Mes: abril 2019

Una propuesta para la ONU

Buenos días o tardes, soy la Esme, una que reinaba en este blog y que ahora yace olvidada en un armario. Triste, pero es lo mismo que os va a pasar a todos vosotros, lo de yacer olvidados, digo, lo del armario seguramente no. Bueno, venga, a lo mejor yacéis recordados, no os quiero asustar,  quedémonos con las pequeñas ilusiones y alegrías cotidianas y no pensemos en los yacimientos que tampoco somos arqueólogos.

Yo tengo una ilusión que me anima mucho,  quiero que llegue el 26 de febrero, en él tengo puestas todas  mis miras. Es que me encantan los pistachos y  es su día internacional,  con eso os lo digo todo.  Lo siento mucho por la nuez de macadamia que supongo que estará celosa.

Pero vamos, que si no os gustan los pistachos y estáis pensando que vaya asco de vida sin alicientes, no os preocupéis,  hay días de sobra para  elegir y celebrar con regocijo.

Os digo unos cuantos que me he molestado en recopilar  para que os sirvan de enfoque y esperanza, aquí están:  el día de los Simpson, el de la croqueta, el del comunity manager (no tengo de esto, así me va), el del galgo (perro flaco tampoco tengo), el del orgullo zombie, el de las legumbres (muy sanas), el del soltero, el de la tapa (qué ricas), el del sushi, el del sol (aviso, da melanoma), el de las viudas ( lo a gusto que se quedan algunas), el de los asteroides (me gustan cuando caen), el de la relajación (muy necesario para poder soportar tanta celebración), el de la sonrisa y, justo al día siguiente, el de la depresión (por si a alguno no le encajaba lo anterior y se quedó descolocado), el del correo, el de las aves migratorias (lo bonitas que son cuando vuelan en uve), el de la costurera (yo antes cosía, ahora ya no), el del veganismo, el de la usabilidad (no entiendo este), el de el récord guiness (es el que sospecho que  quiere llevarse la ONU petando el calendario de  días internacionales), el del retrete o el del jaguar.

Y digo yo, como propuesta para que lo debatan en la asamblea general del citado organismo los ratos  que estén aburridos, ¿qué tal un día internacional del odio a los días internacionales?

Me vuelvo al armario, ya queda menos para el día internacional del pistacho. Qué felicidad!! Adiós.

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La máquina de Salvatore

A las cinco  le despertó la sed y un tremendo dolor de cabeza. Oyó un ruido extraño que provenía de fuera, como el zumbido de una máquina en funcionamiento y  pensó en un aire acondicionado gigante, podía ser el del hotel  de enfrente, una mole blanca sobre la que se bamboleaba una hilera de flacas palmeras. Golpeándose con casi todos los muebles salió a la terraza para comprobar si el origen del ruido estaba ahí y nada más salir al aire fresco de la madrugada, Hans se dio cuenta de su errónea percepción ¡El mar!, ¡era el mar! Se golpeó la frente con la mano,  bebió de un largo trago toda la botella de agua y  miró las estrellas. Los  pájaros estaban a punto de empezar a cantar, había muchos, vivían entre los matorrales que bordeaban el camino hacia la playa, sobre los árboles retorcidos, algunos  volcados en el suelo por la fuerza del viento.

¡Qué idiota soy!, Salvatore, ¿sabes que he confundido el sonido del mar con el de una máquina?, dijo riéndose y entrando de nuevo en el cuarto vacío. Volvió a la cama pero ya no se durmió. En cuanto amaneciera  saldría a pescar. Le gustaba el sol y esa luz que no había en su país, le gustaba la playa vacía a primera hora. Metió en la mochila dos botellas de cerveza, los aparejos de pesca, se remangó los pantalones, se descalzó y salió. No había nadie y las flores moradas del camino  todavía estaban cerradas,  caminó por la orilla casi hasta el final, se sentó sobre la arena y empezó a beber. Ya pescaría luego, se estaba muy bien ahí, se terminó las  dos cervezas y se quedó dormido, acurrucado  de medio lado sobre la arena.

Salvatore, dijo al despertarse, creo que me he quemado justo por la mitad, blanco por aquí, rojo por aquí. Soltó una carcajada. La playa había empezado a llenarse, ya no le gustaba, arrastrando los pies descalzos por la pasarela se marchó hacia el pueblo. Deambuló por las calles estrechas y llenas de gente y se compró unas botas de cuero,  altas, con la punta levantada y suela antideslizante, de vaquero.  Se las metieron en una bolsa de papel roja, crujiente. Compró cervezas y volvió al hotel.

Cuando no soportaba el silencio, ese silencio compuesto de ruidos propios que solo él oía y que lo perseguía a todas horas, encendía su pequeña radio. Música, noticias, tertulias, lo que fuera,  la radio empujaba esos ruidos y los sustituía por otros inofensivos, que no le hacían daño porque no le concernían.

Al parecer, su radio encendida no gustaba mucho a los que estaban comiendo, algunos se giraron para mirarle con desaprobación y también con un poco de miedo, otros se rieron como si esperaran espectáculo. Era un elemento discordante, perturbador. Hans se columpió en la silla, la inclinó sobre las dos patas traseras y desde ahí los observó,  ya sabía que lo despreciaban y se  reían de él,  pero no le importaba, estaba acostumbrado a desentonar. Se puso a mirar sus botas nuevas haciendo crujir adrede la bolsa de papel roja.

Pidió vino y cuando el camarero se lo trajo aprovechó para hablar un rato, le contó que había pescado un pez gato, para indicarle el tamaño se puso de pie y se señaló por encima de la cabeza, también le enseñó las botas y una nueva utilidad que se le acababa de ocurrir, la de pegarle a alguien con ellas en la cabeza, soltó una carcajada tan grande como el supuesto pez gato,  le dijo que había visto matar a gente con una simple tarjeta de crédito lanzada como si fuera un cuchillo, le habló de Salvatore, de que siempre decía cuando él se iba, “qué paz cuando Hans no está”, volvió a reírse pero ya no tan fuerte,  apagó la radio y repentinamente taciturno se concentró en el vino.

Después de beber se tumbó en una de las hamacas de la piscina, contempló un rato sus botas y de nuevo se durmió con una mano enganchada en el asa de la bolsa roja.

Soñó con una máquina que hacía el ruido del mar, que fabricaba olas, espuma, gaviotas y peces de todos los tamaños  y colores. Soñó con una máquina que hacía pájaros y flores moradas que se abrían y cerraban como si pestañearan, con una máquina que hacía vientos y brisas y olores salinos, soñó con Salvatore moviendo la manivela de esa máquina, se reía mientras la accionaba y dejaba salir  la luz dorada, el esplendoroso sol, la risa y como si se fabricara a sí mismo, el cuerpo del propio Salvatore.

Petronila abre su caja y lee

Paseábamos por el sitio de siempre bajo un cielo de nubes movedizas y así habló Petronila:

¿Te puedes creer que el pasado domingo, en la comida familiar, se me ocurrió abrir mi poemario con la esperanza de hallar comprensión y solo obtuve indiferencia? Cachondeo también, pese a que no me guste reconocerlo.

Un poco exagerado me parece llamar poemario a “Morcilla” y “¡Oh ,mundo!”, mejor estaría que dijeras que recitaste tus dos primeros poemas, dije yo.

Ah, no, no, no me has entendido, para mí un poemario es como una caja de madera, muy bonita, donde voy metiendo mis creaciones, de momento está casi vacía pero ya la iré llenando. Pero espera, que te sigo contando.

Y siguió:

Pues mira, ya  habíamos terminado de comer y estábamos tomando café, me pareció el momento oportuno, así que dije, no os levantéis todavía que os voy a leer algo. Y leí. Hubo primero un silencio bastante violento. Ceferino  movió la cabeza como asintiendo, pero dado que es su respuesta habitual para prácticamente todo lo que le cuento y hasta para lo que no le cuento, no supe si le había gustado o no.

Mis hijas dijeron, “mamá, en plan, qué vergüenza, eres mazo patética, en plan” y se introdujeron en sus mundos virtuales, mi hermana  alegó ineludibles quehaceres un domingo a las cuatro de la tarde y agarrando su bolso y los dos últimos pasteles, salió por patas;  los gatos se pusieron a echarse la siesta en un rayo de sol, mi otro hermano me contó que en su curro hay un poeta de verdad y que es de lo más normal , muy campechano. A todo esto sus tres hijos se taparon la boca con la servilleta para contener las carcajadas. Es desolador lo homínidos que son

Bueno, Petronila, qué más da, tú haz como Marco Aurelio que escribía sus meditaciones para sí mismo y sigue a lo tuyo.

No, si ya…pero es que ahora siento que entre mi familia y yo se ha abierto la fosa de las Marianas,  si les he mostrado mi alma y mi alma no les ha gustado o les ha dejado indiferentes o les ha dado risa ya me contarás qué mal plan.  Si no fuera porque la Misteriosa no me deja moverme, ahora mismo haría como esas nubes, dijo alzando hacia el cielo un rostro de hondo penar que al momento se transformó en sorpresa.

Huy, mira esa nube cómo se parece al carnicero, pero si es igual que Santi, ahora ya no, qué voluble o qué nubible. Pues lo que te decía: me iría  de viaje sin rumbo prefijado, así, donde la vida me quiera llevar. Pero se ve que la vida más que quererme llevar me quiere detener y retener.

Puedes viajar con el pensamiento, puedes ser nube mental, eso no te lo puede quitar ni la Misteriosa ni nadie. Yo lo hago mucho.

Nunca he sido yo muy mental y sí más bien corporal pero todo se me está trastocando, ¡ lilas!, exclamó al toparnos con un pequeño matorral en el que como por milagro habían brotado unas pocas.

Anda, mira, se me acaba de ocurrir otro poema para que ya no estén tan solos esos dos dentro del poemario , te lo recito a ver si te parece bien que lo incluya o no, se titula «Maldita primavera»,  es de los concentrados, allá va:

“Gastroscopia,

implante dental.

Florecen las lilas en el matorral”.

Para que no se sintiera mal le dije que era precioso y que me había encantado, que había sabido aunar lo desagradable  con la belleza y reflejar en tan sólo tres versos como, pese a que  envejecemos y nos deterioramos,  la vida sigue con su continuo rebrotar y siempre habrá, cada primavera, lilas nuevas en los matorrales. Lo cual no deja de ser una maravilla y también, en cierto modo, una  putada.

Pues venga, para la caja. Ya tengo tres, qué bien, esto es como coleccionar cromos pero cromos creados por una misma.  Y otra vez Santi el carnicero por el cielo, ¿te confieso algo? Es mi amor platónico, me encanta cuando trocea la carne con esa especie de cuchillo machete, parece un hombre de las cavernas descuartizando el mamut. Y yo soy la que luego lo pinta en la pared.

Por ahí viene Rosi, le avisé, ¿seguirá buscando al Arte?

Adivina a quién se parece esa nube, Rosi. Le dijo Petronila señalándole al supuesto Santi el cavernícola.

¡A Ceferino!, ¡a Ceferino!, las cejas, la barba, los pantalones de correr , las zapatillas rotas, la csmisa medio por fuera medio por dentro y ese aire de bondad… es él. Ceferino, espera, no te diluyas.

Me parece que voy a meter otro poema en la caja, murmuró Petronila haciendo con la punta del zapato unas rayas sobre la arena del desmochao. Se va a titular…todavía no lo tengo claro. Algo de nubes, de amor, de alucinaciones, del agujero negro.

 

Galleta sobre fondo amarillo

Madame Viviane, como ella hubiera querido que la llamaran,  o la Vivi, como la llamaban en realidad,  no se sabía los nombres de sus alumnos. No es que hubiera tratado de aprendérselos y se le resistieran, es que no los quería saber. Había aprendido y olvidado demasiados, año tras año aprendiendo y olvidando caras con sus nombres asociados, y ya no tenía ganas ni interés. Para llamarlos  señalaba con el dedo y utilizaba el adverbio de lugar «ici», si el alumno estaba cerca  de ella o » là»,  si estaba un poco más lejos.

Roberta, que se sentaba pegada a la pared, siempre había sido mademoiselle Lá y Ana,  más cerca del pasillo y por tanto de las idas y venidas por el mismo de la Vivi, mademoiselle Ici.

No era simpática la Vivi, tampoco antipática, sí ausente, una de esas profesoras que se han hecho mayores dentro de un aula, están cansadas y tienen como principal deseo jubilarse para perder de vista a sus alumnos y retirarse del ruido y del jaleo de las clases, de los madrugones, del esfuerzo de un trabajo en el que la energía adolescente resulta avasalladora para un organismo en declive.

Casi todo el año llevaba un impermeable amarillo con un gorrito a juego que se sujetaba con una cinta por debajo de la barbilla. A  mitad de clase sacaba de un envoltorio de papel de aluminio dos galletas maría y se ponía a comerlas muy despacio, royéndolas. Mientras lo hacía,  con una expresión de encontrarse  más en el interior de la galleta que en el del  aula,  iba explicando cuestiones gramaticales  o les hacía leer en voz alta algún texto.

Muchas veces se portaban mal con la Vivi, no en concreto ellas dos, las mademosilles Ici y Là, aunque también, porque hablaban, no le prestaban atención y se reían a la mínima incluso de cosas que no tenían gracia, incluso de nada,  solo por armar jaleo y perder tiempo de clase, pero no tanto como  el sector masculino que la tenía tomada con la mujer del gorrito amarillo. Un día que se asomó al pasillo, era otra de sus costumbres, como si así se acercara un poco más a la salida, a su ansiada jubilación, varios  de los monsieurs ici y lá se levantaron de golpe de sus mesas pisoteando muy fuerte sobre el suelo,  como si tuvieran pezuñas en vez de pies, cerraron la puerta de un empujón  y se quedaron apoyados sujetándola para que  no pudiera volver a entrar.

Desde dentro, por la parte superior y acristalada de la puerta,  veían algo de  su cabeza, esos pelos medio rubios medio blancos, escasos sobre el cráneo. Todos se reían dentro con gran excitación,  también mademoiselle  Ici y Lá.  Viviane estaba fuera, mirando el largo pasillo en sombra, sin hacer ni decir nada, solo esperaba, sabía por experiencia que sin oposición no había diversión. Al cabo de un rato los  chicos  volvieron a sus sitios, ella  entró, abrió su envoltorio de papel de aluminio, mordisqueó una de las galletas y concentrada en su sabor, refugiada allí, prosiguió la clase con un ligero temblor de voz.

Todas esas imágenes se le presentaron de golpe a Ana cuando vio en la acera de enfrente a Roberta. Hacía muchos años que no se veían pero la había reconocido perfectamente. Habían empezado a echar de menos a la Vivi cuando se jubiló al año siguiente de ese incidente  y fue sustituida por el Thierry, un hombre de voz poderosa al que no se podía vacilar porque erupcionaba como un volcán. El Thierry daba mucho miedo y Ana se acordó con vergüenza de una de sus traducciones en voz alta cuando al leer la palabra francesa  «roman»  no la tradujo como novela sino como romano. El Thierry se llevó las manos al corazón como si le hubiera herido la flecha de su ignorancia y luego a la cabeza queriendo contener su propia lava. Pero esa lava era demasiado poderosa y salió mezclada con una larga parrafada  en francés de la que Ana no entendió nada porque toda la clase se reía y ella lo único que podía oír, lo único que oía era el rugido de la erupción volcánica y toda esa risa brotando de las  bocas  desencajadas de sus compañeros que ahora eran solo una y muy grande. Si hubiera tenido una galleta salvadora, como la de la Vivi, se hubiera metido en ella.

Volvió al presente, estaba en la calle, no había risas ni volcanes ni Vivianes ni Thyerris,  había una tienda de zapatos, un hombre pidiendo unas monedas a cambio de un paquete de pañuelos de papel, los autobuses, el tráfico de siempre, las franquicias habituales y la gente transitando, caras, caras, muchas caras. Contenta de reencontrarse después de tanto tiempo con su compañera de pupitre, agitó el brazo.

Cuando estuvieron más cerca comprobó que algo le había pasado a la belleza de  Roberta, seguía estando, pero de otra forma,  más discreta y encogida.  Eran sus rasgos pero levemente descolocados, tampoco mucho pero sí lo suficiente como para que la armonía se hubiera roto. Ana ya no experimentó esa admiración y hasta ese miedo que sentía antes,  cuando la miraba y veía en su cara una perfección que la intimidaba.

Mademosille Lá le resumió su situación: tenía un hijo de ocho años,  trabajaba en el museo arqueológico, su madre había muerto hacía dos años,  ya no leía casi, no tenía tiempo, pero veía series, ¿ella veía series? Hablaron de las series que estaban viendo en ese momento, Roberta le dijo que sentía añoranza de aquellos años tan fáciles y felices, así los calificó,  y  se fueron cada una por su lado.

Ana se alegró de que Roberta no se hubiera interesado por su vida  y agradeció  que existieran las series y que sirvieran de nexo entre dos personas que habían perdido los vínculos. Se acordó de que el libro preferido de Roberta cuando estaban juntas en clase era El Principito y de cuánto le repetía  la  famosa frase  de “lo esencial es invisible a los ojos”. Ana, aunque nunca se lo dijo, odiaba esa frase, si hubiera sido verdad hubieran ligado lo mismo pero a ella ni la miraban cuando salían juntas. Y aunque ahora, al despedirse, también le había dicho que sí, que qué fáciles y felices habían sido aquellos años escolares, tampoco era cierto para ella.

Ni loca hubiera vuelto a ese tiempo, a soportar la lava incandescente del Thierry o  a que la Silvana, la de lengua, le sacara a la pizarra a hacer análisis sintácticos y a ser conocida  durante todo un año como María del Tubo porque escribió tuvo ,del verbo tener, con be. A desear siempre la belleza de su compañera Lá porque por mucho que lo desmintiera el Principito, lo visible y en especial lo visible bello era la puerta de acceso  a lo esencial para ella entonces: el amor, los besos.

Se giró para mirar otra vez a Roberta  que ya se perdía entre la gente y volvió a sentir, pero ya sin daño, como si le estuviera pasando a otro,  la sensación de nervios que tenía siempre en el estómago en aquellos días, la inseguridad, el aburrimiento de las largas horas encerrada en esas clases. Y vio la cara de la Vivi, que ahora le daba mucha pena,   mordiendo su galleta rescate sobre un fondo amarillo.

¡Oh, mundo! (segundo poema de Petronila)

¡Oh, mundo! Estás demasiado lleno.

Demasiado lleno de puestas de sol, de perchas para la ropa, de bocas y manos, de sexos y estrellas.

¡Oh, mundo, mundo!

Estás demasiado lleno de seres que nacen y mueren sin cesar, de huevos y gallinas, de granos de arena, de rocas fedespálticas y de uñas de los pies.

¡Oh, mundo, mundo, mundo!

Estás demasiado lleno de ventanas y de ojos que miran a su través para contemplar una pequeña porción de ti.

Demasiado lleno de cuentas de instagram tratando de capturarte, de capturarse a ellos en ti.

Es insoportable todo lo que te fotografían, mundo, yo la primera.

A veces me gustaría pisarte como a una de esas bolas de los plátanos de sombra, plas, plas,  aplastarte como hacen los niños liberando esporas,

otras guardarte para siempre en mi bolsillo y tocarte con las puntas de los dedos.

Pero no cabes y el para siempre no existe.

¡Oh, mundo, mundo, mundo, mundo!

tan lleno de ti y de todo lo existente, de tanto y tanto que mareas.

Y yo dentro dando vueltas, desgastándome en cada giro,

ínfima.