Madame Viviane, como ella hubiera querido que la llamaran, o la Vivi, como la llamaban en realidad, no se sabía los nombres de sus alumnos. No es que hubiera tratado de aprendérselos y se le resistieran, es que no los quería saber. Había aprendido y olvidado demasiados, año tras año aprendiendo y olvidando caras con sus nombres asociados, y ya no tenía ganas ni interés. Para llamarlos señalaba con el dedo y utilizaba el adverbio de lugar «ici», si el alumno estaba cerca de ella o » là», si estaba un poco más lejos.
Roberta, que se sentaba pegada a la pared, siempre había sido mademoiselle Lá y Ana, más cerca del pasillo y por tanto de las idas y venidas por el mismo de la Vivi, mademoiselle Ici.
No era simpática la Vivi, tampoco antipática, sí ausente, una de esas profesoras que se han hecho mayores dentro de un aula, están cansadas y tienen como principal deseo jubilarse para perder de vista a sus alumnos y retirarse del ruido y del jaleo de las clases, de los madrugones, del esfuerzo de un trabajo en el que la energía adolescente resulta avasalladora para un organismo en declive.
Casi todo el año llevaba un impermeable amarillo con un gorrito a juego que se sujetaba con una cinta por debajo de la barbilla. A mitad de clase sacaba de un envoltorio de papel de aluminio dos galletas maría y se ponía a comerlas muy despacio, royéndolas. Mientras lo hacía, con una expresión de encontrarse más en el interior de la galleta que en el del aula, iba explicando cuestiones gramaticales o les hacía leer en voz alta algún texto.
Muchas veces se portaban mal con la Vivi, no en concreto ellas dos, las mademosilles Ici y Là, aunque también, porque hablaban, no le prestaban atención y se reían a la mínima incluso de cosas que no tenían gracia, incluso de nada, solo por armar jaleo y perder tiempo de clase, pero no tanto como el sector masculino que la tenía tomada con la mujer del gorrito amarillo. Un día que se asomó al pasillo, era otra de sus costumbres, como si así se acercara un poco más a la salida, a su ansiada jubilación, varios de los monsieurs ici y lá se levantaron de golpe de sus mesas pisoteando muy fuerte sobre el suelo, como si tuvieran pezuñas en vez de pies, cerraron la puerta de un empujón y se quedaron apoyados sujetándola para que no pudiera volver a entrar.
Desde dentro, por la parte superior y acristalada de la puerta, veían algo de su cabeza, esos pelos medio rubios medio blancos, escasos sobre el cráneo. Todos se reían dentro con gran excitación, también mademoiselle Ici y Lá. Viviane estaba fuera, mirando el largo pasillo en sombra, sin hacer ni decir nada, solo esperaba, sabía por experiencia que sin oposición no había diversión. Al cabo de un rato los chicos volvieron a sus sitios, ella entró, abrió su envoltorio de papel de aluminio, mordisqueó una de las galletas y concentrada en su sabor, refugiada allí, prosiguió la clase con un ligero temblor de voz.
Todas esas imágenes se le presentaron de golpe a Ana cuando vio en la acera de enfrente a Roberta. Hacía muchos años que no se veían pero la había reconocido perfectamente. Habían empezado a echar de menos a la Vivi cuando se jubiló al año siguiente de ese incidente y fue sustituida por el Thierry, un hombre de voz poderosa al que no se podía vacilar porque erupcionaba como un volcán. El Thierry daba mucho miedo y Ana se acordó con vergüenza de una de sus traducciones en voz alta cuando al leer la palabra francesa «roman» no la tradujo como novela sino como romano. El Thierry se llevó las manos al corazón como si le hubiera herido la flecha de su ignorancia y luego a la cabeza queriendo contener su propia lava. Pero esa lava era demasiado poderosa y salió mezclada con una larga parrafada en francés de la que Ana no entendió nada porque toda la clase se reía y ella lo único que podía oír, lo único que oía era el rugido de la erupción volcánica y toda esa risa brotando de las bocas desencajadas de sus compañeros que ahora eran solo una y muy grande. Si hubiera tenido una galleta salvadora, como la de la Vivi, se hubiera metido en ella.
Volvió al presente, estaba en la calle, no había risas ni volcanes ni Vivianes ni Thyerris, había una tienda de zapatos, un hombre pidiendo unas monedas a cambio de un paquete de pañuelos de papel, los autobuses, el tráfico de siempre, las franquicias habituales y la gente transitando, caras, caras, muchas caras. Contenta de reencontrarse después de tanto tiempo con su compañera de pupitre, agitó el brazo.
Cuando estuvieron más cerca comprobó que algo le había pasado a la belleza de Roberta, seguía estando, pero de otra forma, más discreta y encogida. Eran sus rasgos pero levemente descolocados, tampoco mucho pero sí lo suficiente como para que la armonía se hubiera roto. Ana ya no experimentó esa admiración y hasta ese miedo que sentía antes, cuando la miraba y veía en su cara una perfección que la intimidaba.
Mademosille Lá le resumió su situación: tenía un hijo de ocho años, trabajaba en el museo arqueológico, su madre había muerto hacía dos años, ya no leía casi, no tenía tiempo, pero veía series, ¿ella veía series? Hablaron de las series que estaban viendo en ese momento, Roberta le dijo que sentía añoranza de aquellos años tan fáciles y felices, así los calificó, y se fueron cada una por su lado.
Ana se alegró de que Roberta no se hubiera interesado por su vida y agradeció que existieran las series y que sirvieran de nexo entre dos personas que habían perdido los vínculos. Se acordó de que el libro preferido de Roberta cuando estaban juntas en clase era El Principito y de cuánto le repetía la famosa frase de “lo esencial es invisible a los ojos”. Ana, aunque nunca se lo dijo, odiaba esa frase, si hubiera sido verdad hubieran ligado lo mismo pero a ella ni la miraban cuando salían juntas. Y aunque ahora, al despedirse, también le había dicho que sí, que qué fáciles y felices habían sido aquellos años escolares, tampoco era cierto para ella.
Ni loca hubiera vuelto a ese tiempo, a soportar la lava incandescente del Thierry o a que la Silvana, la de lengua, le sacara a la pizarra a hacer análisis sintácticos y a ser conocida durante todo un año como María del Tubo porque escribió tuvo ,del verbo tener, con be. A desear siempre la belleza de su compañera Lá porque por mucho que lo desmintiera el Principito, lo visible y en especial lo visible bello era la puerta de acceso a lo esencial para ella entonces: el amor, los besos.
Se giró para mirar otra vez a Roberta que ya se perdía entre la gente y volvió a sentir, pero ya sin daño, como si le estuviera pasando a otro, la sensación de nervios que tenía siempre en el estómago en aquellos días, la inseguridad, el aburrimiento de las largas horas encerrada en esas clases. Y vio la cara de la Vivi, que ahora le daba mucha pena, mordiendo su galleta rescate sobre un fondo amarillo.