Mes: octubre 2017

El vaso marcado

Su casa olía a vapor de eucalipto y también a medicina. A veces olía a comida mezclada con esos otros dos ingredientes. A su familia le gustaba que la casa oliese a comida, en la mía era al contrario. Si por casualidad el olor a guiso se expandía más allá de la cocina, abríamos rápidamente las ventanas para que se esfumara y dejara paso al otro, al de nuestra casa, neutro para nosotros pero no para los demás, todas las casas tenían su propio sello odorífero.

En su casa olía a medicina porque llevaban un tiempo conviviendo con una enfermedad. Algunos vasos estaban marcados con una gruesa raya roja y de ellos no se podía beber, estaban destinados a los enfermos. Dos de sus hermanos y su padre habían estado enfermos pero ya se habían curado. Me daban miedo esos vasos marcados con el color de la sangre y a la vez me atraían, deseaba beber de ellos para faltar a clase. Mi amiga bebía en uno de esos vasos y no iba al colegio desde hacía dos meses. No era posible el contagio solo por hablar con ella o por visitarla pero sí si las salivas se juntaban.

Hacía reposo. Cada tarde íbamos alguna compañera a llevarle los deberes y a explicarle los pormenores del día. Pasaba mucho tiempo tumbada en la cama o recostada en ella, eso era el reposo. Desde su cama podía ver la calle y a la gente que iba y venía. Me parecía envidiable su vida de descanso contemplando la calle, me gustaba ver pasar a los conocidos del barrio sin que se dieran cuenta de que los estaba observando, pero cuando le señalaba a alguno que conocíamos las dos, ella encogía los hombros con indiferencia.

Para que estuviera entretenida le habían regalado un libro de cuentos muy gordo, lo tenía encima de la mesilla, junto al vaso marcado con la raya roja. Una de las historias de ese libro trataba de un niño que no se bañaba porque odiaba frotarse con jabón pero para que no descubrieran su falta de higiene hacía mucha espuma desde fuera de la bañera, sin entrar. Un día una pompa de jabón creció demasiado, lo atrapó y se lo llevó en su interior. Recorrió medio mundo transportado por la burbuja vengativa pero en lugar de disfrutar del viaje y de las vistas, sufría y lloraba porque añoraba su hogar.
En otro libro que yo había leído también había un niño protagonista al que por portarse mal con los animales, un ave migratoria lo enganchaba con el pico y se lo llevaba sobre su lomo, muy lejos. Parecía existir una relación entre el mal comportamiento infantil y los exilios voladores.

A las dos nos fascinaba ese cuento pero por diferentes motivos. A mi amiga le gustaba para desplazarse imaginariamente, miraba con mucho interés las ciudades y paisajes que sobrevolaba el niño atrapado, viajero a la fuerza. A ella el niño le caía mal, decía que era idiota por no saber aprovechar la oportunidad que le estaban dando, no entendía que se trataba de un castigo. A mí me caía bien, comprendía que echara de menos su territorio, que tuviera vértigo y miedo y cuando la pompa jabonosa se pinchaba, justo encima de su casa, me quedaba muy aliviada, como si me estuviera pasando a mí.

Tenía fuertes tentaciones de beber del vaso marcado, de cualquiera de los vasos marcados, pero no me decidía. Cabía la posibilidad de que la enfermedad se desarrollara en mí de manera más dolorosa. Una tarde me decidí a tocar con la punta de los dedos el borde de uno de esos vasos,justo donde me imaginaba que se habían posado los labios. Los apoyé un segundo y los retiré deprisa.

Después estuvimos jugando a las entrevistas, ella era la famosa, viajaba sin parar porque así se lo exigía su profesión, una profesión sin determinar, y se quejaba, para darle credibilidad, de la vida tan ajetreada y nómada que llevaba. Mientras le hacía las preguntas, todas relativas a los sitios que había visitado o pensaba visitar, me dediqué a estudiar mi cuerpo por si la enfermedad se presentaba de repente pero mientras estuve en su cuarto no se presentó. Su madre sí, para avisarme de que me tenía que marchar ya. En el colegio decían que su madre era una mujer muy mística, condición que yo asociaba con la levitación.
La señora mística, caminando normalmente, sin hacer alardes de sus habilidades, me acompañó hasta la puerta y allí me dijo como si fuera una galleta de la suerte hecha mujer: para ser feliz no te busques a ti misma. Lo dijo muy sonriente y de forma natural, como si me hubiera dicho “saluda a tu madre de mi parte”.

Que yo supiera no me buscaba a mí misma porque ya me tenía, así que iba por el buen camino, directa a la felicidad. Por la noche empecé a tiritar, me dieron una aspirina triturada en una cuchara con agua y azúcar. Como al día siguiente seguía teniendo fiebre no fui a clase. Estaba convencida de que me había contagiado por tocar el borde del vaso. Una vida de reposo y relax me esperaba pero ahora ya no estaba tan segura de querer eso.

Desde mi ventana no se veía la calle con gente pasando sino la pared de un patio y cuerdas de tender la ropa. Cerré los ojos, los sonidos cotidianos me llegaban amplificados y molestos. Era extraño que todo siguiera sonando igual pero sin ser yo parte de esos sonidos, sin contribuir a ellos con los míos propios. Temí hallarme en una especie de burbuja como el niño del libro y no poder entrar otra vez a mi sitio habitual, que la burbuja no se pinchara y yo me quedara para siempre frente al patio de tender y escuchando a la fuerza los ruidos diarios, ya ajenos. Solo llevaba una mañana en reposo y ya estaba desesperada por abandonarlo, ¿para qué habría tocado el vaso de la raya? Eso me pasaba por haberme buscado a mí misma, a eso se refería la madre de mi amiga. Nunca sería feliz por haber querido vivir en reposo.

Confesé a mi familia que había tocado el vaso marcado y les avisé para que se fueran preparando porque ahora padecía lo que se llamaba una larga enfermedad y el vaso en el que yo bebiera tendría que estar señalado con algo. Las cosas se habían vuelto muy místicas porque se despegaban del suelo.  Escuché las palabras tonterías, anginas y fiebre. Si te operaban de anginas te daban polos para comer. Quería un polo y que la cama se colocara firme sobre el suelo.

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Paisaje

Libélulas grandes como pájaros iban y venían por el sendero, muy atareadas, con las ideas claras, decididas a ser libélulas con toda intensidad.
Pájaros pequeños como libélulas habían anidado en el largo tronco de un árbol muerto.
Asomaban la cabeza, daban tres saltitos y se escondían otra vez, inseguros de su condición.
La hiedra lo invadía todo y subía por los terraplenes, cubriéndolos.
Una mujer paseaba a un bebé, le iba explicando qué era un árbol, qué era el cielo, qué era un pájaro.
Volvía también ella a sus primeras veces, recuperaba la novedad, el asombro del mundo nombrando sus partes.
Escondido por debajo de las rocas circulaba el río, en paralelo al camino largo de tierra y polvo,al camino seco.
Arriba la ciudad.
En la tienda de recuerdos, los orientales hacían fotos a gatitos de peluche acostados sobre una manta, se enternecían y reían. Probaban los abanicos con gran contento.
Dos mujeres con carros de la compra se habían sentado a descansar en los escalones de un monumento muy visitado. Un guía explicaba sus piedras, sus antiguas utilidades.
Las dos mujeres hablaban de comidas y dolores, indiferentes a los turistas, al guía y al monumento. Les servía para sentarse, tenían confianza con él, era su lugar de reposo cotidiano. Vivían las piedras en presente, al revés que los visitantes, en busca del pasado. Asombrados abrían las bocas, miraban hacia arriba, lo fotografiaban. Las gárgolas miraban hacia abajo, las fauces también abiertas, amenazadoras.
Tres águilas planeaban sobre el sendero, sobre la ciudad con todas sus piedras y seres,tranquilas y lentas, mecidas por el viento, por encima, muy por encima de todo aquello.

Tampoco tan divertido

El padre tiene la cara alargada y un bigote oscuro. La madre tiene la cara muy ancha, ojos azules. Las dos niñas tienen la misma cara ancha y ojos también azules. Los genes del padre, al menos los que dan los rasgos visibles, perdieron en el intercambio. Están comiendo en la terraza de un restaurante, es día festivo. La niña mayor no quiere comer, el padre quiere que coma, quiere que se duerma la niña pequeña, la pequeña no se duerme, la madre mira la pantalla de su teléfono.
El padre es peleón, no ha perdido la esperanza de imponer su voluntad, que una coma, que la otra se duerma. La madre sí la ha perdido o la ha dejado aparcada para otro rato. En los árboles se mueven las hojas, muchas están secas y se caen. Antes de caer se agitan en la rama como si se despidieran. Algunas,más que caer, se precipitan, una muerte fulminante y rápida. Otras se demoran, revolotean un poco, oscilan antes de llegar al suelo, se resisten. La niña mayor observa, señala y dice: falling down. Lo acaba de aprender en el colegio, también sabe decir autumn.

Los padres se ríen mucho, la niña no sabe por qué se ríen pero como intuye que ha sido graciosa se levanta y da vueltas tratando de imitar a las hojas y gritando falling down. Eso ya no está bien, está molestando a los que comen en otras mesas, el padre se enfada, le ordena que se siente, le dice que con ella no se puede bromear porque enseguida se sobrepasa, alarga un tenedor con un trozo de carne hasta su boca.Ella no quiere, está enfadada, no entiende por qué primero se ríen y luego ya no, cierra la boca, niega tozuda con la cabeza.Lleva una camiseta con un pingüino bordado con lentejuelas, el pingüino sube y baja al ritmo de su respiración. A veces sube mucho y también se ensancha porque la niña respira inflando la tripa.
La mesa está pegada al cristal y a través de él se ve un comedor interior y al lado, una sala de juegos con una colchoneta donde otros niños saltan y una piscina de bolas donde se revuelcan. Quiere ir ahí, eso es lo que quiere desde que han llegado.

Cuando comas, contesta el padre acercando de nuevo el tenedor. La carne entra en la boca y da vueltas dentro durante mucho rato. La niña mira la sala de sus deseos, la carne se le ha hecho bola, no puede tragarla, llora. La pequeña también llora, por sueño o por solidaridad y de un manotazo tira un vaso con zumo sobre los pantalones del padre.

La madre que te parió, dice el padre intentando contener el río de zumo que baja en cascada desde la mesa hasta su pierna y desde allí hasta el suelo. Falling down, dice la madre cuyos genes cara ancha han sido vencedores.  El pingüino sube y baja en la tripa de la niña, brillando de forma intermitente.

El padre se está hartando, desea un rato de paz y ese deseo se impone, poderoso, al de control y educación. Podéis ir a jugar, concede. La mayor sujeta en brazos a la pequeña y bajan tambaleantes un tramo de escaleras. Puede que se caigan pero con un poco de suerte no se caen, calibra la madre, con un poco de suerte no les pasa nada y ellos dos pueden terminar de comer con tranquilidad. No se han caído pero vuelven enseguida, casi al instante. Padre cara fina avisa con un codazo a madre cara ancha: ya están aquí.

No era tan divertido que digamos, dice la niña, sentándose. Acaba de comprobar que las cosas suelen ser mejor vistas de lejos y en la imaginación. Desde la silla mira la sala de juegos a través del cristal, ahora con cierto desdén.

Las hojas se caen a ratos y a ratos dejan de caerse. Sujetas a la rama se mueven a uno y otro lado diciendo adiós como reinas a sus súbditos invisibles.

La madre mira el móvil, el padre mira las hojas, la hermana pequeña se duerme en los brazos del padre.

El pingüino de lentejuelas engorda y adelgaza, engorda y adelgaza. A ratos brilla y a ratos no.

No tan divertido que digamos, dice de nuevo la niña como si estuviera revelando el pensamiento de todos. Después rompe en trocitos muy pequeños una servilleta de papel y con ellos hace caminos.

Bordadora de mundos

He dejado al Jacobín en el colegio y después a la Morganina en la nube. No en la nube de internet, todavía no se pueden almacenar ahí a los niños, lo siento por los padres que tuvieran puesto en ello sus esperanzas. Tampoco es la nube del cielo, que anda escaso de ellas, es su aula de iniciación a la escolarizcaión, se llama así, La Nube.
Les inician en socializar y compartir, la Morganina lo hace muy bien, no es arisca ni retraída como lo era su hermano, tampoco amenaza a nadie con rugidos prehistóricos. En cuanto llega se lanza sobre el primer instrumento musical que ve y lo aporrea sin ton ni son.

«Hay que compartir para ser feliiiizzzzz», les canta una y otra vez su iniciadora educanta en medio de un jaleo de llantos, mocos y gritos que pa qué. Pero si ya casi saben. Los piojos, por ejemplo, mira tú qué bien se los han sabido repartir con equidad, no hay cabeza en la nube tres, y me supongo que en la uno y en la dos será lo mismo, que no tenga los suyos propios, incluso los han compartido más allá de su propio territorio enun acto de generosidad que ya quisieran muchos. Yo también tengo los míos y como quiero ser feliz más que nada en este mundo me he ido al quiosco a compartirlos con la Esme.

Lo que he visto ya de lejos me ha dejado pelín preocupada, la Esme estaba cosiendo, venga puntada para arriba y puntada para abajo.

No me digas Esme que te has dado otra vez a la costura, no es lo tuyo, nunca lo fue, no intentes ser quién no eres.

Se lo he dicho porque me aburre que cosa, no me hace caso, de ahí mis intentos por desviarla de su labor.

Calla, que me confundo, me ha contestado sin dejar de dar puntadas y contando cuadraditos. Ya está, ya tengo el tejado y ahora voy a poner las gotas cayendo. Estoy bordando un lugar en otoño, en verano lo bordé de verano y tengo ya preparado el modelo de invierno, después el de la primavera.

Mira qué bien, igualita que el Vivaldi con tus cuatro estaciones y en tiempo real. Precioso y muy aburrido también. Ya nunca emprendemos, antes no me gustaban tus líos pero ahora los echo en falta, así somos los seres humanos, que no nos aclaramos.

Pero ella, ni caso,  sigue bordando muy desquiciada. Es su manera de hacer cualquier cosa, con desquicie y ansiedad.

En este lugar de tela, el otoño es como debe de ser, hay humedad en los prados, las hojas mullidas y de bellos colores alfombran la tierra, las gentes se quedan en sus casas tan felices comiendo castañas asadas y viendo llover tras los cristales, llueve normal, sin inundaciones, las presas se llenan, huele a vegetación mojada, a nadie le da por enarbolar nada ni por entonar cantos patrióticos de ningún tipo y las ardillas se trepan a los árboles. Mira qué graciosa esta con una nuez dentro de la boca.

Me pienso quedar en mi otoño de ficción hasta que acabe el de verdad. Y cuando llegue el invierno me paso al otro trapo, le voy a poner nieve blanca y azul, mucha, mucha, que lo sepulte todo y haga del paisaje un lugar mágico y silencioso, ¿te quieres quedar conmigo?, anda, pasa, que te hago sitio.

Vale, Esme, pues entro. Soy muy facilona.

Me he quedado porque tenía pinta de que se iba a estar bien, luego no tanto, la Esme me daba codazos. Pero así son los paraísos, es poner el pie en ellos y empiezan las pegas, ya me lo sé de otras veces.

Línea Circular

Le falta compasión a este autobús, nos lleva dando tumbos en su tripa caliente sin sentir la menor empatía por ninguno de nosotros

¿Cómo no compadecerse de la mujer de piernas descarnadas que se hunden en un par de enormes zapatones, cómo no sentir piedad de esos mismos zapatos o de la cara de bruto del de la camiseta de la Universidad de Yale?

Es un insensible este Circular, no le importa nada la chica de la melena larga y las zapatillas sucias a la caza de miradas que le confirmen su belleza ni el hombre que va pisándose los cordones de los zapatos.
Están tan indefensos esos cordones arrastrados y pisados que no entiendo cómo el C1 no se conmueve, aunque sea un poco.

Nada de compasión, todo lo contrario, de un brusco frenazo acaba de empujar hacia delante a ese que va leyendo «La inutilidad del sufrimiento» y al niño gordo de la mega palmera de chocolate lo ha estampado contra una de sus ventanillas.

Ni lo más mínimo le importan todos nuestros cuellos doblados sobre los teléfonos en busca de sucedáneos de vida, nuestros ojos ciegos de estrellas, nuestra pequeñez en la que metemos a presión tantas ansias y deseos.

Nos tiene manía y hasta un poco de asco. Esos movimientos entrecortados con los que se está deteniendo parecen nauseas.

Sí, son nauseas,abre su boca azul y con una fuerte arcada nos vomita sobre el asfalto.