El colegio de mis hermanos era el bueno y ellos siempre se estaban chuleando. Tenían por delante un patio para jugar, otro patio por detrás para hacer deportes, un laboratorio en el que destripar ratones y mirar por un microscopio y hasta un salón de actos donde proyectaban una película los viernes, casi siempre de Tarzán. También tenían, en el colmo de los lujos, un padre fundador llamado Pedro Nolasco que se había dedicado a liberar cristianos cautivos por los moros. Les hablaban mucho, a diario, de ese padre fundador alabando sus virtudes y sus obras. Dentro del colegio podía verse una estatua de ese señor con una cadena rota entre las manos, señal de todos los cautivos que había liberado.
Nada que ver con el colegio de las chicas, el nuestro, que era el piso bajo de una casa. Hacíamos el recreo en la calle, corriendo entre señoras que iban a la compra y viejos que tomaban el sol. Por supuesto que no teníamos ni campos deportivos ni laboratorio ni cine ni madre ni padre que lo fundara y del que nos hablaran a diario, así que no podíamos competir con ellos y teníamos que darles la razón en que sí, su colegio era mucho mejor que el nuestro. Hasta que apareció la monja incorrupta y nos salvó de tamaña humillación.
En realidad la monja no era nuestra, estaba enterrada en un convento y, en vez de llevarnos de visita al Museo del Prado, las profesoras decidieron que sería mucho mejor para nuestra cultura y formación, sin punto de comparación, ir a conocer a la beata Ana María de Jesús, copatrona de Madrid para más señas. Nos gustó bastante la idea, nunca habíamos visto nada incorrupto, todo lo que conocíamos tendía a estropearse y mancharse, además perderíamos toda una larga mañana de clase, lo que siempre era de agradecer, y lo más importante, por fin íbamos a tener algo que ellos no.
Por el camino, que hicimos en autocar, no pensábamos ni mucho ni nada en la monja, era un día de primavera y teníamos la sensación de que nos llevaban de excursión a algún lugar bonito. Pero cuando ya estábamos acercándonos a nuestro destino y para que nos centráramos un poco, nos relataron algunos sucesos de la vida de Ana María. Por ejemplo, que le habían buscado un novio para casarla pero ella se había cortado el pelo y desfigurado la boca para repelerlo y poder ser monja. Ahí ya empecé a sentir una ligera aprensión cercana al miedo sobre lo que nos íbamos a encontrar, pero como las otras se partían de risa, pues yo también.
Por suerte para mí y mis pesadillas, a la monja no se le veía la cara, solo le asomaban por debajo de unos ropajes blancos y brillantes unos pies muy negros y unas manos cruzadas también de un color marrón aunque no tanto como los pies. O sea, que dentro de la incorrupción había matices y grados, posiblemente los pies al estar tanto tiempo en contacto con todo lo terrenal, se habían estropeado algo más.
Nos quedamos un rato quietas frente al ataúd, lamentando y agradeciendo a la vez que el rostro estuviera tapado y después de que nos contaran que esa señora tumbada había hecho llover en Madrid después de un largo periodo de sequía, se acabó la visita cultural o lo que fuera aquello. Nunca confesamos a mis hermanos que no le habíamos visto la cara y cuando presumían de instalaciones deportivas , de cine o de padre fundador, les sacábamos a relucir a nuestra monja incorrupta.
Más tarde nos cambiaron a todos a un colegio mixto para que tuviéramos las mismas oportunidades y, sobre todo, para que pudiéramos enamorarnos a nuestras anchas y no sólo en horario extra escolar.