Mes: junio 2019

Esto ha sido Faetón

Había una vez un muchacho llamado Faetón, nombre horroroso donde los haya, aunque de eso él no tenía la culpa. Le gustaba bastante hacerse el chulito entre sus colegas ¿A qué no sabéis de quién soy hijo?, se pasaba el día diciendo.  Los otros hacían como si no le hubieran oído pero él insistía, «cuidadín conmigo que soy hijo del Sol, mi padre es Helios y tiene  un Jaguar». No era un Jaguar, era un carro tirado por cuatro caballos blancos, pero por actualizar un poco la historia.

Y así a diario, era muy machaca, «yo primero que soy hijo del Sol, apartad que soy hijo del Sol, me pagáis las cañas que soy hijo del Sol».  Los otros estaban empezando a hartarse, «anda tira, qué vas a ser tú hijo de Helios, pringao».  Pero él insistía e insistía y tan inaguantable se puso que uno le contestó, «pues si tu padre es Helios el mío es Zeus, no te digo…» Menudo se puso Faetón que no soportaba que nadie lo superase. Se fue a buscar a su padre y poniendo  cara de mucha pena honda se lo chivó, «que los otros no se creen que tú eres el Sol, que no se creen que yo soy tu hijo, déjame el Jaguar (carro) y así se lo demuestro».

No sabía nada Faetón, ya le tenía echado el ojo al carro desde hacía tiempo. Helios se resistió ya que era su instrumento de trabajo. Todos los días hacía el mismo recorrido viajando por el cielo de este a oeste. Según salia por el este se formaba el día y  al atardecer descendía por el Oceáno y apagaba las luces.  El carro iba tirado por cuatro caballos que escupían fuego, se llamaban Flegonte (ardiente), Aetón (resplandeciente), Pirois (ígneo) y Éoo (amanecer). Mientras manejaba las riendas para mantener a los cuatro caballos fogosos en el punto exacto, ni muy arriba ni muy abajo, iba muy contento cantando, «precaución amigo conductor, la senda es peligrosa y te espera tu madre o esposa. Acuérdate de tus niños que te dicen con cariño; no corras mucho papá».  Cancioncillas típicas  de dioses del Olimpo.

El caso es que al final cedió porque era un padre un poco permisivo y porque el nene Faetón era de los insistentes, «que me dejes el coche, que me lo dejes, que me lo dejes, que me lo dejes».  Así por la mañana, a mediodía y por la noche. Por no oírle más, se lo dejó.

Fue subirse al carro y empezó a ponerse todo loco y a acelerar, como era inexperto enseguida perdió el control de los caballos que primero empezaron a subir demasiado arriba y después, por completo desbocados, bajaron escupiendo sus fuegos hasta casi tocar la tierra ¡ Una calorina ,un resecarse los campos, una de incendios forestales,  unas temperaturas máximas de 42 grados y mínimas de 25, unas noches tropicales y unos días infernales! Aquello no  se podía soportar ni yendo por la sombra ni bebiendo agua hasta encharcarse. La Tierra, agonizante, pidió ayuda a Zeus y éste lo solucionó lanzando un rayo al chaval que cayó al río Po y  murió.

Digo yo si Faetón  no habrá resucitado y le habrá vuelto a quitar, esta vez sin permiso, el coche al papi Helios.

(Leyenda interpretada libremente por Esme)

 

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Los mensajes verdes

A Berenice Gallardete le encantaban las plantas, las tenía por toda la casa: en cada rincón, junto a las ventana, en el baño, en el dormitorio, en la cocina, en la sala, por el pasillo, en el cuarto de los niños  y en la terraza, colgadas del techo, trepando por las paredes, sobre los alféizares de las ventanas.

Le encantaban y se le daban muy  bien, sus plantas nunca enfermaban ni morían, al contrario, se desarrollaban de forma generosa y hasta torrencial, crecían, se expandían, se inflamaban, daban flores. Sus dos amigas , Manolita Kepler y Sabina Pizarrosa, se admiraban mucho de la buena mano que tenía con todo lo vegetal. A Manolita Kepler las plantas se le mustiaban como si vertiera sobre su tierra veneno en vez de agua y las de Sabina Pizarrosa  presentaban un aspecto regular, normalito, nada merecedor de exhibiciones.

Cuando una vez al mes se reunían en la casa vergel de Berenice a tomar café, las amigas expresaban su  admiración, sí, pero también hacían alguna que otra pregunta desconfiada pues no se podían creer que tanta exuberancia se consiguiera así como así.

«Pero si no hago nada», se disculpaba Berenice, apartando las ramas de la Zamioculca que se introducían con muy pocos miramientos en las tazas como si ellas también  quisieran participar de la merienda.  «De verdad que no hago nada, solo las pongo ahí», y mostraba un ahí  que ya era toda su casa, todo su ahí,» las riego de vez en cuando, más bien poco que mucho y ellas solas hacen lo que tienen que hacer. Me alegran la existencia, si os digo la verdad, pero no es mérito mío.»

Las amigas, en especial Manolita Kepler,  la envenenadora involuntaria, no la creían del todo y cuando Berenice no estaba presente debatían sobre el tema de tamaño éxito vegetal.

«Esta tiene que tener algún secreto para tener las plantas como las tiene porque no es normal, nunca se ha visto nada similar», decía Sabina Pizarrosa retorciéndose las manos y  pensando en sus mediocres tiestos.

«A mí no me termina de gustar», añadía despectiva Manolita, «quiero decir que yo no podría vivir en una casa así, tan llena de verde, si esto  parece una jungla, qué enmarañado todo,  se van a comer a su familia y a la propia Berenice como se descuide».

«A lo mejor es lo que pretende», se animaba Sabina. «Cualquier día se le pierden los niños detrás del ficus  o la drácena se come al marido, ¿te imaginas?» Y tras reírse un rato de la escena de Ildefonso Laínez siendo devorado pasaban a otras cuestiones, tampoco se iban a pasar el día hablando  de Berenice, esa  maniática de lo vegetal. Algo tenía de bueno esa pasión suya,  siempre sabían que regalarle: plantas.

«Ay, qué ilusión», aplaudía Berenice, «¿cómo sabíais que quería una costilla de Adán? ¡Pensamientos!, oh maravilla, parece que tengan caritas, caritas que reflexionan o recuerdan,¡ un anturio!, me apasionan esas flores rojas en forma de corazón, me voy ahora mismo a buscarles un sitio, está difícil pero lo encontraré, para una planta nueva siempre habrá lugar».

«Se va para hablar con ellas, claramente las prefiere a nosotras», decía Manolita en cuanto Berenice se largaba abrazada a su nueva  maceta. Sí, les habla, seguro que mantiene larguísimas conversaciones con ellas y sin embargo,  con nosotras cuesta que diga tres palabras seguidas, me pone nerviosa, nunca sé lo que está pensando, es muy reservada».

Pero Berenice no hablaba a sus plantas, nunca lo había hecho, como mucho las miraba desde lejos o desde cerca o desde media distancia ya que como estaban por todas partes podía experimentar variados puntos de vista y pensaba, “son una maravilla, está claro que  tengo un don de color verde, más me hubiera gustado tener uno de color azul e ir sembrando cielos por donde quiera que pisara, pero los cielos no se dan bien en un segundo interior”. Berenice, hay que admitirlo, era estrafalaria pensando.  Menos mal que sus amigas no tenían acceso a su caja mental de los secretos. Menos mal que nadie la tiene, excepto Google.

Lo que no contaba Berenice Gallardete a sus amigas, por su cerrada forma de ser y porque intuía que la podían conducir hasta la clínica psiquiátrica más cercana,  era la íntima e inquietante comunicación que había empezado a establecer con ellas o, mejor dicho, la que habían empezado a establecer las plantas con su dueña,  ofreciéndole pistas sobre aspectos de su vida que ni ella misma conocía. Las plantas habían empezado a actuar como  augures o como un avezado subconsciente que se adelantara a los acontecimientos.

Meses antes de que la premiaran por su trabajo de investigación sobre propiedades volumétricas de los fluidos,  la drácena, que con razón se apellidaba fragans,   le ofreció una maravillosa flor que llenó su hogar de un perturbador aroma  a jazmín. Con el tiempo Berenice  comprendió que  le estaba anunciando su particular florecimiento. Por eso se asustó cuando al cabo de unos meses  languideció y no hubo abono ni poda ni riego ni luz  que consiguiera enderezarla. Su prometedor trabajo había sido sepultado por otros más innovadores, ya nadie se acordaba de su investigación y su labor se volvió rutinaria y triste, ¿para qué tanto investigar?, se preguntaba algunas noches contemplando a su lánguida drácena  de resecas puntas, espejo de ella misma.

Algo parecido le ocurrió con el anturio, al que ella llamaba la planta del amor por sus rojas flores en forma de corazón. Florecía y florecía, se esponjaba y extendía como si fuera un símbolo de su sólida relación conyugal pero una tarde de domingo, cuando lo estaba regando mientras canturreaba desafinando un aria operística, a las que también era muy aficionada, el anturio se desplomó hacia un lado, vencido , herido de muerte. Berenice miró con recelo a Idelfonso, ¿tendría acaso un amante, ya no la quería? Intentó arreglar el desparrame de la planta colocándole un palo en el centro y atando a él sus ramas. Más o menos consiguió enderezarla pero al ir a colocarla en su sitio el palo  tutor se le clavó en un ojo.

Ese fue el inicio de su decadencia.  Al igual que antes no  intervenía para que sus plantas  lucieran tan esplendorosas, ahora tampoco era responsable de que  se marchitaran en bloque. Berenice se paseaba deprimida por su casa contemplando sus marchitos campos y  cantando en voz muy baja, no le daban las fuerzas para más,  «Oh fortuna cambiante como la luna».

¡Qué etapa más mala pasó Berenice Gallardete! Los niños, que siempre habían estado sanísimos, empezaron a contraer todo tipo de virus encadenados que luego la contagiaban a ella. Como debido a la mala salud familiar faltaba mucho al trabajo, la degradaron, un joven inepto ocupó su puesto y ella, la otrora exitosa investigadora, quedó relegada a una posición oscura y subalterna. Su hasta el momento amoroso Idelfonso se mostraba esquivo y raro hasta que una noche, mientras cenaban,   le anunció que había decidido dejarla por una prometedora numeróloga de veinticinco años.

¡Numeróloga encima!, pero si somos científicos,  lloriqueaba Berenice en el café mensual esperando el consuelo de Manolita y Sabina.  Y claro que la consolaban, le pasaban la mano por la espalda, le decían que no se preocupara,  que todo mejoraría al igual que había empeorado, que solo tenía que darle tiempo al tiempo y no desanimarse mientras tanto. Ahora la percibían más cercana, les resultaba más fácil ser empáticas que cuando era esa mujer llena de dones y plena de éxito y  felicidad. Ahora sí que querían de corazón a Berenice Gallardete.

Un fin de semana  de cielos pesados y turbios , mientras limpiaba los vómitos de los niños , colocaba trapitos sobre sus frentes ardientes y pulverizaba las hojas de sus plantas moribundas, ya que  no se atrevía a tirarlas, Berenice comenzó a hacer lo que hasta entonces nunca había hecho: hablar en voz alta.  No es que hablara con las plantas es que, de puro desespero, lo hacía sola. Iba de un lado para otro, pálida y nauseosa,  arrastrando su cuerpo agotado y narrando todas y cada una de sus penas a aquel erial desecado.

Una vez que terminó el relato abrió la ventana para ventilar  y asomada  sobre los pochos geranios cantó, bastante mal pero con mucho sentimiento, el aria de Griselda, esa que dice:  «mi riverdi, o selva ombrosa, ma non piú regina esposa, mi riverdi sventurata, disprezzatta pastorella «.

«Mira que canta mal la Bere», gruñó el vecino del tercero bajando con furia su persiana.  Pero en ese mismo momento, silenciosa, diminuta, despuntó del tronco de la drácena, verde y brillante, una nueva hoja, un pequeño y casi imperceptible mensaje de esperanza.

 

 

Todos los médicos odian a esta mujer

Lo que no sé es por qué la odian, veo mucho ese titular pero no me atrevo a pinchar por si hubiera virus encerrado. Como la dueña del blog sigue ausente y antes de que Petronila cuele más poemas lacrimógenos con un rima que ni los de la clase de  primero de infantil, he vuelto. Ya no hace falta que os diga quién ha vuelto, ¿verdad?, no soy  la mujer a la que todos los médicos del mundo odian, esa no.

No era mi intención mancillar este espacio con mis tonterías, bueno sí que lo era, para qué voy a mentir. Pero aparte de dejar mis huellas, sobre todo, sobre todo  es  que  tengo que compartir el impacto que ha sufrido mi sensibilidad al contemplar a nuestro monarca vestido con el disfraz, que me diga traje, de la Orden de la Jarretera. Por todos los santos del  cielo,   si todavía me lloran los ojos: ese plumaje blanco que le cuelga por un lado de la boina (perdón, gorra alada estilo Tudor), esos lazos de vestido de primera comunión en los hombros de los que pende un collar dorado, esa capa de tuno  y,  para remate, una tela igualita a la de las butacas del cine que había en mi pueblo, dejada caer así, como quién no quiere la cosa, sobre el hombro derecho. Y después de dejarse ataviar de semejante guisa, ¡ale!, a desfilar  con sus nuevos amiguitos los jarreteros.  Más contentos que iban…luego se fueron a tomar el té mientras repicaban las campanas.

No puede ser verdad, no puede ser, me estaba yo diciendo mientras lo contemplaba, y luego querrán que confiemos y respetemos a la institución monárquica por  su modernidad y cercanía para con  los problemas del pueblo llano. Y eso me estaba diciendo cuando vi, agrandando la imagen,  que también llevan bordado un escudo con unas letras que dicen, «Honi soit qui mal y pense», que traducido viene a querer decir, «que la vergüenza caiga sobre aquel que piense mal».  O sea, que se lo imaginaban, que ya sabían ellos, los jarreteros,  que íbamos a pensar mal. y desde el traje nos largan la maldición. Ya ni la diversión de pensar mal nos van a dejar.

Todos los médicos odian a esta mujer. Si alguno sabe el motivo, que me lo cuente.

Queda debidamente mancillado este blog.

Adiós.

El sueño amarillo (tercer poema de Petronila)

Bajo la sombra de un tilo me senté a descansar

sus dulces efluvios me hicieron soñar.

Soñé con luciérnagas y estrellas de mar.

Soñé con un ciervo y con un trigal.

Santi el carnicero me vino a buscar,

del cielo bebimos en fino cristal,

golondrinas fuimos surcando el trigal.

La tarde era bella y yo estaba en paz

pero un perro oscuro se puso a ladrar.

Despierta, Petronila, aulló el animal:

no hay ciervo,

no hay luciérnagas,

no hay estrellas de mar,

no existe el trigal

ni azul que se beba en fino cristal,

no eres golondrina y Santi no está.

Rieron las flores del tilo, rieron sin parar,

polvillo de burlas me ensuciaba el chal,

su amarilla risa me hizo estornudar.

Ladraba,

siniestro ladraba el muy negro can.

Bajo la sombra del tilo me puse a llorar.

 

Y la luna también

Lo siento, soy Esme otra vez, tal vez estabais esperando un relato (ya son ganas) o noticias de la prima Petronila. Pues no, ni lo uno ni lo otro, lo único que os puedo decir es que Petronila se ha sentado debajo de un tilo, ahora que están en flor y son tan aromáticos, a escribir horrorosos poemas, confiemos en que nunca salgan a la luz. Y en cuanto a la prima de la prima, lo más seguro es que  esté escasa de inspiración. No me extraña, bastante ha inspirado ya, ahora que expire y deje hablar a los demás.

Un poco la entiendo, a mí me pasó algo parecido tras escribir el libro sin palabras,  me quedé tan en blanco como él y pasé unos días malos, malos, pero si ya lo tengo todo dicho, pensaba yo, ¿y ahora qué?  Ahora nada, la vida sigue, la vida siempre sigue hasta que se para.

El caso es que os traigo otra noticia que puede que os consuele si estáis envejeciendo y os han salido arrugas. No, no se trata de inyecciones de ácido hialurónico ni de la crema de baba de caracol.  He dicho consuelo, no arreglo ni timo. La noticia  es esta: la luna se está arrugando y empequeñece.

Tan poca culpa tengo yo de esto como del adelgazamiento de los libros. Son informaciones que una lee y comparte con todos vosotros. No me voy a quedar yo sola con esa desazón.

Pues sí, un análisis de más de doce mil imágenes capturadas por una sonda lunar ha revelado que la luna se encoge y aja cual pasa mientras que su interior se enfría. Pero como su piel no es flexible como la de la uva,   la corteza de la luna se rompe formando fallas de empuje, o sea, arrugas. Esto a ella le debe de sentar bastante mal, a nadie le gusta el deterioro, y reacciona enfadándose. Tanto se disgusta y se solivianta,  que se provoca lunamotos, algunos bastante potentes, de hasta cinco grados en la escala de Ritcher. Algo así como pillarse un rebote pero a escala lunar.

Y si la luna está viejuna, Mercurio está para los arrastres, todavía más encogido y achacoso, eso le pasa por haber tomado tanto el sol sin protección. Menudo sistema solar más pachucho que tenéis.

Libros sin hojas, lunas arrugadas, ¿qué será lo siguiente? Anda, mira, si esta es de hoy, desaparecen las plantas, 600 especies en los últimos 250 años.

Me vuelvo al armario antes de que queráis matar a la mensajera.

Adiós.

 

 

 

El libro sin

Buenos días, seres invisibles de la blogosfera, soy Esme, una que…eso, esa misma. Ayer leí una noticia que me puso muy contenta, es esta: los libros cada vez tienen menos páginas, del 2009 al 2017 las editoriales han ido recortando una media de 20 páginas y esa será la tendencia, muchos libros nuevos con muy poco dentro. Pronto llegaremos a lo que a mí me ilusiona, el libro vacío, el libro sin letras, el libro nada. Y si me ilusiona es porque yo ya tengo con mi nombre en la portada y unas críticas buenísimas escritas por mí misma un libro así. Anda que… soy una visionaria, lo sé. Lo presenté hace dos años en la Feria del Libro, nadie me hizo ni caso pero es porque, como de costumbre, me adelanté, fui vanguardista a más no poder.

Muchas ventajas  veo yo a estos libros huecos. Por ejemplo, te vas a la cama con sueño y cansancio, en todo el día no has leído nada porque has perdido mucho tiempo trasteando por las pantallitas, tienes tu libro en la mesilla, te acuestas, lo abres y te dices, venga, que voy a leer un rato, mi cerebro algún día me lo agradecerá. Lo abres, lees lo que allí hay (nada) y caes plácidamente en el sueño. Ale, fin de la mala conciencia. Leer has leído, si el libro no tenía letras ni por tanto palabras ni por tanto frases ni por tanto mensaje alguno, tú qué culpa tienes. Ninguna.

También te puede servir como objeto de meditación sobre el silencio, sobre el vacío, sobre la futilidad de todas las cosas, eso ya como tú quieras o incluso puedes escribir dentro tu propio libro, en la tapa llevará el nombre de otro pero tampoco es cuestión de ser tan protagonista. Fuera egos, causante de todos nuestros males.

¿Os imagináis a Tolstoi intentando publicar hoy Guerra y Paz? O guerra o paz, elige León, le contestarían al hombre,  pero las dos cosas juntas no puede ser, demasiado largo. Con suerte se quedaría en Guerra, la paz es muy poco interesante para una novela.

Por no hablar del pobre Proust y sus siete tomos de » En busca del tiempo perdido». Para tiempo perdido el nuestro leyéndote, chato, le dirían, anda para casa que tienes asma y te pones muy pesado con las marquesas.

Otro que sufriría de rechazo editorial casi seguro sería Joyce y las mil páginas de su Ulises, «pero si transcurre solo en un día», pienso que podría decir él para justificarse. «Pues o lo haces transcurrir en solo una hora o, mejor, en un solo minuto o, todavía mejor, sin que transcurra o no hay libro, habráse visto…»

Adiós (posible contenido para un libro del futuro ya demasiado largo) Y es que cuánto puede querer decir la palabra adiós. Mucho, todo. Me vuelvo al armario a ver que más noticias del mundo horrible que os espera encuentro. Le preguntaré al Toni que él también las atesora  en un cuadernillo del terror, solo que como es muy antipático no quiere venir a contarlas.

«Magnífica, sutil, original», eso dijeron las críticas de mi novela sin letras. Ja.

 

 

La sopa

 

Como cada noche, el señor Briner ató la bolsa de la basura y comunicó a su mujer que salía a tirarla. Le gustaba dar el parte de  cada uno de sus pequeños actos cotidianos. Ella pronunció un desvaído «bien» sin levantar la cabeza del libro que estaba leyendo.

El señor Briner pasó junto a las casas de dos de sus vecinos. Los perros le ladraron no supo si de forma amistosa, hostil o, simplemente, por mero aburrimiento canino, por hábito. Pensó que más bien sería por esto último y lanzó la bolsa de la basura con un gesto rápido, seco y certero dentro de un gran contenedor verde. Lo hizo girando la cabeza hacia un lado pero aún así su olfato captó una apestosa vaharada a desechos.

Arrastró calle arriba sus pies calzados con alpargatas y se metió por uno de los callejones laterales. Aún no tenía ganas de volver a casa, sentía la necesidad de moverse, de pasear un rato. En el callejón olía a jazmín y a otras flores para él desconocidas pero de fragancias igualmente empalagosas. Cuatro calles más abajo se encontraba el mar y, aunque ni se oía ni se veía, expandía su húmedo aliento envolviéndolo todo y creando una atmósfera densa y sofocante.

Justo cuando se encontraba en  mitad del callejón tuvo la sensación de estar metido en un cuerpo mayor que el suyo, de estar contenido en él, de flotar, como un ridículo tropezón, dentro de una sopa caliente.

Aceleró el paso algo agobiado pero ese ligero aumento de la velocidad de su marcha le hizo sudar. Pesados goterones se deslizaban por su pecho y por su espalda pegándole la camiseta. Los grillos cantaban en uno de los pocos terrenos que quedaban sin urbanizar. Pronto estaría también construido como atestiguaba un horizonte erizado  de grúas.

Un murciélago sobrevoló su cabeza acercándose a la luz de las farolas para alejarse de nuevo rápido y torpe, con un brusco viraje.

El señor Briner sintió angustia y echó a correr como cuando era niño, sin motivo ni dirección. Sin embargo, aquella carrera no era una placentera carrera infantil sino el trote angustiado y torpe de un hombre maduro.

En realidad, lo que quería era correr hasta el mar, acercarse a la orilla y contemplar el anochecer sentado en uno de los bancos del paseo pero su carrera le llevaba en dirección contraria, hacia el monte que, por detrás del pequeño pueblo,  se alzaba mostrando sus anaranjadas crestas.

Llegó hasta las vías del tren y allí se quedó sentado, recobrando poco a poco la respiración, contemplando el cielo y las escasas estrellas que las luces eléctricas no conseguían eclipsar.

Al cabo de un rato desanduvo el camino, marchó por la calle más ancha caminando junto a las vallas de los chalets. Algunos eran antiguos y poseían una abundante vegetación que los aislaba del exterior pero otros, los de reciente construcción, se mostraban desnudos y despoblados, exhibiendo las vidas de sus habitantes. En una de las casas, dos hermanos pequeños se peleaban. La madre, asomada a la ventana, freía salchichas; el padre, en bañador, se duchaba junto a la piscina.

Cuando el señor Briner entró de nuevo en su casa, empachado de olores  y envuelto en la pegajosa bruma caliente, su mujer había terminado de leer y se estaba pintando de rojo las uñas de los pies.

Admiró su tranquilidad, su apacible modo de estar en la vida. Hubiera querido decirle que corrían peligro, que formaban parte de una sopa y que alguien, armado de una enorme cuchara, se los iba a comer. Hubiera querido decirle que en esa sopa había también grillos, contenedores de basura, brazos de grúas, ladridos de perro, gritos de niños, olores a tortilla, salchichas fritas y jazmines, murciélagos, estrellas apenas perfiladas y que todo, todo eso iba a ser devorado por la gran boca, iba a ser masticando, triturado hasta desaparecer.

Hubiera querido pero, así como acostumbraba a  comunicar sus pequeños y repetidos actos cotidianos, era incapaz de hacer lo mismo con otro tipo de sensaciones o pensamientos. Por eso se limitó a anunciar en un indiferente tono de voz: voy a lavarme los dientes, luego ponemos la serie.