Mes: noviembre 2018

Sibila de las rosas

Yo había querido mucho a la abuela de Isabel, esa señora cantarina que se pasaba el día en su jardín yendo y viniendo entre rosales, cuidándolos. No sólo la había querido, también había deseado ser como ella. Y no me refiero a parecerme, a tener alguna de sus características, lo que quería de verdad, a ratos, no todo el tiempo tampoco, era ser la abuela de Isabel. A mis quince años turbulentos y para descansar de los tormentos de esa edad, deseaba ser Rosario, cuya única preocupación en la vida parecía ser la de deambular canturreando entre rosales. En algunos momentos, en esos momentos angustiosos de la adolescencia, quería tener ochenta años, llevar un cestillo de paja como el suyo para ir dejando caer los tallos, las flores ya muertas o las hojas que podaba, vestirme despreocupada con unas ropas cómodas, sujetarme el pelo en un moño desecho sin que me importara ser guapa o fea, cantar canciones pasadas de moda y hablar con las rosas como una loca sin peligro, mientras subía y bajaba con lentitud los escalones de piedra.

Quería saber todo lo que ella sabía y yo todavía no, eso que le había otorgado esa especie de ligereza o de indiferencia risueña ante la vida. Quería poder decir, entre risas, como decía ella, “lo mío ya no tiene remedio” y por eso mismo, porque ya no había nada que remediar, poder dedicarme a cuidar flores, a mirar el cielo y sus pájaros o a sentarme en un banco del jardín a comer uvas mientras el viento ponía a hablar a las hojas.

Pero lo mío sí tenía remedio y era yo la que tenía que buscarlo. Buscar no se me daba bien, perder sí, constantemente perdía cosas, las llaves, los apuntes, la mochila o la chaqueta. Tal vez de manera inconsciente creía que para llegar a un buen remedio había primero que estropearlo todo, a conciencia. Solo de esa manera era posible que encontrara algo, algo luminoso y especial y no eso que a mí me parecía mediocre y con lo que otros se conformaban.

Isabel, por ejemplo, que seguía el camino sin cuestionarlo igual que lo hacía su letra redonda y ordenada, sin torcerse por las hojas de los cuadernos de clase. Puede que esa rectitud fuera la que me alejara de ella y de las otras dos amigas. Ninguna estaba confusa y yo necesitaba otros confusos que pudieran entenderme. No hacía mucho que en clase, Isabel me había metido en el libro de lengua una especie de carta en la que decía que ella y las otras me estaban esperando, que me echaban de menos y que estaban seguras de que se me iba a pasar pronto lo que fuera que me estuviera pasando. Ahí paré, me guardé la nota en un bolsillo y después, en la calle, la rompí y la tiré. Me dio rabia.

Cuando pasaba por las tardes por delante de su casa y veía la luz de su cuarto encendida y la sombra de su cabeza reclinada sobre la mesa de estudio sentía un poco de añoranza por esa vida cálida de la que acababa de desgajarme sin saber muy bien por qué, pero no quería entrar ni volver a ella. Había cambiado ese jardín donde durante años había sido feliz, sin turbulencias, por un parque en el que se reunía el grupo de los que no hablaban. Todos eran turbulentos, perdían cosas y en su confusión, buscaban algo. Eso creía. A su lado yo era solo una aprendiza en confusiones. Me fascinaban.

Rosario, como si no se hubiera enterado de nada, como si no supiera que Isabel y yo ya no éramos amigas, me llamaba desde el otro lado de la valla de piedra y se asomaba con las manos enguantadas sujetando las tijeras de podar, el cestillo encajado en el antebrazo. Aunque las primeras veces yo me acercaba un poco temerosa pensando que me iba a decir algo, algo parecido a lo que había leído en esa nota, nunca sucedió así. Me trataba igual que siempre y después de hablarme de sus flores, me hacía, con delicadeza, alguna pregunta sentimental. Al principio esa pregunta me resultaba incómoda pero luego empezó a gustarme, la abuela Rosario era como una especie de oráculo del amor, de la amistad, de las relaciones. Ella sabía, sabía mucho de lo que más me interesaba.

Al poco tiempo no hacía falta que me preguntara porque era yo la que estaba deseando que llegara la hora de consultar a la Sibila de las rosas, y eso que ya me iba conociendo su veredicto, casi siempre desfavorable. No utilizaba palabras pero sus tijeras lo indicaban podando alguna hoja, algún tallo amarillento, alguna flor mustia. Luego se alejaba cantando, “flor de té, flor de té” y al llegar al centro del jardín, se daba media vuelta, me miraba y se reía.

De esa manera fue dejando tocados a casi todos los turbulentos que me gustaban y también a algunas turbulentas en las que yo confiaba. No había conseguido que me apartara de ellos pero sí los había dejado al descubierto, había retirado de ellos esa pátina brillante que me deslumbraba y los había vuelto opacos. Seguía yendo al parque, empecinada en integrarme con los que no se integraban, no quería volver atrás ni hacer caso a lo que me pedía la carta. No lo haría, pero la semilla de una nueva deserción, que con tanta habilidad había dejado caer Rosario, empezaba a crecer por dentro.

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Burbuja de las diez y media

Con un poco de suerte Sol no está dentro, en el obrador del pan, con un poco de suerte está fuera atendiendo, sirviendo cafés y despachando barras y ensaimadas. Con un poco de suerte la que está dentro es Lucía, la delgada que hace figuras de papel y las cuelga del techo como adorno. Lucía tiene cara de niña, de niña asustada. Con un poco de suerte Sol está libre, sin Almudena, la que manda, pululando por ahí y poniendo orden, dirigiendo.
Con un poco de suerte le atiende Sol y si es así se toma dos cafés para alargar el rato, aunque luego ande toda la mañana dando saltos y con ardor de estómago. Es demasiado fuerte ese café, pero quiere oír cómo ella dice, “con esto te pones las pilas para toda la mañana” y ver cómo, al decirlo,  se le quedan los labios un poco pegados a los brackets y cómo los despega y se aleja con su coleta rubia saltando entre sus omóplatos. Y que después, cuando le vaya a cobrar, le diga “yatá” con ese acento argentino que tiene tan gracioso y musical.

Y sí, ha habido suerte, Sol está y le atiende y le gasta una broma y él se la gasta a ella y en un momento todo lo de alrededor retrocede,  se aleja y  borra.  Por encima de sus cabezas se mecen las lunas azules  y los pájaros rojos de papel confeccionados por  Lucía. Pero ellos no los ven, no pueden verlos, ni  tampoco las tuberías de diferentes grosores y colores dejadas a la vista para darle al local un aspecto moderno, industrial, de Manhattan  madrileño, ni  a todos esos impacientes que se empiezan a aglomerar en la puerta y alrededor de la barra . Un murmullo de protesta  va subiendo, sin necesidad de levadura, de esa masa aglomerada. No entienden por qué esa chica tarda tanto envolver cuatro ensaimadas y se le escurre el papel entre los dedos ni por qué se ha formado a su alrededor y alrededor de ese que la está mirando, una especie de burbuja  invisible dentro de la cual nadie ni nada más cabe.

Pero en realidad claro que lo entienden, algunos sin darse cuenta de que lo están entendiendo,  y les incomoda porque ellos no pueden aislarse así. Para ellos ese espacio íntimo está vedado, se han quedado fuera, en el día abierto y hosco con sus obligaciones repetidas, en la calle con esa gente que se desplaza sin mirar o se detiene a  fumar en las esquinas, las hojas cayendo un año más, los pitidos de los coches, las nubes que se deslizan y ese constante mirar al teléfono buscando lo que fuera no existe y en realidad tampoco dentro.

Y hasta el hombre gordo y desaliñado de la tienda de electricidad, de aspecto siempre  satisfecho, se asoma a por su barra de pan y al ver el panorama, recula como si se hubiera asustado, regresa a su tienda revuelta  de cables y siente una especie de vacío que confunde con hambre, no es muy ducho en descifrar emociones. Y para ahuyentar eso que siente y le molesta,  vuelve a entrar, da dos palmas enérgicas y grita, «vamoooos, ese pan…»  A la llamada aparece Almudena, la jefa. Enseguida se pone a meter prisa y le dice a Sol por lo bajo, “espabila que mira la que tienes montada”. Sin ruido se explota y deshace la burbuja.

Con un poco de suerte mañana a las diez y media…piensa él atravesando la fila malhumorada y saliendo a la calle con un paquete de ensaimadas que no se piensa comer. Por la puerta del fondo, asoma la nariz roja y asustada, como de tímido ratón, de Lucía, a la que tantas veces se le queman las barras por estar soñando con lunas azules, con pájaros rojos.

Revisión ocular

«En lo que respecta a profesionales de la salud yo ya no me sorprendo de nada, Maribel», le dice la mujer vestida de verde a su amiga y acompañante.
«Me dejas perpleja», le responde Maribel. Se callan y miran a su alrededor buscando pistas sobre el profesional de la salud que está al otro lado de la puerta. Encima de la mesa, de superficie transparente y patas negras, hay una cesta en forma de pato con caramelos dentro, revistas apiladas, -en la portada de una de ellas un hombre que no saben quién es declara, “disfruto mucho de la fama”-, dos plantas artificiales durmiendo en sendas esquinas, diplomas varios que acreditan que el hombre que las va a atender es de fiar, uno de ellos es de la universidad de Pensilvania. Suena a lejos esa universidad y lejos siempre es mejor que cerca.
De las paredes, además de los diplomas, cuelgan láminas con dibujos de ojos, ojos enteros con sus partes señaladas con flechitas, ojos seccionados, músculos del ojo y una colección de ojos enfermos con su patología correspondiente escrita debajo.

La mujer vestida de verde de la cabeza a los pies observa los ojos patológicos con cara de asco, “qué mal gusto, por favor”, dice estirándose la falda verde sobre las medias verdes y colocándose el bolso verde muy recto sobre las piernas.
Para distraerse de los ojos supurantes y pustulosos, elige una de las revistas que están sobre la mesa. La revista le cuenta a la de verde que lo que ha hecho esta mañana antes de salir, -vestirse por entero del mismo color-, se llama “total look” y es una tendencia arriesgada que ha triunfado en las pasarelas. A ella, como es muy delgada y lineal, la tendencia arriesgada le hace parecer una rama, una rama todavía verde, pero un tanto quebradiza.

«Qué de tonterías desde por la mañana», Maribel, dice Rama verde pasando a la siguiente información. «Mira ésta, no descarta ser madre, y a nosotras qué nos importa,nosotras sí lo descartamos, y esta otra que dice que en su armario no tiene ningún chándal”.
«Yo tampoco», contesta Maribel con un tono de voz que expresa desconcierto, ¿será bueno o malo no tener un chándal que ponerse de vez en cuando?

El médico, un hombre grande, de esa edad que se llama mediana y que menos los primeros y últimos años puede referirse a un largo tramo de etapas intermedias, se asoma a la puerta y pronuncia un nombre y un apellido. Rama verde se levanta muy tiesa y entra en la consulta.

Es simpático el doctor de la Fuente que ha estudiado un tiempo lejos, nada menos que en Pensilvania. Ha debido de ser poco tiempo porque conoce muy bien el barrio y parece amsrlo.Mientras le inspecciona los ojos y le hace leer letras que se van empequeñeciendo como a mala idea en un panel y luego le obliga a apoyar la frente y la barbilla en una estructura metálica, le va contando que justo hoy acaban de cerrar el bar donde él se tomó su primera caña a los dieciséis años, el Polifemo. Y que también cierran la tienda de juguetes, Bazar Sueños.

Simpático pero un poco pesado porque cada vez que habla de lugares que ya no existen detiene la exploración del ojo y se queda quieto como si los estuviera buscando en el interior de la consulta o por algún recoveco de su mente que solo él es capaz de percibir. Rama verde no es nostálgica, ha vivido en muchos sitios distintos y no tiene referencias fijas ni demasiados apegos, más bien su referencia es ir pasando de un lado a otro, está acostumbrada a dejar lugares atrás y a no volver nunca a ellos y así es imposible que compruebe las modificaciones que hace el tiempo sobre los entornos. Sólo sabe de primera mano lo que el tiempo modifica en ella misma, eso sí es desagradable. No ver es desagradable y ese picor constante en los ojos y esa sensación de cuerpo extraño.

Se lo está contando al doctor de la Fuente pero él parece que no le da importancia a sus molestos síntomas. Le interesa mucho más el cierre del Polifemo, ¡y dale! que sus molestias oculares. Anota algo en un papel y sigue hablando de que en una calle tan bonita como esa y señala a la calle que se ve desde de la ventana, llena de tráfico y unas copas de árboles esmirriadas, no se conserve el comercio tradicional y todo se haya llenado de esas franquicias que unifican todos los lugares. Luego le cuenta que el fin de semana va al monte a coger setas y castañas. «Hidrátese los ojos», dice como conclusión.

«¿Qué te ha dicho?», le pregunta Maribel a la salida. Siempre gusta saber lo que ha dicho un médico. «Pues nada, era un hombre, ¿cómo te diría yo?, amable pero un poco obsesivo, todo el tiempo estaba hablando de desapariciones de tiendas y de cambios en el mobiliario urbano y de ese bar espantoso que parecía un cuchitril y que estaba siempre lleno de borrachos. Por suerte lo han cerrado».
«Pero del ojo, ¿qué te ha dicho?»
«Que lo tengo seco, si eso ya lo sabía, Maribel. Si solo fuera el ojo…»

«Me dejas perpleja», dice Maribel recurriendo a su expresión comodín y devolviendo a la mesa la revista. Ahí se queda el anónimo famoso,arrugado y satisfecho, en compañía de las plantas artificiales y los ojos patológicos, del título de la universidad de Pensilvania y de ese humo melancólico que se escapa por las rendijas de la puerta que separa la sala de espera de la consulta.

«No me digas que entre paciente y paciente este hombre se fuma un puro» le señala Maribel a Rama Verde.

Ya te he dicho que en cuestión de profesionales de la salud yo ya no me sorprendo de nada. Y muy poco sorprendidas salen a la calle, esa calle que tanto ama el fumador doctor de la Fuente, a tomarse un café en una franquicia nueva y reluciente.

En la librería de Vi

De las dos librerías, una es grande y está en la calle principal, enfrente de la plaza de la fuente. La lleva desde hace siglos un matrimonio desganado y poco o nada aficionado a la lectura. Venden también periódicos, objetos de papelería, juguetes y golosinas. En el escaparate, que forran hasta la mitad con papel celofán de color amarillo, exponen los cuatro o cinco best sellers del momento. En otoño les tiran por encima unas cuantas hojas rojas de árbol hechas con papel y cuando se aproxima la Navidad, sustituyen las hojas por espumillón plateado y copos de falsa nieve. El resto del año no hay decoración, solo el celofán amarillo, cada vez más arrugado. Dentro, en unos estantes giratorios, cogen polvo algunos clásicos en edición de bolsillo, esos que solo compran los alumnos del colegio por obligación.

La otra librería, la que abrieron después, es la de Vi. No está muy a mano y es demasiado rara como para que suponga una amenaza para el matrimonio apático. Para llegar es necesario subir primero una de las cuestas más empinadas, torcer por un callejón, atravesar la plaza de la droga, dejarla atrás y también a sus habitantes alucinados, cruzar por delante de la casa con jardín que se transformó en bar de copas y luego en terreno abandonado lleno de gatos y maleza y, al final de la calle, en la punta más alta, ahí la tienes.

Es tan pequeña que los libros no caben, se salen de los estantes y acaban colocados formando montañas y torres por el suelo, entrecruzados unos sobre otros. Para mirarlos hay que pasear con mucho cuidado y de medio lado por la estrecha galería que ese amontonamiento forma y girar la cabeza y agacharse y retorcerse para leer los títulos. En un rincón dormita el perro de Vi con los morros aplastados contra el suelo y detrás de un mostrador diminuto está su dueña.

Vi contiene dos Vi dentro de ella, es como esos dibujos que según cómo los mires ves una imagen u otra y resulta difícil salir de lo que inicialmente hayas percibido. Hay quién la ve siempre como un hombre y quién la ve siempre como una mujer, pero también existen los que son capaces de detectar la variación, de saltar de la Vi masculina a la femenina dependiendo de la la luz que le dé, del gesto que haga o de la postura en la que coloque el cuerpo.

Lo mismo ocurre con los rasgos básicos de su personalidad, en ocasiones predomina el amable y dulce y otras el hosco y ácido . Si se da el primer caso, le hace feliz que los clientes o visitantes se queden un buen rato curioseando entre sus cordilleras de libros, se anima a charlar con ellos y les aconseja lecturas con mucho acierto. Si se da el segundo, odia a todo el que allí entra y se detiene más de la cuenta y desea que se vayan de inmediato, dejándola en paz con su perro, su música de Bach y sus tres amigos.

Esos tres entran y salen de su librería como si fueran apéndices o extensiones de la misma. Pasan gran parte del día apiñados tras el mostrador o sentados en alguno de los peldaños de la silla escalera. Leen, hablan, comparten silencios, se ríen de cosas que solo ellos entienden y se asoman a la puerta de la tienda a mirar el panorama desde las alturas de la calle.

Uno de esos amigos es Abel, un hombre muy alto que vive en la que llaman la zona rica, la que tiene casas grandes de ladrillos rojos, verjas verdes y castaños de indias a cada lado. Abel fue durante cinco años profesor de literatura pero lo dejó por incompatibilidad de caracteres. Los alumnos se reían de su tartamudez, de su gabardina, de la onda de su pelo rubio, de sus gafas, de todo él en conjunto. Suele pasear al perro de Vi cuesta arriba y cuesta abajo. Y si por casualidad, en uno de esos recorridos, se encuentra con alguno de esos antiguos alumnos con los que no consiguió confraternizar, se gira veloz a mirar los muros como si tuviera gran interés en examinar a las lagartijas que se escurren, igual que él, a toda prisa entre sus grietas.

La segunda habitual de la librería es la madre del bebé grande. Lo lleva sobre su pecho envuelto en un hatillo atado a la espalda, el bebé se revuelve mucho porque es nervioso o porque está incómodo dado su tamaño, empuja con las manos la cara de su madre o la muerde, ella se desespera porque tiene el vicio de la lectura y quiere leer y leer y leer y eso es lo que hace mientras el bebé enorme mama o duerme. Pero cuando empieza la lucha por escapar del envoltorio en el que está encerrado, la mujer ya no puede leer más. A veces Abel pasea al bebé grande al mismo tiempo que al perro. La madre le pasa el hatillo y él se lo coloca por encima de la gabardina y sube y baja la cuesta saltando sobre los adoquines del suelo, que están bastante desnivelados. Ese trote irregular le gusta al bebé gigante y suele dormirse para alivio de su adicta madre.

El tercer amigo de Vi es un hombre de barba blanca con una voz tan potente que cada vez que habla, los libros amontonados se tambalean un poco. Si se lo propusiera los derribaría a todos y dejaría la librería como el escenario posterior a un terremoto o a una guerra. Pero se ve que no se lo propone. Se conforma con emitir cada cierto tiempo, después de un prolongado silencio preparatorio, opiniones cortas, contundentes y muy dramáticas sobre los temas más dispares. Sus opiniones también son dispares, nunca opina lo mismo sobre lo mismo,le gusta variar de punto de vista, ensayar posiciones contrapuestas. Los que no lo conocen se asustan bastante y se giran a mirar con un poco de miedo al dueño de la imponente voz que hace temblar de miedo a los libros.

Que alguien se atemorice divierte mucho a Vi. En esos momentos es mujer, una mujer afilada, punzante y un poco maliciosa, una mujer a la que brilla el flequillo.