Yo había querido mucho a la abuela de Isabel, esa señora cantarina que se pasaba el día en su jardín yendo y viniendo entre rosales, cuidándolos. No sólo la había querido, también había deseado ser como ella. Y no me refiero a parecerme, a tener alguna de sus características, lo que quería de verdad, a ratos, no todo el tiempo tampoco, era ser la abuela de Isabel. A mis quince años turbulentos y para descansar de los tormentos de esa edad, deseaba ser Rosario, cuya única preocupación en la vida parecía ser la de deambular canturreando entre rosales. En algunos momentos, en esos momentos angustiosos de la adolescencia, quería tener ochenta años, llevar un cestillo de paja como el suyo para ir dejando caer los tallos, las flores ya muertas o las hojas que podaba, vestirme despreocupada con unas ropas cómodas, sujetarme el pelo en un moño desecho sin que me importara ser guapa o fea, cantar canciones pasadas de moda y hablar con las rosas como una loca sin peligro, mientras subía y bajaba con lentitud los escalones de piedra.
Quería saber todo lo que ella sabía y yo todavía no, eso que le había otorgado esa especie de ligereza o de indiferencia risueña ante la vida. Quería poder decir, entre risas, como decía ella, “lo mío ya no tiene remedio” y por eso mismo, porque ya no había nada que remediar, poder dedicarme a cuidar flores, a mirar el cielo y sus pájaros o a sentarme en un banco del jardín a comer uvas mientras el viento ponía a hablar a las hojas.
Pero lo mío sí tenía remedio y era yo la que tenía que buscarlo. Buscar no se me daba bien, perder sí, constantemente perdía cosas, las llaves, los apuntes, la mochila o la chaqueta. Tal vez de manera inconsciente creía que para llegar a un buen remedio había primero que estropearlo todo, a conciencia. Solo de esa manera era posible que encontrara algo, algo luminoso y especial y no eso que a mí me parecía mediocre y con lo que otros se conformaban.
Isabel, por ejemplo, que seguía el camino sin cuestionarlo igual que lo hacía su letra redonda y ordenada, sin torcerse por las hojas de los cuadernos de clase. Puede que esa rectitud fuera la que me alejara de ella y de las otras dos amigas. Ninguna estaba confusa y yo necesitaba otros confusos que pudieran entenderme. No hacía mucho que en clase, Isabel me había metido en el libro de lengua una especie de carta en la que decía que ella y las otras me estaban esperando, que me echaban de menos y que estaban seguras de que se me iba a pasar pronto lo que fuera que me estuviera pasando. Ahí paré, me guardé la nota en un bolsillo y después, en la calle, la rompí y la tiré. Me dio rabia.
Cuando pasaba por las tardes por delante de su casa y veía la luz de su cuarto encendida y la sombra de su cabeza reclinada sobre la mesa de estudio sentía un poco de añoranza por esa vida cálida de la que acababa de desgajarme sin saber muy bien por qué, pero no quería entrar ni volver a ella. Había cambiado ese jardín donde durante años había sido feliz, sin turbulencias, por un parque en el que se reunía el grupo de los que no hablaban. Todos eran turbulentos, perdían cosas y en su confusión, buscaban algo. Eso creía. A su lado yo era solo una aprendiza en confusiones. Me fascinaban.
Rosario, como si no se hubiera enterado de nada, como si no supiera que Isabel y yo ya no éramos amigas, me llamaba desde el otro lado de la valla de piedra y se asomaba con las manos enguantadas sujetando las tijeras de podar, el cestillo encajado en el antebrazo. Aunque las primeras veces yo me acercaba un poco temerosa pensando que me iba a decir algo, algo parecido a lo que había leído en esa nota, nunca sucedió así. Me trataba igual que siempre y después de hablarme de sus flores, me hacía, con delicadeza, alguna pregunta sentimental. Al principio esa pregunta me resultaba incómoda pero luego empezó a gustarme, la abuela Rosario era como una especie de oráculo del amor, de la amistad, de las relaciones. Ella sabía, sabía mucho de lo que más me interesaba.
Al poco tiempo no hacía falta que me preguntara porque era yo la que estaba deseando que llegara la hora de consultar a la Sibila de las rosas, y eso que ya me iba conociendo su veredicto, casi siempre desfavorable. No utilizaba palabras pero sus tijeras lo indicaban podando alguna hoja, algún tallo amarillento, alguna flor mustia. Luego se alejaba cantando, “flor de té, flor de té” y al llegar al centro del jardín, se daba media vuelta, me miraba y se reía.
De esa manera fue dejando tocados a casi todos los turbulentos que me gustaban y también a algunas turbulentas en las que yo confiaba. No había conseguido que me apartara de ellos pero sí los había dejado al descubierto, había retirado de ellos esa pátina brillante que me deslumbraba y los había vuelto opacos. Seguía yendo al parque, empecinada en integrarme con los que no se integraban, no quería volver atrás ni hacer caso a lo que me pedía la carta. No lo haría, pero la semilla de una nueva deserción, que con tanta habilidad había dejado caer Rosario, empezaba a crecer por dentro.