Mes: marzo 2018
Las dueñas
Me di cuenta por primera vez de mi situación social una tarde de finales de invierno en la plaza del Conde del Valle Suchil. Yo estaba allí de paso, lejos de mi casa y de mi lugar habitual de juegos. Tres niñas vestidas con un uniforme escolar, yo nunca había llevado y me gustaban mucho, me parecían elegantes, entraron corriendo en la plaza, ocuparon su centro, invadieron los columpios solo para utilizarlos de forma rápida y con mucha fuerza, como si los torturasen, saltaron dejándolos solos y acelerados y se desplazaron hacia la zona de bancos. No llevaban abrigo aunque hacía frío, se sentaron en un banco y miraron la plaza con desdén de hastiadas propietarias.
La mayor tenía una melena por encima de los hombros, con flequillo, la del medio era la más guapa y la pequeña se parecía a la mayor pero con el pelo rizado y revuelto y llevaba en una de las manos una bolsa de caramelos. La abrió y empezaron a comerlos, eran unos caramelos de un tipo que yo nunca había visto: naranjas y negros, de formas extrañas. Los mordían un poco y después los escupían con hartazgo. No quería que se dieran cuenta de que las estaba mirando pero ellas se daban cuenta de todo, en especial la mayor, la del flequillo, cuyo principal interés parecía ser el control del territorio.
Vinieron las tres hacia donde yo estaba y la mayor me dijo mostrándome la bolsa, “son caramelos noruegos, nuestro padre viaja mucho allí, ¿quieres probar?” Acepté uno, era mejor de aspecto que de sabor pero no lo escupí como habían hecho ellas, no tenía tanta confianza con los caramelos nórdicos como para eso. Me preguntaron el nombre y los dos apellidos mientras me inspeccionaban pero no me dijeron los suyos. Nunca nadie me había examinado así, con tanta minuciosidad. Me sentí culpable de algo sin saber en concreto de qué y con los defectos expuestos, a la vista.
La mayor ya casi tenía decidido el veredicto pero aún tenía alguna duda. Iniciaron un interrogatorio como si fueran mis empleadoras y quisieran contratarme. Me preguntaron a qué colegio iba y en qué trabajaba mi padre. Les dije el nombre de mi colegio y como mi padre trabajaba en una oficina y eso me pareció muy aburrido le cambié el lugar por una fábrica. Desde mi punto de vista era mucho mejor, más grande. A ellas no debían opinar lo musmo porque se rieron intercambiando miradas. A continuación me preguntaron dónde vivía y cuántas habitaciones tenía mi casa. Les di los datos ya con un poco de temor . Dudas resueltas. Acababan de clasificarme.
La pequeña, escarbando la tierra con el zapato, me dijo, ¿sabes que nuestro padre hizo esta plaza? Y ahora es el presidente, por eso no te puedes sentar en este banco ni tampoco en ese. Me levanté pero antes de irme le di un tortazo a la mediana, a lo mejor porque me pareció la más inofensiva. No intentaron devolverme la torta, solo me llamaron paleta. Me fui fingiendo victoria hasta la parada del 21 donde me estaban esperando.
Estuve muchos días pensando en esas tres, en la cara bellísima de la mediana, tenía la piel muy blanca y mi torta le había dejado una marca roja, en la manera de hablar alargando mucho las eses de la mayor, en la mirada burlona de la pequeña, en ese padre que viajaba a Noruega, en los caramelos exóticos, en que no llevaban abrigo, en sus uniformes elegantes, en que parecían las dueñas, no solo de esa plaza, del mundo entero; de los plátanos de sombra, de los nidos que había dentro, de los gorriones, de las palomas que se lanzaban en picado, de los autobuses y los taxis, de las fuentes, de todos los edificios altos y bajos, de las nubes, del viento que las movía, del cielo, y de todas y cada una de las ventanas con todo lo que guardan por delante y por detrás. Eran dueñas con naturalidad de dueñas, acostumbradas a serlo, porque sí, de nacimiento.
El arte de no hacer ni caso
Ay señor, qué semana más aburrida. Sin días históricos con los que desfogarnos las mujeres, sin parar de llover y por lo tanto sin pisar los parques y jardines, con lo que eso entretiene. Con los niños desesperados de tanto encierro subiéndose por las lámparas (literal) y con la jefa que ha dejado de escribir y se pasa el día vagando por la casa como hada en pena o como hada sin cencerro, la que más os guste de las dos.
La gente se trastorna mucho cuando le quitan sus rutinas preferidas y la Patricia cuando no escribe se me vuelve como loca, a su manera. No es una loca estilo la Esme, aparatosa, es una loca a lo fino, como reconcentrada y con cara de mucho penar interno ¿Y por qué no escribirá?, me estaba preguntando yo. En su mesilla de noche he encontrado el motivo esta mañana: se lo ha mandado un libro. Se titula «El arte de callar» y lo escribió un señor abate allá por el año mil setecientos. Las antiguallas que mete entre pecho y espalda esta mujer, he pensado, pero lo he abierto por pasar el rato.
Esto he leído, así, para empezar «hay quién escribe por escribir como los hay que hablan por hablar. No hay ingenio ni propósito, el mundo se llena de libros estériles e infructuosos. Son autores, diréis, han escrito un libro. Mejor decir que han estropeado papel, además de haber perdido su tiempo», toma del frasco con el simpático del Dinouart, que ese es su nombre.
Y sigue el amable hombre desde su monasterio, la casa donde habitan los abates, «la extraña enfermedad de escribir y de leer lo que se escribe, que nos atormenta desde hace tiempo, sigue agravándose cada día. Los autores nacen como los champiñones y por desgracia la mayoría tienen las mismas cualidades», me ha dado risa al imaginarme el susto que se llevaría este señor si aterrizara en nuestros días contemporáneos.
Como veréis yo no soy tan acatanta de órdenes como mi jefa y además de escribirlo aquí se lo he contado por teléfono a la Esme para desobedecer también por vía oral. Digo, Esme, maja, que ha dicho un abate que nos callemos y que contengamos la pluma ( él dice pluma, ya os he dicho que el libro es una antigualla).
No sé de qué pluma me hablas, pero si te digo la verdad tampoco me importa demasiado, estoy aquí con mi blog de los fracasos que me acaba de entrar el primer comentario desde hace meses, es de Vladimir Vladimirovich, más conocido como Putin, siempre me comentan los mismos, qué rollo. Y qué escueto, solo dice: «Yo no he sido». Le voy a contestar ahora mismito, mira, chato, excusatio non petita…¿cómo seguía la frase esa? ahora no me acuerdo, accusatio…
He tenido que colgar dejándola con los latines en la boca porque he visto aproximarse a la Patricia con esa cara de malas pulgas que le da a a ella el refrenamiento de pluma o de teclado. Si es que no siempre hay que hacer caso a los abates, qué más le dará a él si la mujer es feliz soltando sus cosillas.Pues como yo soltando las mías. Esto se llama el arte de no hacer ni caso. Champiñón más, champiñón menos…si además todo esto va a desaparecer, que también lo dice él, «así se consumirá totalmente algún día esa innumerable cantidad de de libros de cuyo nacimiento dan cuenta los periódicos y de la que ya no quedará ni rastro. Aprended, pequeñas obras, a morir sin murmurar». Pues eso.
Li-bre
Orlando tenía unos brazos así, bien pero que bien fuertes, y los ojos verdes, muy verdes, dijo la tía Nieves sin venir a cuento cuando ya estaban empezando a tomar el postre. Lo dijo mirando al vacío o más bien a una franja de luz llena de motas de polvo que se filtraba por la ventana. Y hoy no he bebido, que quede claro.
Era un hombre fornido, a mí me gustan los hombres fuertes, que se note que son hombres, los enclenques no son para mí. Se arrepintió al instante de haber dicho eso porque justo enfrente tenía sentado a un representante de hombre enclenque, el marido de su hermana Marta. No se había dado por aludido, menos mal. Era la ventaja de que nadie le hiciera caso. A veces la tía Nieves se preguntaba si la escuchaban cuando hablaba aunque con el jaleo que había en esa mesa tampoco era de extrañar que nadie se hubiera enterado de lo que acababa de decir. Familia de folloneros, pensó.
Subiendo un poco más el tono de voz volvió a la carga. Orlando, qué hombre, le gustaba montar a caballo al lado del mar, alguna vez me llevó pero a mí los caballos me dan respeto, yo me quedaba sentada en un banco del paseo marítimo, mirando. Esa zona estaba llena de flores de todos los colores y abajo el mar con su oleaje y Orlando cabalgando junto a la orilla y las flores con su perfume… Ahora sí la había escuchado alguien, unos cuantos, los sobrinos jóvenes que estaban sentados al fondo.
Se reían escandalosamente como los descerebrados que eran y les había oído decir, «ya está flipando la tía Snows», bah, qué sabrían ellos de historias de amor si todavía no habían ni empezado a vivir. Con suerte tendrían una a lo largo de sus vidas o puede que ninguna. Había gente que no tenía ninguna, que jamás experimentaba la pasión ni llegaba a arder con su llama. Su hermana, por ejemplo, tantos años primero de noviazgo tranquilo y luego de matrimonio más tranquilo todavía con el enclenque…eso no se podía llamar amor, no como ella lo entendía. Qué pasión podían sentir esos dos, como mucho la de compartir el flan como estaban haciendo ahora. Aunque nunca se sabía, la tía Nieves los observó intentando imaginarlos en su intimidad, pero desechó sus pensamientos por demasiado perturbadores.
El padre, el de Orlando, era agregado cultural en una embajada, pero ahora no recuerdo en cuál. Tenían una casa cerca de Lisboa, una señora casa, no un piso, una casa con un jardín lleno de árboles frutales y parterres. Y una fuente con nenúfares, cuántas veces nos sentamos en su borde a contemplar el atardecer mientras nos besábamos y besábamos y besábamos…¿Pero de eso cuántos años hace?, le preguntó su hermana interrumpiendo el besatorio.
Ya empezaban con las dataciones, en esa familia todo tenía que fecharse o no se quedaban tranquilos, eran como historiadores de ellos mismos y hasta que no lo tenían todo acotado en el tiempo y bien colocado no descansaban.
A ella le daba lo mismo, las fechas nunca se le quedaban, los recuerdos estaban por ahí, yendo y viniendo a su antojo como pájaros, a veces se posaban cerca y después desparecían, emigraban, volvían al cabo del tiempo. Mejor así, no le gustaba encerrarlos. Por eso no precisó, por eso y porque no lo sabía.
Hará veinte años o treinta o puede que más o menos, no me acuerdo, tampoco es tan importante. Lo que sí sé es que tenía unos ojos maravillosos, llenos de luz, y una voz profunda que con solo pronunciar mi nombre no sé cómo explicaros, dijo acariciándose los brazos…De nuevo las risas de los jovenzuelos tontainas y otra pregunta inoportuna de una de las niñas, “¿y qué pasó después, por qué no seguiste con él?”.
Esa era la siguiente manía por orden de aparición: primero fechar y después conocer el desenlace cuando resulta que justo el desenlace es siempre lo menos interesante. Era aventurero, eso pasó, dijo con total naturalidad, como si ese dato lo aclarara todo. Y para ella lo aclaraba, no se imaginaba a Orlando sentado en esa mesa ruidosa comiéndose un flan y con una servilleta blanca sobre los muslos. No se lo quería ni imaginar.
¿Orlando no es el título de un libro?, su hermana otra vez, qué pesada. Me suena mucho. Para qué quieres más, el enclenque ya se había lanzado a buscarlo en google y declamaba muy satisfecho como si lo hubiera escrito él, “Orlando Furioso, de Ludovico Ariosto, poema épico caballaresco cuya redacción definitiva se publicó en 1532”
“¿Y el tuyo también era furioso, tía? La niña, mira qué rica. Y más risas.
No diría yo que furioso sea la palabra exacta, la palabra exacta sería… no la dijo, no la encontraba y además había venido un nuevo recuerdo alado batiendo el aire con fuerza.
También salí con un italiano, se llamaba Franchesco, nombre que significa hombre libre. Al decir esto miró al enclenque que se estaba quedando dormido con los ojos abiertos, tenía esa habilidad. La franja de luz se había desplazado y lo iluminaba como se hace con los monologuistas en un teatro. Solo que su cuñado no decía nada, era un monologuista mudo. Y soso.
Libre, repitió la tía Nieves. Li-bre, silabeó disfrutando de partir en dos la palabra como si así la liberará también a ella al dejar que por ese hueco entre las sílabas se escapara parte del significado. Una miga de pan hecha bola lanzada por uno de los chicos aterrizó en su copa de vino y le salpicó de rojo la blusa blanca.
Sibi
El primer arrebato le dió una mañana de lluvia. El agua caía sobre el suelo del patio haciendo un ruido de pequeñas patitas, muchas pequeñas patitas caminando a la vez. Sibi estaba en la cocina guisando un pollo. Cuando terminó, recogió, limpió, dobló el trapo de secar y, como estaba un poco húmedo, lo colocó sobre el radiador. Se quedó un rato alisándolo con las manos, tenía pena pero no sabia por qué, alisar el trapo era como alisarse su propia pena. Escuchó con atención el golpear de las patitas, parecía que querían entrar, que a su manera le estaban pidiendo que abriera.
Dejó en paz el trapo, abrió la ventana obedeciendo a la lluvia, sintió el frío de la calle y el olor a tierra mojada y con una rabia que no sabía que tenía, estampó el contenido de la cazuela sobre el suelo. Un pajarito llamado lavandera se acercó a saltos, picoteó uno de los muslos del pollo y después una rodaja de zanahoria. Sibi miró al pájaro y observó que de las ramas de los árboles colgaban gotas como cristales brillantes. Era un adorno muy bonito y le hubiera gustado tenerlo para ella, como pendientes, por ejemplo. La pena se había apaciguado pero al ver la comida que acababa de preparar tirada en el suelo comprendió que algo raro le había pasado, algo que escapaba a su control. Tuvo la certeza de que ese algo indomesticable se iba a quedar ya para siempre.
Lloró apoyando la cabeza entre los brazos, el pelo rojo y rizado extendido sobre la mesa de la cocina. Lloró y lloró temblando, acompañada por el agua de lluvia, por esas gotas suaves y persistentes que ya no eran patitas que le pedían auxilio, eran voces suaves que decían, «pobre, Sibi, pobre, pobre», consolándola. Cuando terminó de llorar se comió una mandarina. Las gotas colgaban de las ramas, brillantes. Alisó de nuevo el trapo con las manos unas cuantas veces.