Mes: septiembre 2018

Sin sufrimiento

Iba a hacer un comentario sobre los animales, por no decir alimañas, que pueblan últimamente este blog, -moscas y ratas, qué asquito-, pero mejor me callo ya que hoy me han sacado de paseo. De repente, en vez de abrir los ojos y encontrarme dentro del armario con el Ulises de Homero a cuestas, estaba haciendo la compra en el supermercado. Anda que… para eso ya me podía haber quedado donde estaba. Quería vida, pues ¡toma vida! con todas sus prosaicas consecuencias.

No sé si es por la falta de costumbre pero me ha resultado muy difícil esta tarea tan cotidiana, sobre todo cuando he llegado al momento huevos. He empezado a leer los envases y, ¡señor de todos los cielos!, pero si es más difícil que hacer un máster verdadero.
Ya iba a elegir los huevos de gallinas camperas, me sonaba bien, como a día de fiesta bajo una sombra arbolada, cuando he visto que al lado estaban los de «gallinas en el suelo». Se ve que las camperas no necesariamente están por el suelo, puede que vivan subidas a un palo o en compartimentos estancos. Alrededor de ellas habrá campo pero no para su disfrute, pobres.

Digo, venga, pues los del suelo, que correteen las chiquillas y puedan tomar impulso para darse picotazos las unas a las otras. Ya los iba a echar al carro pero entonces he visto otro envase en el que ponía, «huevos de gallinas en libertad» y, como persona o personaje enjaulado que he sido y soy, rápidamente me he solidarizado.

Pero tampoco han sido esos los definitivos porque había otra modalidad más: huevos de gallinas sin sufrimiento. No me voy a llevar los de la libertad sabiendo que, aunque libres, puede que las ponedoras estén deprimidas. No serían ni las primeras ni las segundas que pudiendo hacer lo que quieren son infelices. He escogido los de sin sufrimiento, pero al rato ya me estaba arrepintiendo. A ver si van a ser ahora las gallinas más felices que yo, qué rabia me estaba dando.

Esto lo iba pensando mientras empujaba un carro díscolo, de esos que si tú los llevas hacia la derecha se te tuercen en dirección izquierda ¡Que quiero ir donde la miel, idiota!, le he gritado.
Ya no me acordaba de que en sociedad no se debe hablar sola ni tampoco con un carro. Con grandes esfuerzos y risitas a mis espaldas he llegado hasta el siguiente dilema: miel de mil flores,(nada menos que mil, ¿las habrán contado?) con denominación de origen de la Alcarria, de la granja ( ¿será la misma que la de las gallinas por el suelo?), con limón, con azahar, hecha toda en España (para patriotas) y del abuelo. En el bote sale dibujado un señor viejo con boina. Me he llevado esa, la del ficticio yayo apicultor.

Después de dejar la compra en casa, he ido al quiosco a enfrentarme a otro mal trago: los coleccionables de planeta de agostini. Por si os interesa, tenéis una fiel reproducción de la máscara de Tutankhamón, fácil de montar y con materiales de primera calidad. «El antiguo egipto al detalle», no lo digo yo, lo dice el cartón. Muy útil para ir a comprar huevos sin que nadie te reconozca.

Quién fuera gallina. Sin sufrimiento, claro.

Abundancia

La rata Lucrecia está muy contenta desde que se cambió de casa. Cada vez que asoma el hocico y los bigotes por las rendijas de su nueva alcantarilla, montañas de regalos la están esperando alrededor de los contenedores.
Esta madrugada, por ejemplo, ha encontrado media hamburguesa bien gorda, con sus patatas fritas de guarnición y de postre un yogur con frutas del bosque, ¿qué cosa será bosque?

Después de llenarse la panza ha descansado un rato sobre un colchón desechado cubierto de deliciosos efluvios, colocado ahí para su solaz y recreo.
Mientras estaba tumbada  en mitad del colchón, observando la luz de las farolas y tres estrellas borrosas y meditaba sobre su ratil condición, ha pensado en la suerte que tiene.

Gracias y gracias, ha dicho royendo uno de los rebordes del colchón. Ayer aprendió que el primer paso hacia la felicidad es el agradecimiento. Estaba escrito en otro de los regalos, un libro titulado, “El arte de ser feliz en cinco pasos”. Después de leer el primer capítulo, se comió el segundo y el tercero y con el cuarto y quinto se hizo una colcha de papel. Ya refresca en las madrugadas.

Y por si encontrar los más variados presentes solo con poner las patas en la calle no bastara, tiene otro motivo más para estar alegre: a su alcantarilla le ha salido una flor. Es diminuta y nada aromática pero ondea cuando hace viento cual bandera vegetal de su patria subterránea.

Gracias y gracias, ha repetido en voz alta antes de ponerse a masticar, muy afanosa, un revoltijo de cables.Tiene que darse prisa, ya empiezan a llegar las otras ratas desde alcantarillas peor comunicadas y los más desgraciados de los humanos a rebuscar entre los tesoros.

Con los cables en la boca se sumerge de nuevo en su cloaca, feliz y agradecida de chapotear en la abundancia.

Última sesión

Le contó este sueño al terapeuta: estaba de parto, empujaba pero el niño no salía. No sentía dolor pero sí tenía que hacer mucho esfuerzo, se cansaba. Una figura masculina vino a ayudarle, no hacía nada, solo estar presente con amabilidad. Por fin el niño salió. Lo cogió en brazos, era bonito, sano, lo acunó y en ese momento se despertó.
El terapeuta le dijo que ese sueño era la mejor de las señales y que con él podían dar por finalizadas las sesiones, ese recién nacido le representaba a él, por fin había logrado sacar a la luz a su niño dañado y estaba en disposición de cuidarlo y protegerlo. Era un hombre nuevo, liberado de todo el mal recibido en la infancia y fortalecido porque lo había podido superar. Se sintió muy bien, ya podía empezar a vivir siendo de verdad él mismo, las heridas cicatrizadas,  renovado, ya podía empezar a ser feliz.

En la calle hacía una temperatura cálida y suave, el día era luminoso,  los niños salían del colegio con sus zapatos recién estrenados. Se acordó de cómo odiaba esos zapatos colegiales que aprisionaban sus pies y de la rabia que sentía cuando se los tenía que poner, igual que sentía rabia cuando llevaba un jersey que picaba o un pantalón demasiado ajustado. El recuerdo de los zapatos le llevó hasta el zapatero, se llamaba Enrique aunque en el rótulo de la tienda hubiera escrito para darse importancia,  “Zapatos Enrico”. Un poco más tarde, envalentonado, añadió entre paréntesis, (di Palermo).

A Enrico, que seguramente nunca había estado en Palermo,  iban  todos los niños del barrio, sobre todo en septiembre, cuando empezaba el curso.  En el centro de la tienda había puesto tres balancines de madera en forma de animal: una cebra, un caballlo y un tigre. A él le gustaba el tigre y a su hermana la cebra. Una alfombra rectangular y estrecha daba la vuelta a la tienda. Solían correr por la alfombra, a veces con un zapato sí y otro no, otras descalzos, o caminaban despacio, con miedo y un poco de aprensión, la cabeza dirigida hacia el calzado  nuevo y enemigo.

Su hermana pidió durante muchos años unos zapatos de flamenca, blancos con lunares azules pero nunca se los compraron.  De la cara de Enrico no se acordaba pero sí de la de  su ayudante, una mujer muy delgada, de rizos morenos,  que era la que iba y venía sacando cajas,  la falda se le escurría y también las medias. Un día los vieron besándose a primera hora de la mañana, antes de abrir la tienda, y se rieron mucho porque Enrico les parecía un hombre viejo aunque tal vez tuviera cuarenta años o menos.  Los animales de madera se fueron  volvieron cochambrosos y también la alfombra, raída y calva. Más tarde la zapatería cerró y en su lugar pusieron una academia para preparar oposiciones.

En el barrio también había otra tienda con nombre italiano, se llamaba Tutto, era un local diminuto en el que se vendían  revistas, periódicos, pan, patatas fritas, bollos y golosinas. El dueño, un hombre gordo,  leía utilizando una lupa. A Tutto iba siempre con su grupo de amigos a la salida de clase, o a la hora del recreo cuando ya les dejaban salir fuera del recinto del colegio, se agolpaban en la puerta y volvían loco a Tutto, le toqueteaban las revistas, se las desordenaban, montaban mucho jaleo y él soltaba la lupa, nervioso, sin saber qué hacer con esa tropa invasora adicta a los bollos de chocolate gigantes ¿Y por qué se estaba acordando ahora de todo eso? No lo sabía pero estaba contento, ya no tenía que volver más a terapia. Se encontraba muy bien, ya no sentía tristeza ni angustia, tenía ganas de hacer cosas nuevas, de viajar, de reformar la casa. Había dejado de posponer o, como decía el terapeuta, y cuando lo decía a él le parecía que masticaba algo duro, de procastinar.

Atravesó el parque, las cotorras argentinas se estaban dando un atracón de higos, se paró a mirarlas dentro de la higuera, tan verdes como ella, rompiendo la fruta con sus duros picos, dejando al descubierto la pulpa roja. Ya no le dolía la espalda y caminar volvía a ser placentero, como antes.

Pero entonces sintió esa punzada inesperada y violenta que le atravesó  el pecho, tan fuerte que casi ni podía respirar y en medio de ese dolor y de ese miedo,  pensó, «no me jodas que me voy a morir ahora,  justo ahora que me acaba de nacer el niño» Y de nuevo se acordó de los tres animales de madera de la tienda de Enrico y del impulso loco con el que su hermana y él se balanceaban sobre ellos, a punto de salir catapultados hacia el escaparate,  un escaparate donde había un mecanismo giratorio y los zapatos infantiles, colocados sobre él, daban vueltas y vueltas.

La mosca es una fingidora

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Este animalito no es una avispa ni una abeja, solo les ha robado el traje para asustar. Con ese disfraz puesto finge que es peligrosa y capaz de picar. Así se puede dedicar tranquilamente y sin que la molesten a lo que más le gusta: libar el néctar de las flores.

En realidad es una mosca cernidora , también conocida como sírfido. Experta voladora, puede mantenerse suspendida en el aire -eso significa cernir en zoología-, o cambiar de dirección y velocidad sin girar el cuerpo.
Enamorada de las flores, se la puede encontrar donde ellas estén.
Esta mosca es, como el poeta de Pessoa, una fingidora.

La vuelta

Soca y Rubiales están igual de blancos que cuando empezó el verano. O puede que más. Blancos y flacos. Como dos hojas de papel con bermudas y camisetas dadas de sí, caminan por la calle en dirección al parque, las manos en los bolsillos, las cabezas gachas. Sólo han pisado la piscina un par de días, los justos y necesarios para comprobar que allí no se les ha perdido nada.

El primero de esos dos días, Soca le dio un codazo a Rubiales y le dijo, «los mismos del año pasado, tío». Y era verdad. Eran los mismos: las mesas de jugadores de cartas, abstraídos en lo suyo, los socorristas atléticos rodeados de niñas enamoradas, los chicos gordos tirándose de bomba, incansables, como pequeños cetáceos clorados, las madres con niños pequeños y el grupo de mujeres registradoras de la propiedad.

Son esas que analizan quién ha engordado y cuánto, quién ha crecido y cómo, quién se ha emparejado y con quién, quién ha enfermado y de qué, quién ha muerto, cuándo y por qué y quién ha nacido. Todos los cambios humanos los observan con minuciosidad para comentarlos a continuación.Sin pasar tampoco por alto los orográficos, como calvas en el césped, levantamiento de baldosas, desniveles en los escalones y cualquier tipo de erosión territorial no deseada.

Así que el segundo día, después de darse un desganado chapuzón, de que la más simpática de las registradoras les dijera unas cuantas veces que estaban muy altos y las más cotilla les preguntara por las notas, cuestión a la que Rubiales no tenía ningunas ganas de responder, Soca le dio a su colega un segundo codazo con propuesta añadida, ¿pirateamos el wifi?

Sin dudarlo, Rubiales agarró su toalla de una punta y Soca la suya de otra y arrastrándolas se fueron los dos por el callejón. Dos figuras desgarbadas, ni niños ni jóvenes, con el objetivo de pasar el verano en un lugar de nadie, al fondo del pasillo del primer piso.

El suelo vibraba un poco con el sonido retumbante de la música del gimnasio pero podían engancharse a su wifi cómodamente, estaban lejos del ir y venir de los vecinos y tenían un escalón donde sentarse con las toallas enrolladas debajo. Escalón solo desalojado para comer y cenar pues durante dos meses se han dedicado a ser héroes con una gran misión que cumplir: exterminar a todos los muertos vivientes de dentro de la pantalla.

En el muro del parque roñoso, enfrente del colegio, junto a los tres arbolitos recién plantados a los que les han salido unas puntas naranjas que no se sabe si son hojas o flores, siguen bien a la vista las tres pintadas que alguien hizo en el mes de junio:
«Rubiales, pringado, cero en geografía»,
«Soca, payaso, vas a morir»,
«Soca, estás muerto».

Todavía no las han visto pero ya intuyen, antes de girar la esquina, que ahí estarán, esperando su vuelta.

La que has liado, Zhao Deli

Empieza septiembre o, para seguir la palabra de moda, «arranca», y yo (Esme) sin llegar a Ítaca. Esto tiene que ser cosa de Zeus que me enreda, me esconde el Ulises y me pone por delante otros libros y otras distracciones. Sobre todo me pone por delante el teléfono móvil. Qué malo es Zeus, se parece a google y a facebook,  sabe que me engancho. Y es así, enganchada,  saltando de bobada en bobada, cual si fueran lianas en la selva de internet, como he descubierto el nuevo desastre que se nos aproxima por culpa de un tal Zhao Deli. Despedíos del cielo tal y como lo conocéis, ese lienzo casi vacío, o lleno solo de cosas bonitas como nubes o pájaros, donde descansaba vuestra mirada, porque esto en breve se acaba.

Por si no lo habéis leído, este señor ha fabricado un dron con forma de moto voladora y a lomos de la misma ha sobrevolado tan tranquilo Dongguan, ciudad al sur de China. El aparato ya estará listo el próximo año para su producción y comercialización. Zhao, que es muy majo, sueña, -qué peligro tienen los sueños de algunos-, con ver su invento en empresas de mensajería, como vehículo particular o como parte de las flotas militares y policiales. Mira qué bien. Está contento porque todas esas imágenes de calles atestadas de coches y motos se trasladarán al cielo. Qué lástima de cielo mío y vuestro.

Ya sé que esto es en China y que nosotros estamos lejos, pero cuando los cielos chinos veas atascar… pues eso.
Ya no quiero mirar más el móvil que me da muchos disgustos, me vuelvo con Ulises, si es que encuentro el libro. O ha sido Zeus que me lo ha escondido o ha sido Eva. No, Eva no ha sido, está leyendo el Tao Te Ching, su libro de cabecera para reafirmar su idea de que lo mejor en esta vida es no hacer nada y dejarse llevar. Pues entonces habrá sido el Toni, tampoco,  ahí lo tenéis, en su estante,   leyendo muy concentrado un libro de los tradicionales, de los de muchas hojas de papel. Me voy a acercar a ver con qué alimenta su mente siniestra: «eso es lo que somos todos, ácaros ciegos pululando en nuestra mota de polvo en un infinito desconocido, irracional, en el callejón horrible de este mundo». Toma alegría  de la buena y eso que todavía no sabe lo de los cielos atascados de chinos en moto y de toda la humanidad a continuación.

Arranca septiembre y dentro de septiembre todo lo demás:  la vuelta al cole,  el curso político,  la campaña de recogida de la uva de mesa embolsada del Vinalopó… Con un poco de suerte arrancamos también nosotros los personajes de este blog, cuando arranque la  limpieza del  armario. Así podremos retomar nuestras vidas de ácaros ciegos pululando…huy, que se me contagia la lectura del Toni. Quita, quita, que yo también tengo sueños  pero mucho más bonitos e inofensivos que los de Zhao Deli.

Hasta otra, si es que no acabo en un punto limpio.