Alegría: ¡un charco!
Mes: diciembre 2017
Todo estaba lleno de dioses
Pablo Dorado tenía un amigo que tocaba la guitarra, los dos habían crecido juntos, en un barrio al otro lado de la M-30 , al que se llegaba cruzando un puente. Por debajo de ese puente,en una ciudad soñada, debería haber pasado un río. En la nuestra real lo único que pasaba era el tráfico de coches.
El amigo acompañaba algunos días a Pablo hasta la puerta de clase pero no entraba, se quedaba fuera, en la plaza delantera, tocando la guitarra toda la mañana. Desde las ventanas, por las que mirábamos mucho, lo veíamos sentado en uno de los bancos junto a otros seres típicos de las plazas urbanas: palomas del color del asfalto, algunos viejos en las horas centrales de la mañana y un grupo de borrachos vagabundos que habían hecho del lugar su asentamiento. Dormían sobre los bancos, tapados con cartones y cuando se despertaban se lavaban en la fuente, bebían vino de tetra brik y se peleaban o reían enseñando sus encías melladas. A uno de ellos le gustaba leer, solía tener un libro al lado de los zapatos que se quitaba para dormir.
«Según Tales de Mileto, no el hombre sino el agua es la realidad de todas las cosas», dijo Nuria, la que nos daba filosofía. En ese momento empezó a caer del cielo gris una lluvia muy fina y fría, de esas que pueden transformarse en nieve a poco que se esfuercen. Nos reímos todos por la coincidencia, había dicho agua y se había puesto a llover, no es que tuviera mucha gracia pero la cuestión era reírse por algo y ahuyentar el sueño y a los presocráticos. Ignorando nuestras risas, Nuria siguió hablando, «Tales también decía que todas las cosas están llenas de dioses».
Qué chorrada, me dijo Maitena al oído y otra vez nos reímos. Aunque no entendía lo que había querido decir Tales de Mileto, la frase me gustó. Imaginé pequeños diosecillos, similares a insectos, pululando dentro y alrededor de cada cosa. Era bonito y un poco asqueroso a la vez. Por suerte no se veían, igual que no se ven los ácaros de las sábanas y gracias a eso se duerme en paz. Los dioses tenían la delicadeza de no mostrarse para dejarnos vivir. Todo eso también era una chorrada, había que reconocerlo, así que seguí alternando la visión a través de la ventana con el perfil de Pablo Dorado. Me gustaba mucho su nuez prominente en un cuello muy largo y delgado y el dibujo de su boca.
La lluvia, que caía suave pero persistente en pequeñas gotas punzantes como alfileres, no disuadía al amigo de Dorado que seguía en el banco tocando la guitarra, los rizos cayéndole sobre la cara. Tampoco los borrachos modificaron sus costumbres por un poco de agua helada, solo las palomas volaron a refugiarse en el alero del edificio de enfrente y se quedaron allí, acurrucadas y puestas en fila como una cenefa aviar.
Al parecer todos los presocráticos estaban muy obsesionados con averiguar el principio de todo, en griego se llamaba arché, seguramente creían que acertando con el inicio entenderían toda la continuación. Para Anaxámenes ese principio era el aire, para Heráclito, el fuego, y para Anaximandro lo indefinido o indeterminado. Este último me hizo gracia, me daba la sensación de que se había quedado sin elementos, porque ya se los habían quitado los otros y dijo lo indeterminado por salir del paso. Además, ¿quién podía rebatir ese argumento tan poco concreto? Era el más listo Anaximandro, me cayó bien.
Alternando con las gotas, caía también un poco de agua nieve y aunque no llegaba a la categoría de copos, la esperanza de ver los tejados blancos en una ciudad donde raramente nieva nos tenía a todos más pendientes de la ventana que de las explicaciones de la de filosofía. En el edificio de enfrente, por debajo de las palomas en fila, una mujer se asomó a una ventana y sacudió con mucha energía una alfombra. Como si con ese movimiento hubiera abierto la compuerta de la nieve cayeron los primeros copos.
«El mundo fluye permanentemente, no es posible descender dos veces al mismo río, tocar dos veces una substancia mortal en el mismo estado…», decía Nuria que decía Heráclito. No era posible mirar dos veces el mismo perfil de Dorado, en la siguiente mirada ya no sería igual aunque sí me lo pareciera. Resultaba inquietante.
Qué coñazo de clase, me dijo Maitena, ¿qué hora es, crees que cuajará la nieve? Mira al amigo de Dorado, qué flipao, sigue tocando la guitarra, ¿qué estará tocando? Oye, ¿te has fijado en que el borracho de las barbas es igual que Tales de Mileto? Era verdad, en el libro venía un dibujo de Tales y se parecían mucho. El del parque estaba más viejo y desvencijado pero es que habían pasado muchos años. Además era el que leía libros, todo cuadraba, era Tales o su reencarnación.
«…por el ímpetu y la velocidad de los cambios se dispersa y nuevamente se reúne y viene y desparece», ¿habéis entendido lo que quiso decir Heráclito?, insistía la de filosofía.
Sí, más o menos, que estábamos fluyendo, cambiando siempre, en transformación continua. Fuera nevaba ya sin dudas, bailaban los copos en una silenciosa danza que mareaba y fascinaba a la vez. Tales y sus colegas vagabundos habían cambiado el ágora por la más cálida boca del metro buscando cobijo y el amigo de Dorado, con sus rizos y su guitarra, nos hacía gestos desde el banco señalando la nieve y daba entusiasmados saltos de simio loco.
Y todo, todo estaba lleno de dioses pequeños, algunos benévolos, otros malignos. Dioses culos inquietos que se aburrían de ver lo mismo y por eso empujaban a las cosas, nos empujaban a nosotros con ellas y no nos dejaban ni nos dejarían nunca permanecer ni seguir siendo los mismos.
Ropa tendida
A los buenos días y feliz Navidad. Anda que… me he vuelto políticamente correcta y todo. Pues no, es postureo, es que me obligan (ya permite la Rae postureo, qué bien, antes no me atrevía). Yo diría otras cosas más interesantes y menos manidas pero la que mueve mis hilos lo ha decidido así y aquí me tenéis, cual títere. Qué pena. Y encima para hablar de un libro que ha escrito otra, no yo. Con la de novelas propias que tengo, porque yo me las escribo en una tarde casi sin darme cuenta, me escriben ellas a mí, podría decirse y que tenga que estar aquí, hablando de libro ajeno y desando felices fiestas…me van a tener que pagar luego un psiquiatra para que me desaloje el estrés postraumático.
Seré rápida que ya sé que estáis muy ocupados preparando el menú para poneros lo más torreznos posibles. No sé que tendrá que ver la celebración del nacimiento de Jesús o la del solsticio de invierno, para los no creyentes, con comer hasta reventar, pero esa es otra cuestión. A lo que iba. Resulta que una amiga de la odiosa, sí, alguna amiga tiene, ha publicado un libro que se llama «Ropa tendida», ahora ya veis la conexión con el título de la entrada, si aquí todo tiene un motivo. Y el título del libro también lo tiene, se debe a que su autora es muy aficionada a fotografiar coladas, ella sabrá por qué. Dentro del libro hay ocho relatos muy bien escritos, qué rabia me da reconocerlo, pero es verdad, no posverdad ( permitida también, qué alivio) y cada uno, cada relato, va precedido de una foto de una colada que tiene relación con lo que se narra.
Estaréis pensando, ¿otro de tus timos, Esme? No, yo no gano nada esta vez, lo cual me tiene indignada porque no me gusta hacer nada sin otear beneficios. Pero vosotros sí podéis ganar si os dais prisa en adquirirlo. Mira, me ha quedado igualito que al que vende bragas en el mercadillo cuando grita, «corra, señora, que se me acaban».
Pues lo mismo os digo, sed rápidos porque ¿qué mejor regalo para ese cuñado que nunca lee que el libro de relatos de una desconocida? La cara que se le va a quedar cuando abra el envoltorio y vea «Ropa tendida» (Ocho coladas) Patricia Lodín Velázquez, que así se llama la autora. Esa expresión de cabreo contenido pero manifiesto no tiene precio, os lo digo de verdad. Y así por extensión a cualquier otro miembro de vuestro adorable clan familiar.
El susodicho libro lo podéis ver y también comprar aquí, en piezas azules editorial. Clicad, clicad en piezas, que también nos deja la Rae clicar.
Ya no puedo más,de verdad, lo que está una obligada a hacer, ahora además vendedora de enciclopedias. Se acabó la publicidad. Voy a mandar yo también por las editoriales mis novelas totales y vanguardistas a ver si me las publican y entonces sí que voy a hacer otra entrada, bastante más larga y más currada, hablando única y exclusivamente de mí. Y nada de Feliz Navidad ni leches, a palo seco.
Que no os pase nada. Nada malo, se entiende. Muy bueno tampoco. Me daría rabia. Adiós.
Pablo Abest
El otoño se estaba yendo, ya apenas quedaban hojas en los árboles, y los días estaban vestidos de una luz blanca y helada. Se estaba yendo y no nos había pasado nada relacionado con esa estación, los charcos, la luna, la aventura y el misterio. Tendríamos que esperar al invierno que ya estaba a punto de llegar.
Íbamos a clase todas las mañanas por el mismo camino, primero pasábamos por delante de una casa con cuatro lagartos de piedra sujetando sus esquinas, nos encantaba esa casa y siempre nos parábamos a levantar la cabeza y mirar. Un poco más adelante estaba la frutería llamada, con gran lógica comercial, «Comed mucha fruta». Maitena decía que parecía un consejo bíblico del estilo de «pedid y se os dará». Comprábamos dos manzanas rojas, más por lo bonitas y brillantes que eran que porque nos las quisiéramos comer. Un frutero con cara de malas pulgas nos las entregaba dentro de una bolsa de papel y seguíamos caminando cuesta abajo hasta la plaza donde estaba nuestro colegio. Antes de llegar teníamos que pasar por el escaparate de la tienda de ropa «Corte Elegante».
Era una tienda muy fea y nos gustaba mirar lo que exhibían para vestir imaginariamente a nuestros profesores y a los compañeros que nos caían mal. En casi todas las ropas expuestas, a cual peor, había prendida una etiqueta en la que estaba escrito con mayúsculas y entre exclamaciones, ¡MÁS COLORES!, ¡MÁS TALLAS!, como si fueran unos sádicos de las ropas feas y no tuvieran bastante con un modelo de cada.
En la puerta del colegio nos esperaba Sandra, tan delgadita y nerviosa, siempre tenía frío y se estaba frotando las manos aun con los guantes puestos. Sus guantes eran de lana azul, llenos de bolillas. En clase se entretenía arrancándolas una a una y después formaba una bola grande con todas ellas que tiraba a la papelera al salir. Mientras sus manos se ocupaban en ese trabajo, su mente volaba como una polilla alrededor de Jesús, del cual seguía enamoradísima. O flasheada, según Maitena.
Pero ahora, a diferencia de al principio cuando todavía albergaba la esperanza de ser correspondida, ya sabía que eso no pasaría nunca porque él se lo había dicho. Se quería quitar de encima ese amor que le daba sufrimiento pero no podía. Los amores no eran como las bolitas de la lana que con tanta paciencia iba arrancando de los guantes o como un parásito al que se puede exterminar .
No, el amor una vez que entraba y tomaba posesión, no obedecía a ningún empeño, no se iba hasta que se disolvía de forma natural porque le había llegado el tiempo de la disolución. La fuerza de voluntad tenía poco que hacer en esos casos. Nos daba un poco de pena la tristeza enamorada de Sandra pero también nos aburría porque una persona flasehada y desesperanzada no era una compañía divertida.
A primera hora tocaba latín y el profesor, que también era nuestro tutor, un hombre muy bajito con zapatos que no llegaban a ser de tacón pero casi, pasaba lista. Cuando oíamos nuestro nombre teníamos que contestar con la palabra latina, «adsum», que quería decir presente. Si el nombre pronunciado no estaba en clase era el propio profesor el que después de esperar unos instantes contestaba «abest», ausente, y a continuación anotaba algo en la lista con gesto contrariado. Había un nombre que le contrariaba mucho porque siempre estaba abest. Nos tenía muy intrigadas, estábamos deseando conocer a Pablo Dorado Abest.
Y un día lo conocimos. Uno de nuestros compañeros dio un codazo a otro y dijo, «mira, tío, ha venido Dorado». En ese instante sonó el timbre que anunciaba que las puertas iban a abrirse y todos fuimos entrando a empujones, también el abest para dejar de serlo. Cuando el de latín pasó lista, Pablo Dorado levantó la mano, no sabía decir Adsum.
Pero sí sabía lo que quería, lo tenía muy claro. Su sueño era ser barrendero. O jardinero, una de dos, los dos oficios le atraían. O mejor todavía, quería ser jardinero barredor. Maitena lo miró extasiada y yo también, tanto que temí que nos estuviéramos flasheando a la par. Y Sandra también lo temió, dejó de arrancar bolitas a los guantes y miró con desconfianza a Pablo y a nosotras con preocupación.
Una de esas mañanas, en nuestro recorrido habitual, mientras nos parábamos a observar los lagartos de piedra, a leer el consejo bíblico comercial de «comed mucha fruta», a obedecerlo comprando dos manzanas y a vestir imaginariamente a nuestros conocidos odiados con la ropa fea, Maitena dijo, «¿verdad que no es nada anodino? y no hizo falta que me dijera a quién se refería porque estaba claro que era a Dorado Abest.
No creas que le va a ser fácil conseguir lo que quiere, no le van a dejar, añadió luego. Dicho así me pareció una tontería, ¿cómo no iba a conseguir ser barrendero o jardinero barredor si eso era mucho más fácil que ser cirujano, por ejemplo? Pero tenía un poco de razón porque los sueños modestos cuando uno no está destinado a ellos son más difíciles de alcanzar que los elevados. Aunque, ¿quién decide qué es un sueño elevado y qué no, dónde está el medidor de sueños?
Había un chaleco de rombos de colores en el escaparate y decidimos que era perfecto para el de latín. Nos dio tanta risa imaginar su cuerpo retaco vestido con ese chaleco y pronunciando sin cesar sus adsum y abest, cual si fuera un muñeco latino diabólico, que nos olvidamos de los sueños imposibles de Dorado, de los sueños imposibles en general y con el ataque de risa las manzanas se cayeron de la bolsa de papel y rodaron rojas y brillantes cuesta abajo, por el asfalto.
Taller misterioso
En el misterioso taller del invierno
los árboles fabrican a escondidas
verdes secretos.
La diosa tranquilita
Se acabó el puente para bien o para mal, lo digo por si alguno se ha despistado. Hemos estado en nuestro pueblo, el Toni pretendía huir de las masas pero le ha salido mal la jugada. Estaba hasta los topes de personas deseosas de vivir una experiencia rural, ellos lo llaman así, y desconectar de sus trajines diarios. Tanta gente desconectando a la vez ha dado como resultado colas, aglomeraciones y hasta atascos, más o menos como en Madrid pero con más frío y paisaje rústico alrededor.
Muy bien, majos. A mí el pueblo no me gusta cuando se comporta como tal, con su soledad, sus viejos del palillo en las esquinas, sus campanas lúgubres y sus perros ladrando, de preferencia por las noches.
Al Toni sí, por eso se subía por las paredes y por los riscos, venga que si la humanidad es peor que la plaga de la langosta, que ya no hay suelo que se libre de las pezuñas de la multitud y que como le estropeen su monte se suicida. Lo de siempre, vamos. Furibundo el hombre.
Total, que como ya os imagináis porque siempre sigo el mismo esquema, antes de enfrentarme al lunes y a la siesa de la aspiradora, qué manía nos tenemos esa máquina y yo, me he pasado a saludar brevemente a la Esme.
¿Y qué tal estos días de fiesta?, le he preguntado sin pretender ser original.
Muy bien, tranquilita, me ha respondido ella.
Me alegro mucho, Esme, no puedo decir lo mismo, el pueblo estaba lleno y eso al Toni le ha puesto…
¿Cómo que te alegras? se me pone ella, ¿es que todavía no sabes que cuando alguien te dice «muy bien, tranquilito» el mensaje oculto que te está transmitiendo es que se ha aburrido hasta la desesperación? Lo que pasa es que nadie lo quiere reconocer. Lo peor que le puede pasar a un ser humano de nuestros días es que se aburra y, todavía peor, que se lo noten. Nadie lo confiesa ni bajo tortura. El porqué no lo sé pero está muy mal visto, es de perdedores.
Esme, me estás liando, ¿te has aburrido entonces sí o no?
En plan tranquilo he estado. Todo muy bien, muy correcto, muy en orden, muy armonioso. Hasta he puesto el árbol de Navidad. Luego lo he mirado fijamente y he pensado contemplando las piñas purpurinadas, qué bajo has caído, Esmeralda, solo te falta amasar pan cantando una alegre cancioncilla. Y ya está, no tengo más que añadir.
Bueno sí, espera, también he visto pasar muchos autobuses y mientras lo hacía he comprendido lo de las vacas que miran al tren. Las Esmes urbanas miramos los autobuses ¿Qué más? Se han caído las hojas, muchas, un no parar de despelotarse los árboles. Ah, y un macetero a mi vecina. Casi mata a unos transeuntes. Después han venido los bomberos y han acordonado la zona. Uno de ellos estaba muy fornido y vistoso pero me ha dado exactamente lo mismo y he seguido mirando los autobuses.
Qué raro, Esme. Pero si tú llevas a la Afrodita en tu interior, ¿ni una miradita al bombero?
No, pasando mucho. La Afrodita que antes me habitaba ha debido de hacer mudanza. Ahora ya no sé qué diosa me vive dentro. Puede que ninguna. La tranquilita, me estoy temiendo, ¿o será la coñazo?, ¿existirá? Míralo en el libro de las diosas de cada mujer. Ni siquiera tengo ganas de inventar. Pero, ¿por qué te marchas? Sí, ya, que llegas tarde, excusas . Es que te aburro, te aburre mi tranquilita interior, desde cuándo eres tú puntual. Quédate un poco más, venga, podemos mirar juntas cómo surcan el asfalto los autobuses azules, es entretenido. Y tranquilito.
Completamente tío Víctor
No sé en qué momento exacto me convertí en mi propio tío, será porque no existe ese momento, porque uno no se convierte en otro de una forma rápida y repentina. Volverse otro lleva tiempo y trabajo. Lleva años de lentas, inapreciables transformaciones. Hasta que un día, y ahí si hay un momento exacto, uno se da cuenta: es otro. Hoy me he dado cuenta. Ha sido al salir del metro, eran las ocho de la tarde, hacía mucho frío y no encontraba el guante derecho. Iba rebuscando por los bolsillos cuando he visto a mi sobrino Pablo, sin abrigo, sentado en el respaldo de un banco de la plaza, y he pensado, «otra vez este, se pasa el día en la calle, ¿qué hará a estas horas y con este frío ahí sentado y sin abrigo?», y eso que tiene en la mano, ¿es un cigarro? Así que fuma, qué pájaro».
Ha sido en ese instante cuando he pensado, «ay, Dios, soy mi tío Víctor». Ese mismo tío al que de adolescente odiaba porque me lo encontraba a todas horas y en los momentos más inoportunos. Ese tío del que decía escondiéndome, «joder, mi tío otra vez, qué plasta, está en todos lados».
De pequeño lo quería mucho, lo adoraba. Era el único que vivía todavía en la casa de los abuelos. Cuando me dejaban allí algunas tardes, el tío Víctor tiraba una manta al suelo, yo me tumbaba encima y él me arrastraba a toda velocidad por el pasillo. Ese juego se llamaba la alfombra mágica. También desmontaba el sofá para construir un refugio y dentro, escondidos bajo la cúpula de almohadones, me daba monedas de chocolate. O entrábamos en el dormitorio grande que el tío Víctor llamaba «la gruta» poniendo una voz terrorífica, para enfrentarnos a las fieras. Decía que allí escondidos había animales hambrientos, deseosos de devorar niños que tuvieran un remolino en el centro del pelo y hoyuelos en las mejillas. Esas características mías eran los manjares preferidos de las bestias. Yo pasaba miedo verdadero. Para ahuyentarlas, el tío Víctor les tendía trampas imaginarias, peleaba furioso contra el aire y así me salvaba cada tarde de los monstruos sibaritas.
Luego nos separamos, crecí y sólo nos veíamos una o dos veces al año en alguna reunión familiar. A él le gustaba recordarme esos juegos infantiles, a mí me hacía gracia pero al mismo tiempo me daba vergüenza y hubiera preferido que no me lo recordara. Hasta que al llegar la adolescencia empecé a encontrármelo por la calle. A todas horas.
Si estaba fumando mis primeros y furtivos cigarros, ahí se aparecía el tío Víctor con su maletín de trabajo, un maletín que él llamaba el ataché, palabra que me sonaba a estornudo y que me parecía ridícula, tan ridícula y anticuada como ese mismo maletín. Si estaba besando a alguna chica, casualmente torcía la esquina el tío Víctor con sus gafitas redondas. Esas mismas gafas o unas iguales le tiré a un estanque, sin querer, de un impulsivo manotazo, un día que me llevó al parque. Allí se quedaron sumergidas entre los peces naranjas, los palos, las hojas y las migas de pan. No se enfadó, era muy paciente. Sin gafas su cara parecía aún más bondadosa pero también desprotegida, vulnerable.
Cómo odié luego ese mismo rostro paciente y bondadoso. Odié al maldito tío Víctor y su manera de ocupar las calles que yo empezaba a transitar con libertad. No había manera de faltar a clase o de ligar o de beber sin ser descubierto por mi omnipresente tío, ¿lo hacía adrede? Los dos fingíamos que no nos habíamos visto pero los dos sabíamos que sí y que estábamos fingiendo. Qué incómodo.
Y ahora soy yo mi propio tío Víctor, lo he sabido por ese gesto apenas esbozado en la cara de mi sobrino sentado en el respaldo del banco, un gesto muy sútil pero que al momento he interpretado como, «el pesado de mi tío otra vez, está en todas partes». Omnipresente yo también. He recordado que Pablo de pequeño me hizo un regalo en uno de mis cumpleaños, un librito diminuto con las hojas grapadas que tituló «Libro de seres». Dentro, en cada una de las hojas había dibujado un ser. Algunos solo eran figuras geométricas, como el ser cuadrado, un simple cuadrado con un ojo en el centro. He tenido muchas ganas de recordárselo, de acercarme y decirle, ¿te acuerdas del libro de seres, del ser cuadrado?
Pero me he comportado como se hubiera comportado el tío Víctor, porque ya soy él, he puesto cara de despistado y he pasado por delante de Pablo deprisa, mirando para otro lado, sin saludar, con un solo guante y rebuscando el otro por los bolsillos. Ridículo y anticuado a sus ojos, estoy seguro. Completamente tío Víctor.