Me apetecía mucho ver a Sara y hablar con ella. De todo el grupo de amigas que éramos, un grupo que ya se ha dispersado y deshecho, ella siempre fue la más acogedora, la que ayudaba a todas las demás, la que se ofrecía a hacer favores y los hacía y además sin darse importancia.
En los grupos se suelen poner etiquetas, no es que esté bien ponerlas porque una persona es algo muy complejo pero se hace casi de forma inconsciente. En este también teníamos la nuestra, más o menos definida y ella, Sara, llevaba la etiqueta de «buena». Es que lo era, la mejor de todas, y no sólo con nosotras, sus amigas de entonces. Era entrañable y solícita con toda la gente de su alrededor, un alrededor bastante amplio.
Mientras pasaba por los sitios que frecuentábamos antes, en especial un bar donde muchas mañanas tomábamos café, me acordé de que Sara solía llevar unos bolsos muy grandes y también recordé lo cansado que resultaba a veces ir con ella por la calle, además de porque andaba muy lentamente porque se iba encontrando con muchos conocidos del barrio que la paraban para contarle sus problemas y como es enfermera también le pedían ayuda práctica, como que tomara la tensión o que pusiera una vacuna. Ella siempre decía que sí y escuchaba abriendo mucho los ojos. Ojos atentos como pocos he visto.
A mí me parecían unos plastas la mayoría y me aburría de oír relatar pesadeces pero me fijaba en ellos para regalarle personajes a otra de las del grupo, que hacía dibujos satíricos y siempre estaba buscando con qué alimentarlos. Un día, en uno de esos cafés nos dibujó a todas en una servilleta, a cada una con nuestro rasgo peculiar destacado, a Sara con su bolso enorme del que sobresalía un bizcocho también enorme y muchos niños colgándole de los brazos, como un árbol lleno de frutos.
Porque Sara hacía unos bizcochos riquísimos y los regalaba. Era una especie de madre universal y no le importaba llevarse al parque o al cine o a su casa a todos los niños, no solo a los suyos, y cuando a última hora íbamos a recogerlos no había estrangulado a ninguno ni tenía cara de querer suicidarse, al contrario, parecía feliz y decía que habían sido buenísimos aunque le hubieran tirado la bomba atómica en el pasillo, de lo cual eran muy capaces.
Llamé por el telefonillo y esperé abajo, junto a un edificio muy feo, gris, que pertenece al Metro pero que tiene delante dos árboles especialmente bonitos o a lo mejor son árboles normales pero es el contraste del gris feo de la fachada con sus ramas verdes lo que aumenta su belleza. Sara estaba más o menos como siempre pero mucho más delgada y con su bolso gigantesco colgado del hombro.
Vamos, dijo sin más, y echó a andar a toda velocidad. Corre, corre, nos da tiempo a cruzar. Cruzamos en rojo corriendo entre los coches y solo cuando ya llegamos al bar me preguntó, «¿y qué tal?» Pero en vez de escuchar con ojos atentos, como yo esperaba y deseaba porque no es fácil encontrar unos ojos así, se puso a contarme su qué tal, que era como son casi todos los quetales una vez que se ha pasado una frontera de edad, con partes buenas, partes normales la mayoría y alguna que otra desgracia para que pidas a gritos la vuelta a la normalidad de la que tanto te estabas quejando.
En realidad eso daba lo mismo, no era lo que me estaba contando lo que me sorprendió si no la indignación con la que lo contaba. Ver y escuchar a Sara tan indignada sí que no me lo esperaba, como tampoco me esperaba que a cada momento dijera esta frase, «qué ganas me están entrando de sacar la catana….» ¡la catana!, a ver si era eso lo que llevaba en ese bolso tan grande y déjate de bizcochos.
Ya me estaba dando hasta un poco de miedo, así que la escuché con ojos especialmente atentos, copiando lo que recordaba de los suyos y me ofrecí a ayudar en lo que necesitara aunque sabía que no necesitaba nada excepto hablar y amenazar con ensartar a unos cuantos en la catana.
Y a la vuelta mientras corríamos otra vez por las calles como si algún monstruo furioso nos persiguiera, el del paso del tiempo, pudiera ser y en ese caso ya podíamos dejar de correr, y otra vez cruzábamos en rojo, dijo algo que todavía me sorprendió más, «si lo llego a saber me hago a los veinte una ligadura de trompas, menudo timo todo» ¿Cómo podía decir eso la madre universal, la mujer árbol de los niños frutos? pues lo dijo.
Y yo que pensaba que la gente cambia poco y que el que es de una manera lo sigue siendo toda su vida, salvo pequeñas alteraciones poco importantes…. Unos días después me encontré por la calle a la de los dibujos satíricos y le dije lo mucho que se había pasado de moda su dibujo aquel de la servilleta, en especial en lo que a Sara se refería.
Ah, bueno, dijo ella fumando, lanzándome el humo a la cara y luego espantándolo con la mano para que se desviara de camino, pero eso no es tan raro y no creo que se haya transformado, en realidad. Lo más seguro es que siempre haya sido así, solo que no lo sabía.
No sé si me convence esa explicación pero a lo mejor tiene razón y hay partes nuestras más verdaderas que las que mostramos y ni siquiera las conocemos. Están ahí, escondidas por nuestros fondos y en cualquier momento emergen y cambiamos los bizcochos por catanas, o al revés, de guerreros sanguinarios pasamos a amorosos reposteros.