconocer, estábamos deseando salir.

El Ardilla era sobre todo amigo de mis hermanos, a los que apodó «los Mulos». Enseguida aceptaron ese mote, les gustaba ser bestias y que se notara. Los tres juntos se subían a los árboles, lanzaban piedras, capturaban ranas en el arroyo mugriento y otras actividades por el estilo lideradas por el Ardi.

A veces desaparecía dos o tres días y no sabíamos nada de él pero al cuarto día ya nos estaba esperando otra vez en la esquina del sofá, con la mirada puesta en la punta de sus pies y un mayor número de heridas de guerra mercrominadas adornando sus rodillas.

Resurrección, según y cómo

A las buenas y buenos, queridos y queridas seres y seras virtuales. Hoy me he levantado muy idiotamente correcta y lo de levantado es un decir porque el que no se acuesta tampoco se levanta. Los personajes semi vivos- medio muertos somos así, no tenemos cuerpos a los que cuidar. Esto que tanto me molestó en un principio, me está empezando a gustar, es una liberación muy grande. Y justo ahora que le estoy pillando el punto a la incorporeidad, va mi creadora, loada sea (tengo que hacerle la pelota, en breve sabréis por qué) y dice que lo mismo nos resucita.

Como habla sola y no tengo otra cosa mejor qué hacer que espiar sus patéticas costumbres, he oído lo siguiente: «¡ay!(como lamentándose, tiende al melodrama que no veas), el blog era más gracioso al principio, más espontáneo y natural, echo de menos a mis personajes, los voy a resucitar y retomo la antigua historia».

De haber tenido un corazón verdadero se me hubiera puesto a latir a toda leche y con arritmias, de la emoción a la par que susto por la noticia. Cierto que era lo que yo quería hace poco pero como me ha puesto la contradicción entre los rasgos más destacados de mi carácter, ahora ya no sé si quiero. Creo que no o según. Y no soy la única, que los demás tampoco quieren.

Eva dice que ella el mocho no lo empuña otra vez, que eso era cansadísimo y que para pasarse el día persiguiendo pelusas en casa ajena mejor se queda como está. Toni, menudo elemento dicho sea de paso, sostiene, sin ser Pereira ni nada, que él no está dispuesto a volver a la vida para, nada más llegar, ponerse a trabajar, envejecer mientras trabaja y volverla a palmar. Que le gusta este no ser siendo y que puede pensar, (se cree que no hacer nada y pensar es lo mismo), sin interferencias.

Doña Marga la centenaria pasa ampliamente de resurreciones y en su caso es de comprender, le espera la residencia y el estertor final. El Jacobín no se entera porque es un niño y Patricia, como es muy estirada, no nos dirige la palabra, está un poco rabiosa por tener que compartir zulo con personajes de tan baja estofa. No sé lo que piensa, pero creo que la vuelta a su cotidianidad tampoco le apetece demasiado. Recordad que muy feliz no era y que lloraba tras las puertas.

Conclusión a toda esta chapa que os acabo de soltar: o nos mejora las condiciones vitales y laborales o nos declaramos en huelga personajil y que se escriba a otros. A mí, por ejemplo, que me conceda otro novio, que de Hipólito, el taxista ese que me colocó y del que me hizo enamorarme, ya estoy más que aburrida. Digo yo, como sugerencia,alabada sea mi suma creadora, que Usain Bolt no estaría mal. Y que me ponga otra edad que la que me ha dado es muy mala, muy de crisis vital y corporal. Y que me saque del quiosco que quiero ser inventora y que…

Ya no pierdo más tiempo y voy a escribir la carta, no a los de Alfa Centauri, esa gilipollez también se le ocurrió a ella, si no a mi Reina Maga. Recojo en la carta las peticiones de mis compañeros de andanzas y no solo las mías, solidaria que es la menda.

Ante sus pies me postro señora (qué rastrera puedo llegar a ser).

Adiós.

Teodoro y el pájaro

Cuando Teodoro hacía gimnasia en su jardín lo espiábamos a través del seto. Por reírnos. Teodoro era viejo y para sus ejercicios matinales se ponía en bañador. Levantaba los brazos y hacía molinillos como si fueran dos alas atrofiadas a las que quisiera devolver sus cualidades voladoras. Después echaba el cuerpo hacia delante levantando un poco los talones, también como si quisiera alzar el vuelo. Nada, ni despegaba ni se le arreglaban las alas. Por no tener ni siquiera tenía aspecto de pájaro, más bien de animal terrestre, pesado y torpón.

Fanny, su mujer, sí. Ella sí parecía un pajarito pequeño desplazándose a saltitos por el jardín para satisfacer todos los deseos y necesidades de Teodoro. No habían tenido hijos y Fanny se comportaba como una madre con él porque, pese a lo viejo que era, nunca había dejado de ser un niño fantasioso necesitado de cuidados. Después de su gimnasia, que tanta gracia nos hacía, se pasaba la mañana sentado con la cabeza inclinada sobre sus libros. Leía sobre astronomía, tenía un telescopio en la terraza. Pero antes de que se hiciera de noche y pudiera dedicarse a las estrellas, salía a pasear para ver pájaros.

Cuando nos cruzábamos con él, en vez de mantener la típica conversación de cortesía entre adulto y niños, Teodoro nos hablaba de temas inusuales como fuerzas telúricas, misterios del Universo o los pájaros que se había encontrado, «hoy un petirrojo, tres herrerillos capuchinos, dos mirlos, un pica pinos y varios agatedadores, ¿qué os parece?» Nos parecía un chiflado y nos teníamos que contener para no soltar la carcajada. Todavía nos daba más risa si le daba por hablarnos de la abubilla, el pájaro de sus deseos.

«No la veo, no la veo, sé que hay muchas por aquí porque se comen las orugas procesionarias y esto es zona de pinos y de orugas, pero no se deja ver, es esquiva y solitaria, si por casualidad os encontráis alguna, me avisáis corriendo».

A continuación nos la describía: «tiene un penacho de plumas en la cabeza, como una cresta, un pico largo y curvado, el pecho rojo y las alas de rayas negras y blancas, el que la ha visto no la olvida jamás. Tiene mala fama porque huele mal, utiliza el mal olor como defensa, pero es un pájaro de buen agüero, ¿queréis saber por qué?»

En realidad no queríamos porque no nos importaba nada la abubilla pero él nos lo contaba igual. Al parecer ese ave era la protagonista de un poema persa muy antiguo titulado La conferencia de los pájaros. «Posee el conocimiento secreto del mundo espiritual», nos decía señalando al cielo y levantando su cabeza loca, desde nuestro punto de vista, en dirección al mismo.

Muchas veces le gastábamos la broma de la abubilla. Desde nuestra casa gritábamos, «Teodoro, la abubilla, la abubilla, corre, corre que está subida a un pino y te la pierdes» Siempre se lo creía, pegaba un empujón a la silla, abandonaba el libro de estrellas y se acercaba hasta nuestro seto todo lo rápido que podía. «Pues ya se ha ido pero la hemos visto, tenía la cresta en la cabeza, el pico así como curvo y las alas de rayas», decíamos repitiendo su descripción.

O era muy bueno y nos seguía el juego o era más infantil que nosotros. «Sois niños afortunados, vuestro corazón será ardiente y siempre estará lleno de
esperanza», esa frase, que nos hacía retorcernos de risa en cuanto se iba, formaba parte del poema persa de los pájaros. Fanny también se aproximaba para oírle dando saltitos avícolas, todo lo que él decía lo escuchaba maravillada. Amaba mucho a su marido niño.

Ayer vi una abubilla.

Gracias a la loca

Muy buenos días o buenas tardes o noches o lo que corresponda cuando me estéis leyendo, si es que me estáis leyendo. Ya sé yo que algunos reparten «me gusta» como el que da de comer a las gallinas, de verdad si es que…allá cada cual con sus costumbres. No he venido aquí a criticar, bueno sí, también, pero principalmente he venido a agradecer. Por cierto, soy Esmeralda, esa mujer tan simpática a la par que bellísima. Y nada de agregarme el «para su edad». Bellísima a secas y acabemos con las coletillas.

Sí, esa que tenía un quiosco en el parque del Retiro desde donde pensaba cambiar el mundo y a ella misma y que luego resultó ser un personaje inventado por una loca desde su cocina. Qué chasco, con lo real que me creía yo. A lo mejor vosotros también sois personajes y no lo sabéis. Ahí lo dejo como tema de meditación para lo que queda de verano.

Si acaso no os enteráis de nada os aconsejo que empecéis a leer el blog desde su prehistoria y así sabréis de qué hablo. Que lo llevo claro, me lo temía. Pues yo a lo mío. Decía en el párrafo anterior, tengo una tendencia al desvarío que es de hacérmelo mirar, decía que quería dar las gracias. Y sí, quiero. Gracias a la loca, mira por dónde, porque debido a que me ha congelado o semi matado, me he librado de las vacaciones en familia y del mes de agosto en el apartamento. No quepo en mí de gozo y entono cada cinco minutos el Aleluya, el Gloria y todos los cánticos de alabanza y jolgorio que me sé.

Vosotros no sabéis lo que era eso. Y si acaso tenéis la desgracia de saberlo me entenderéis a la perefección. Vacaciones lo llama algún desequilibrado, ja, ríome por no llorar. Lavadoras a tutiplén, amontonamiento familiar, adolescentes descontrolados (más), sartenes que se pegan (eso es así, todas las sartenes de los apartamentos de alquiler se pegan), colas en los supermercados, calor, vecinos que roncan a través del tabique, niños ajenos que lloran, orquestas que suenan y resuenan, petardos que estallan de madrugada y convivencia extrema que deja corto cualquier deporte de riesgo que os queráis imaginar. El infierno (pagado, para colmo) en la tierra. Todos los años deseaba contraer alguna enfermedad, leve y sin mucho sufrimiento, no nos pasemos, para ser ingresada en un hospital y librarme así de la plaga agosteña.

Pues por eso estoy tan contenta y tan agradecida. Ya sé que en el zulo está el Toni hablando sin cesar del cambio climático y de la destrucción de todo y todos. Como el que oye llover aunque, según él, precisamente llover es lo que ya no vamos a oír nunca más como esto siga así. Ya sé que es una vida rara y sin alicientes pero, ¿y qué?, os aseguro que las vacaciones en familia son mucho peores. Tengo tiempo para pensar y se me han ocurrido varias ideas, todas ellas geniales como no podía ser de otra manera (frase oída a los tertulianos que odio especialmente, a los tertulianos también los odio) que pienso poner en práctica en septiembre.

Solo os avanzo que el grafeno está implicado en casi todos mis proyectos de manera tangencial, sea eso lo que sea, pero ahí está. Tampoco sé por qué tengo esa obsesión con el grafeno pero el caso es que la tengo. Y dicho todo esto, que dudo mucho que nadie se haya leído hasta el final ni hasta la mitad si me apuras, no me apuréis, por favor, me vuelvo al zulo donde se está muy fresco, otra ventaja añadida, antes de que vuelva la demente de mi creadora. A ella si le esperan unas entrañables vacaciones en compañía de los suyos. Que se jorobe. Adiós.

El cumpleaños de Anabel

A mitad de verano, en uno de esos días radiantes de agosto que tienen tanta luz y tanto azul que parecen eternos, como si fuera imposible que el tiempo los atravesara y evolucionara a otoño, Anabel celebraba su cumpleaños.

Ya desde julio hablábamos emocionados del cumpleaños de Anabel, anticipándonos. Porque no era una celebración normal como podían ser las nuestras, con unos cuantos niños, un par de platos con patatas fritas y una tarta en medio para soplar las velas, eso si tenías suerte y te lo celebraban. El mío pasó desapercibido bastantes veces porque muchos años tuvo la mala idea de coincidir con el primer día de colegio.

El caso es que el cumpleaños de Anabel era una fiesta mayúscula y uno de los acontecimientos del verano, casi tanto como la feria o los fuegos artificiales. Todos los niños de los alrededores, a muchos ni los conocíamos, estaban invitados. Se celebraba en el jardín de sus abuelos que era uno de los más bonitos y grandes del pueblo. El abuelo, un señor con aspecto de galán de cine, de piel muy morena que contrastaba con un pelo y unos dientes muy blancos, era muy rico, aunque no sé de dónde le venía esa riqueza. Es inmensamente rico, nos gustaba decir para admirarnos.

En el jardín había muchos escalones y recovecos llenos de rosas, un pozo de piedra ,una piscina, una pista de tenis y un cenador cubierto de hiedra. Justo debajo colocaban una mesa llena de comida, o de manjares, porque aunque lo que hubiera sobre la mesa se pareciera a nuestra tortilla de patata, a nuestras croquetas o a nuestros bocadillos, se trataba sin lugar a dudas de los manjares propios de los inmensamente ricos.

Requisito indispensable era ir disfrazados, lo cual molestaba mucho a mi madre que era poco amiga de que le complicasen la vida más de lo que ya la tenía, pero aún así nos apañaba algún disfraz. Con mis hermanos no había problema, ellos siempre iban de futbolistas del Atleti incluso cuando no había que ir de nada. Y nosotras nos vestíamos de supuestas hadas o princesas, según la imaginación del que nos mirase porque el disfraz siempre era igual: una tela vieja atada a la cintura y uno de los collares de mi madre, o más de uno.

Claro que había niños que llevaban disfraces de verdad, no manufacturados por una madre desganada, pero nos aguantábamos. Para consolarnos nos dejaba sus pinturas. No nos poníamos más carmín, más colorete ni más sombras azuladas porque no nos cabían en la cara. Nuestro ideal de belleza estaba muy lejos del minimalismo.

Era un cumpleaños muy organizado, eso ya no me gustaba tanto, incluso me inquietaba porque todo lo que fuera competir me ponía nerviosa. A mis hermanos sí, ellos disfrutaban y hasta ganaban. Se hacían carreras de sacos, de relevos, el juego de las sillas, el pañuelo y al final una piñata que había que romper pegándole palos con los ojos vendados. Después de tanto esfuerzo ya nos podíamos avalanzar sobre los manjares y correr sin normas por ese jardín de maravillas. Mi madre siempre nos advertía, «por favor no comáis como fieras corrupias que os conozco y va a parecer que pasáis hambre». No hacíamos caso y nos comportábamos como pirañas voraces.

Para redondear la fiesta contrataban a Fermín, un hombre del pueblo muy estrafalario que vivía de poner en la calle un puesto con cachivaches viejos como tijeras, un colador oxidado, una cajita de música, caramelos de menta pegajosos o una regadera. A veces, milagrosamente, vendía algo. También tenía libros sobados, casi todos novelas del oeste o de amores cursis, y fotos de sus familiares difuntos. Cuando alguien se acercaba a mirar, decía señalando las fotos, «que se jodan todos, ya están muertos».

Para el cumpleaños de Anabel se vestía con una capa negra, de vampiro totalmente, y se colocaba muy serio detrás de su mesita. En vez de los cachivaches habituales, los padres de Anabel habían puesto golosinas y él hacía el papel de falso pipero. Se las podíamos comprar a cambio de una piedra o de una hoja. Como nos causaba gran emoción tener a nuestra disposición todos los dulces que quiséramos sin pagar, nos pasábamos la fiesta yendo y viniendo a su puesto. Era un vendedor muy siniestro, nunca se reía ni hacía bromas y nos miraba a todos, niños y mayores, embozado tras su capa, como si eso fuera un teatro del absurdo y él el único y lúcido observador.

Jamás conseguí no estar mala al día siguiente mientras que mis hermanos, de naturaleza más fuerte que la mía, salían intactos aunque hubieran comido lo mismo o más. Me lo pasaba vomitando, con dolor de tripa y una especie de resaca alucinada en la que bailaban niños disfrazados, revoloteaban como polillas los ahora repugnantes manjares, el abuelo galán de cine sonreía con sus dientes destellantes de inmensamente rico y Fermín me perseguía para obligarme a beber tazas y tazas de manzanilla letal.

Ya te advertí que no te pasaras comiendo, me recordaba mi vengativa madre, ella sí de verdad con una taza de la asquerosa infusión en la mano.

Sitio feo

Esto tiene el sitio feo: hierbajos amarillos y resecos, cardos borriqueros, zarzas y flores salvajes, todo mezclado, revuelto, enmarañado y confuso. Plantas mutantes, tan atípicas que parecen sacadas del cuaderno de un botánico loco. Solo un árbol, un álamo de hojas reversibles, verdes por un lado, blancas por el otro, a las que el viento cambia de color cuando se aburre.

Dos mariposas naranjas que vuelan juntas, cuatro pájaros que se han parado a repostar, una lagartija huidiza y un camino polvoriento de tierra seca y sucia que se desvía ondulando, como si estuviera borracho o no tuviera claro si quiere quedarse o largarse hacia terrenos más civilizados. Las espigas son tan altas que bordan la línea del cielo.

Apenas hay gente en el sitio feo, como es feo…De su vegetación desmelenada brota un aliento húmedo y fresco, señal de que escondido en sus tripas vive un arroyo. Por encima lo mira el monte como a un hijo díscolo y un poco pintas y por debajo es él quien mira a los ejemplares jardines de setos recortados, flores formando círculos, ordenados senderos, piedras en fila y césped uniforme.

Espero que a nadie se le ocurra venir con sus peines a embellecer y ordenar mi precioso sitio feo.

(Cuaderno de DM)