Llueve, llueve y llueve y Vanesa la del supermercado me mira con cara hosca. Su moño rojo también me mira hosco y lo mismo su uniforme, en el que lleva prendido un cartelito con su nombre. Sé que no es nada personal porque en realidad no me conoce, es que llueve mucho y está el día oscuro y a Vanesa no le gusta este tiempo. Se lo ha dicho a su compañera, Paloma, la que despacha la fruta, «qué asco de día, tía».
Se han asomado las dos a la puerta para comprobar que sí, que el día es un asco y se han puesto a mirar el descenso de la lluvia y a la gente que pasaba bajo ella con sus paraguas y sus ropas oscuras, casi todas negras o grises o marrones. Y supongo que habrán sentido una especie de desolación o de desesperanza por sus propias vidas y por esa lluvia que con su repiqueteo monótono parece que se lo está recordando sin parar, sin parar, sin parar.
El sonido de la lluvia puede gustar mucho pero también resultar odioso. El sonido del mar tampoco le agrada a todo el mundo. Un verano, en la playa, estaba sentada escuchándolo. Al tiempo que me relajaba intentaba pillar los silencios entre ola y ola para adivinar su pauta. No lo conseguí, me pareció que no tenía pauta o que me tomaba el pelo. Cuando yo pensaba ¡ahora!, él se esperaba un poco, muy poco, pero lo justo para no dejarme acertar. Un hombre que estaba sentado detrás, al lado de su pareja, leyendo el periódico, dijo, “que se calle ya el mar, por favor, es insoportable, es que no se va a callar nunca, me pone nervioso”. Me volví sorprendida, nunca había conocido a nadie al que le molestara la voz del mar. Pues ahí lo tenía.
El mar no se puede ofender por ese comentario, él va a lo suyo, a ser lo que es y a hacer en cada momento lo que le corresponde. Como yo he ido a lo mío por los pasillos del supermercado hasta llegar al departamento de fruta donde no estaba Paloma, seguía asomada a la puerta con Vanesa, las dos mirando a su enemiga caer. A la lluvia tampoco le importa tres lo que piensen de ella, es admirable en eso. Me he puesto a elegir manzanas y ya iba por la número seis cuando una voz, que se podría calificar de revenida, me ha dicho, “hay que ponerse los guantecitos”. Era Paloma que había vuelto cargada con un diminutivo dardo, directo a mi espalda. He hecho el esfuerzo de decir, “pues otra vez será porque ya para lo que me queda…” y he seguido llenando la bolsa hasta la manzana diez. Sé que he sido odiada por mi tocaya en esos momentos. No me gusta nada que me odien, lo paso mal, tengo la necesidad enfermiza de caer bien, por eso no me he puesto los “guantecitos” , como reto, porque tengo que lograr mantenerme firme y permitir que me tengan manía sin que me afecte. Tengo que hacer como la lluvia o el mar, pasar de las opiniones del mundo.
Luego, en la caja, cuando estaba pagando, el moño rojo y hosco de Vanesa me ha lanzado destellos malignos y su dueña no se ha reído de un chiste que he hecho con la amable intención de alegrarle un poco el asco de día. Qué mal les caigo a las del supermercado, he ido pensando abatida mientras la lluvia lo mojaba todo con democracia, como corresponde.
En todas las tiendas y bares y cafés han colgado falsas telarañas, calabazas de plástico, esqueletos negros danzantes, brujas voladoras y momias. Pero también he visto un rebaño de ovejas y a sus pastores caminando hacia Belén, no se les vaya a hacer tarde.
De las chimeneas ya ha empezado a salir humo blanco, parece que el cielo se desmelena, me gusta ver cómo se mueve, cómo baila hasta que se cansa y se tumba sobre su gran cama gris.