Era tan densa la niebla que mientras cruzábamos el puente no veíamos su final. Me gustaría estar siempre así, sin ver, dijo Sandra. Solía decir cosas de ese estilo, desconcertantes. No contestamos, la niebla nos volvía silenciosos y también un poco gaseosos. Seguimos avanzando en fila fantasmal, guiadas por Dorado, hasta que desembocamos en un barrio de grandes bloques rectangulares con muchas ventanas, cada una de un color, y balcones abarrotados por los más diversos trastos, como si a las viviendas se les hubieran salido las tripas. Al girar la cabeza y mirar hacia atrás ya no se veía el puente, la niebla lo había borrado, y más allá de esos edificios tampoco se veía nada más.
Ahora vamos a pasar por un parque, mi casa está justo enfrente, ya falta menos para llegar a mi mansión, dijo riéndose. Al llegar al parque unos rayos de sol fueron haciéndole rayas a la niebla hasta disolverla casi del todo y como si se abriera un telón se nos mostró el territorio completo.
Unos viejos jugaban a la petanca y en uno de los bancos, rizos y guitarra, estaba Víctor, el amigo de Dorado. Me dio la impresión de que habitaba de forma mágica todos y cada uno de los parques por los que pasábamos. Como hablaba muy poco no teníamos claro si era muy listo o todo lo contrario. También podía ser un callado normal pero las opciones intermedias no solían gustarnos.
Dorado le dijo que íbamos a su casa a estudiar Historia para el examen. Pringaos, contestó él y sin añadir más se puso a tocar «no woman, no cry». Cantaba y tocaba bastante mal pero la cara que ponía, de mucha concentración y ojos entrecerrados, correspondía a la de un virtuoso entregado a su arte. Si le quitabas el sonido era muy buen músico.
Cuando terminó hizo la siguiente declaración, «la música es mi vida, no sé hacer nada más». A continuación miró hacia las acacias -eran de esas con muchas espinas y unas vainas negras colgando de las ramas- esperando nuestra reacción. Pensé que era tonto casi seguro o a lo mejor nos estaba tomando el pelo porque cuando ya nos alejábamos oí que nos volvía a llamar pringados y se reía.
Pues ya hemos llegado, aquí vivo yo, nos aclaró muy feliz Dorado abriendo la puerta de su «mansión». Me gustó que no se avergonzara de vivir en una casa pequeña y más bien fea y también que al pasar por delante del bar Jumar, llamado así por sus dos dueños, Julián y Martín, hubiera dicho como si fuera algo muy natural, y para mí lo era, que le deprimían mucho los nombres formados por la unión de otros dos.
Dentro de la casa, que se parecía en su mobiliario un poco a la mía, con uno de esos muebles centrales llenos de fotos familiares, estaba su abuela sentada en un sillón viendo la tele. Cuánta juventú, dijo con acento andaluz y luego sin apartar la vista de su programa y moviendo la mano para que pasáramos rápido por delante, añadió, ¡ay, la juventú, qué alegre y alocá! A sus pies dormitaba un perrita negra que moviendo el rabo se vino con nosotros a la cocina, alegre y alocada ella también.
Habíamos empezado a sentarnos alrededor de la mesa y a sacar los libros cuando llamaron a la puerta. Era Víctor que debía de haberse aburrido ya del banco y del silencio de las acacias espinosas. Al entrar en la cocina pisó sin querer a la perrita en una pata. Perdón, de verdad, perdón, Anabel, es que no te he visto, se puso a decirle como si ella entendiera perfectamente sus disculpas verbales. Busqué la mirada de Maitena para reírnos juntas, era muy graciosa la situación.
Pero no me hizo caso ni compartió mi risa ¿Anabel?, ¡Anabel Lee!, exclamó muy loca. Y sacando a relucir todo su dramatismo, se llevó una mano al corazón, echó hacia atrás la cabeza y soltó una de sus risas ígneas. Es uno de mis poemas de amor preferidos…
Mentirosa…a mí nunca me había hablado de él y mira que me había recomendado lecturas, pero Dorado se lo había tragado, tenía a la Anabel canina en brazos y mientras ella le lamía los dedos de la mano, miraba embobado a Maitena.
O a lo mejor era cierto que era su poema preferido, ella tenía inquietudes verdaderas, no como yo que sólo decía que las tenía pero muchas veces leyendo poesía me entraba sueño ¿Y Dorado ?, ¿las tendría?, ¿conocería también a Anabel Lee o el poema le daba lo mismo y era la garganta de Maitena y su manera de reír y de apasionarse lo que hacía que no despegara sus ojos de ella?
Sandra se había puesto a pasar las hojas de su libro hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás y a resoplar diciendo, es mucho, es mucho, qué tochaco, no nos va a dar tiempo ¿empezamos ya? Como no empezábamos se dedicó a arrancarse bolitas de la chaqueta y a comerse las ya muy comidas uñas. Víctor volvió a la carga con Bob Marley. Cuando cantaba, entre entrecerrado y entrecerrado de ojos, me lanzaba miradas cargadas de ocultos significados. Para no tener que descifrarlos aunque en realidad ya los había descifrado, me concentré en los azulejos de flores marrones.
Mientras estudiaba su pauta,uno blanco, otro con flor grande, otro con flor pequeña , otro blanco, pensé que sería horrible que el amor que yo sintiera, que todos los amores que llegara a sentir, nunca acertaran a posarse sobre el destinatario adecuado y se quedaran vagando, dando tumbos, desgastándose hasta consumirse ellos solos por falta de correspondencia. Y que lo que yo recibiera fuera el amor de otros, justo de todos aquellos que no me interesaban y lo tuviera que espantar y también se quedará vagando sufriente y desamparado hasta extinguirse.
No sabía quién era Anabel Lee pero intuía que a ella no le había pasado eso porque si le hubiera pasado no sería la protagonista de un poema de amor. Tuve envidia.