He visto un cartel un tanto extraño paseando por las calles de mi barrio. “Grifólogo”, decía. Y al lado, para que no hubiera dudas, el dibujo de un grifo del que cuelga una gota y junto a él la cara de un hombre observando el grifo entre triste y preocupado. Si el grifo gotea es que algo falla y si algo falla en un grifo, ¿a quién recurrirías? Antes de ver el cartel yo hubiera pensado que a un fontanero pero eso era porque no sabía de la existencia de los grifólogos.
De un primer vistazo pasajero no he tenido muy claro a quién representaba la cara del señor preocupado. Podría tratarse del propio grifólogo, meditativo ante el grifo averiado, pero podría tratarse también del dueño del grifo, alguien con problemas al que ya lo único que le faltaba es que se le estropee un grifo, un hombre que no ha dormido en toda la noche por culpa de la gota haciendo “clin-clin-clin” sobre el lavabo, con esa pesadez propia de la gota que cae.
He vuelto atrás y después de observar el cartel de cerca, de lejos y variando los ángulos, como si estuviera contemplado las Meninas, me ha parecido casi con total seguridad que la cara representa al potencial cliente,un ser un poco neurótico, ligeramente triste y vagamente ansioso.
¿Y qué si tú eres así y te pasa todo eso? Para algo se inventaron los grifólogos, para atender a ese sector de la población que además de aguantar como puede sufrimientos anímicos, leves pero crónicos, tiene la mala suerte de que se le estropeen los grifos. Barato no es, pero hay que tener en cuenta la dificultad de su labor, tienen que estar tirados en el suelo en malas posturas manipulando llaves y cañerías y a la vez escuchar penurias y angustias con ese gesto tan empático y ecuánime característico de todo buen grifólogo.
Y después, una vez arreglado el grifo como cualquier otro fontanero, a veces bien y otras mal, dar consuelo y apoyo. Porque los grifólogos no son como esos psicoanalistas vagos que dejan que el paciente hable y hable y a base de sacar miserias que ni sabía que tenía, saque sus propias conclusiones. No, el grifólogo se moja en todos los sentidos , opina, asesora, se mete en terrenos cenagosos y no le importa ensuciarse las manos ni el alma.
Tampoco es partidario de atiborrar a pastillas a los quejosos, anestesiando sus sentimientos y, además, como profesional honesto que es, sabe que eso no se encuentra entre sus competencias. Un buen grifólogo actuará como esos raros amigos que te dan la razón sin que se note, que te dicen que tú no estás mal, que el que está mal es el resto del mundo, que alaba con verdadero afecto tu inteligencia y tu original visión de las cosas y que, si acaso te da un consejo, coincide como por milagro con lo que tú tuvieras pensado hacer o con lo que ya estuvieras haciendo, de tal modo que sientes que el camino elegido es el correcto y tu moral sube al instante impulsado por la levadura grifológica.
Tal vez quieras besar y abrazar al grifólogo pero eso no sería lo adecuado. Limítate mejor a entregarle sus honorarios y a disfrutar de una noche de silencio y paz en lo que a caída de gotas se refiere. Y si acaso le fallaron las dotes de fontanero y la gota sigue haciendo clin-clin-clin sobre el lavabo, irritándote, recuerda que esa irritación por cosa nimia es un rasgo bello de tu única y graciosa personalidad. Que eres un ser delicado, dotado de numerosas virtudes. Recuerda, recuerda todo lo que te dijo el grifólogo mientras se lavaba las manos, te sonreía y palmeaba animosamente tu espalda como el mejor de los amigos que hayas tenido jamás.