Un escueto mensaje, «¿nos vemos el miércoles?» y después otro, sin esperar respuesta, » a las ocho, en el bar del medio». No es muy buen augurio, pocos sitios tan cutres como ese bar, su única ventaja es que está situado, pues eso, en medio. Sonia escribe «ok» y coloca un pulgar hacia arriba. Le molesta que haya dado por hecho que va a querer quedar, pero no lo suficiente como para decir que no.
El miércoles piensa desde por la mañana qué se va a poner, elige los pantalones negros con las botas de tacón y un jersey naranja. Se peina con coleta pero luego se la quita y se la vuelve a poner y de nuevo se la quita. Al final sale con el pelo suelto. Hace mucho frío y bastante viento y por eso entra nada más llegar aunque él todavía no está.
Mientras espera apoyada en la barra se reafirma en su idea de que ese bar es horrible. La plancha donde hacen las tostadas está renegrida, a su lado hay un bol lleno a rebosar de una pasta amarilla que parece mantequilla y un trapo grisáceo, arrugado y viejo, con el que limpian o más bien ensucian todavía más la plancha. Bajo el mostrador se alinean exhibiéndose distintos alimentos de aspecto repulsivo, en ninguno de ellos falta la decoración con trozos de ajo y todos están cuajados en una capa de grasa naranja, del mismo color que su jersey.
Daniel llega media hora tarde, eso tampoco es buena señal. No se disculpa, parece despistado y con prisa, como si tuviera muchas tareas más interesantes y urgentes que hacer y ese encuentro, que él mismo ha propuesto, fuera un incordio. Sonia no protesta por el retraso, es tan guapo que deslumbra, su belleza aturde e impide pensar con claridad. Se fija en que lleva una mochila de cuero nueva y también en que sus dedos han empezado a tamborilear nerviosos sobre la mesa. Los dedos son feos, descarnados, de mordedor de uñas, y destacan de forma especial cuando se apoya la mano en la cara.
Bueno y qué, dice él, riendo, ¿cómo te va?
A Sonia la risa le parece falsa y estúpida pero contesta que todo bien, como siempre, igual. Al momento se arrepiente de haber dicho tan poca cosa y como siente vergüenza de lo pobre de su conversación, de lo rutinario de su vida sin novedades, se pone a mirar las paredes. Así ve el cuadro. Nunca se había fijado en ese cuadro y eso que es enorme y además está resaltado por un foco de luz. Representa una tormenta en el mar, dos anacrónicos barcos de vela naufragan entre violentas olas verdes.
Daniel le toca una mano con sus dedos feos y empieza a hablar de la ropa de entretiempo. Escucha entre incrédula y asombrada esperando que pronto la conversación dé un giro que explique por qué después de seis meses sin verse se reencuentran en ese bar horrible para hablar de ropa y de entretiempos. Pero no hay giro ni explicación.
«En invierno te pones abrigo y en verano vas con camisa pero ¿y en el entretiempo?», de verdad parece preocupado por tal cuestión. También dice palabras como ratito, amalgama o estupendamente. No es que sean palabras muy raras pero sí en su boca, no son suyas.
¿Estás con alguien?, le pregunta él entonces dejando de tocar su mano y dando un gran trago a su cerveza.
Sonia dice la verdad, no está con nadie. Es horrendo el cuadro de la tormenta verde como también la luz que lanza la lámpara y que ilumina con crueldad los choricillos en aceite, los callos y unas bolas de carne. Horrendo y deprimente. Sonia se siente recubierta de una tristeza sucia y de forma inconsciente se sacude las mangas del jersey.
No tenía que haber dicho la verdad, qué tonta es. Oye la voz de su compañera de piso que siempre le está diciendo, «espabila, Sonia, tía, que te la juegan». A Daniel le llama » ese» nunca por su nombre. Ni se te ocurra volver a quedar con «ese». Pero se le ha ocurrido y ahora lo tiene ahí, enfrente.
Ese se acerca para besarla pero en vez de encontrarse las dos bocas, lo que se encuentran son sus narices. Él se ríe como si hubiera sido gracioso y no tuviera importancia la aparición de un obstáculo inesperado, pero ella sabe que sí la tiene. Está con alguien aunque no se lo haya dicho, alguien a quién le preocupa la ropa de entretiempo, que utilizaba las palabras amalgama, ratito y estupendamente y con una nariz más pequeña que la suya.
Daniel mira el teléfono, se tiene que marchar. Ya en la calle, se cuelga la mochila nueva, de la que parece estar muy orgulloso, le lanza un meloso «cuídate» y sus dedos feos le acarician la cara como se toca a un animal familiar, con cariño y distracción.
El viento mueve el pelo de Sonia, se lo coloca por delante de la cara, le tapa los ojos, el viento la empuja por detrás como si quisiera llevársela rápido de allí. Baja las escaleras del metro pensando en el choque nasal, no le va a decir a su compañera que ha estado con «ese». Ni a nadie. Está mareada, como si de verdad llevara un rato naufragando dentro de enormes olas verdes.