Cuando llegábamos a la playa cada mañana, ya estaban los habituales en sus sitios y si no estaban todavía porque habíamos madrugado más que ellos, aparecían al rato y se instalaban. Durante los cinco años que estuvimos yendo a esa playa, siempre eran los mismos. Eso nos gustaba, nos daba sensación de seguridad.
Todos nos conocíamos sin conocernos, superficialmente, de algunos sabíamos los nombres o la procedencia, de otros nada, excepto sus costumbres. Las dos que se sentaban a nuestra izquierda eran hermanas, se parecían mucho, y los cuatro niños eran sus hijos. Tres eran hijos de la que considerábamos la hermana mayor y la niña restante, la más pequeña del grupo, era hija de la otra hermana.
Esas dos hermanas y sus hijos eran los más guapos de toda la playa, en nuestros paseos de punta a punta, nunca habíamos encontrado a nadie que los superase en estilo y belleza, al menos no como grupo y menos todavía como grupo estable, habitual. Las hermanas guapas llevaban unos sombreros de paja muy grandes, vestidos blancos sueltos y muy variados bikinis, siempre bonitos y especiales.
A nuestra izquierda ocupaba el territorio otra familia compuesta por un padre, una madre, un abuelo muy en forma y tres chicos a punto de entrar en la adolescencia. Nadaban mucho y muy bien, padres e hijos llevaban bañadores sobrios de color azul marino y gorros y gafas de natación como si hubieran venido nadando desde Zaragoza, ciudad de la que procedían.
El abuelo jugaba a las palas con los nietos, sin cesar jugaba a las palas, le daba con fuerza y estilo y no se cansaba nunca. Los padres cruzaban a nado hasta una pequeña isla que había enfrente y a la vuelta se sentaban debajo de su sombrilla y se comían cada uno en silencio una manzana verde, ácida.
Apenas hablaban entre ellos, como mucho para decirse, pásame el agua, ¿has visto la crema? o ¿qué hora es? pero se intercambiaban a diario una breve información relativa al clima que consistía en comparar los grados de Zaragoza con los de la playa. Los días que habían mejorado con el cambio, y eso significaba para ellos que en su ciudad hiciera más calor, lo que solía suceder, se ponían muy contentos. Pero si se daba el caso de que fuera un día de bochorno absoluto y altas temperaturas y en Zaragoza tormentas que habían refrescado el ambiente, se quedaban callados como meditando su mala suerte y mordían la manzana verde con un poco de rabia.
Delante, y por mucho que avanzáramos en posiciones situándonos casi en el agua, siempre estaban delante, no sé cómo lo conseguían, estaba la familia de los dos bebés cagones. Era una familia de padres gordos, una abuela más gorda todavía, y dos bebés rollizos. Iban muy bien pertrechados de neveras con comida, una piscina hinchable para los niños, juguetes para poner dentro de esa piscina, flotadores enormes en forma de animales marinos, dos sombrillas acaparadoras de sombra y muchos bolsones que les servían para expandir y delimitar territorio y para pasarse la mañana rebuscando en ellos y sacando cosas y luego volviéndolas a guardar.
Para que los bebés estuvieran más cómodos les quitaban un rato los pañales, rato que aprovechaban debidamente para hacerse caca, lo cual lamentaban mucho los padres gordos por el trabajo que les suponía, pero que gustaba mucho a la abuela gorda, que desde su silla aplaudía con gran felicidad como si las deposiciones fueran las obras de dos artistas precoces.
Bajo el sonido de los aplausos, los padres recogían los excrementos, armaban mucho jaleo limpiando a los bebés y decidían si les volvían a poner los pañales o se arriesgaban a otra nueva obra de arte precoz con todo el trabajo que ello implicaba. Casi siempre se arriesgaban.
Mientras tanto, las hermanas guapas seguían su propia rutina. La menor se sentaba o más bien se dejaba caer lánguida en una hamaca mirando al mar desde debajo de su gran sombrero y de ahí no se movía. La mayor hablaba mucho por teléfono con los pies metidos dentro del agua, hablaba por teléfono y vigilaba a los niños, su larga y abundante melena rizada me tenía fascinada, no podía dejar de mirarla y no era la única. Ella sabía que su larga melena rizada causaba admiración y la movía de un lado hacia el otro o se la recogía para después soltarla o se la colocaba cayendo solo hacia un lado, por un hombro, mientras el otro quedaba descubierto. Algunas veces se quejaba por teléfono a su interlocutor, tenía varios, de esas mañanas de playa con tantos niños a su cargo, le decía que prefería la oficina pero yo no podía imaginármela dentro de una oficina ni casi en ningún otro lugar, la guapa de la playa solo podía estar en la playa, con la melena al viento y los bikinis bonitos.
Una de esas mañanas, todo estaba como siempre, la hermana mayor guapa hablaba por teléfono metida en el agua pero de espaldas al mar, de tal modo que parecía que se dirigía a nosotros, los de las toallas. Era como una actriz de teatro, el mar era su escenario y en la playa tenía el patio de butacas. La hermana menor guapa escondía sus pensamientos debajo de su sombrero y miraba al mar, no a su hermana, su función no le interesaba, miraba a través de ella o más allá de ella.
Los padres de Zaragoza ya habían nadado ida y vuelta hasta la isla y acababan de empezar a morder la manzana, el abuelo jugaba a palas con uno de los nietos y los bebés gordos acababan de hacer caca delante de nuestras toallas. Lo habitual.
Los padres gordos se pusieron a recoger los excrementos de los niños y a armar mucho lío en la operación cuando vimos correr a los socorristas y adentrarse en el mar por donde unos brazos de hombre subían y bajaban.
Los hijos de las hermanas guapas dejaron de hacer sus construcciones de arena, el abuelo tiró las palas, los niños cagones se quedaron a medio limpiar y las manzanas de los de Zaragoza a medio morder.
La hermana guapa menor se levantó con cansancio, despacio, como si el ahogado le hubiera fastidiado su entrega absoluta a la contemplación del mar, su intercambio de secretos, esos que llevaba guardado debajo de su sombrero de paja y se acercó a la zona de arena, donde trataban de reanimar al hombre.
La mayor guapa seguía hablando por teléfono pero con más excitación, le contaba a uno de sus interlocutores y de paso al resto de los espectadores de la playa, lo que estaba sucediendo, “es increíble, esto que crees que solo pasa en los informativos (como si lo que pasara en los informativos no fuera extraído de la vida real) y acaba de ocurrir aquí, sí, un hombre, no sé decirte la edad, mediana edad, tampoco muy viejo, joven ya no, se estaba ahogando, lo acaban de sacar, no sé, le habrá dado un calambre dentro del agua o se habrá mareado o un infarto, qué sé yo, lo están tratando de reanimar, ya llega una ambulancia, han sido rápidos, lo van a poner en una camilla. Me niego, me niego, me niego totalmente a que mis hijos vean esto.”
Venid aquí ahora mismo, les gritó moviendo su maravillosa melena larga y ondulada, me niego a que veáis lo que no tenéis edad de ver. Vero, Caro, Pablo, aquí de inmediato.
La prima Sofía se ha quedado mirando, protestaron los niños. La hermana guapa mayor lanzó una mirada furiosa a la hermana guapa menor que no trataba de alejar a su hija del hombre ahogado, la dejaba que presenciara la escena desde bien cerca, sacando su tripa infantil y retorciéndose unos hilos con bolitas que le colgaban de los lados del bañador.
Que haga lo que quiera, pero si esta noche tiene pesadillas a mí que no me despierte. Mi hermana es alucinante, le dijo al del teléfono o a todos nosotros, sus espectadores, volviendo a su puesto en el escenario de agua, es alucinante, pasa de todo. Me niego, me niego, me niego. No aclaró a qué se negaba esta vez.
Se llevaron al hombre ahogado en una ambulancia justo en el momento en el que por encima del mar pasaba un globo aerostático con publicidad de un hotel cercano. El abuelo maño fue el primero en inciar el movimiento, retomó con brío sus palas y con el primer golpe los padres gordos limpiaron a los bebés y sacaron una bolsa muy grande de patatas fritas, la madre y el padre zaragozanos mordieron sus manzanas a medio comer, la hermana menor guapa regresó a su silla, se bajó el ala del sombrero y miró al mar.
La mayor guapa volvió a contarle la historia a otro interlocutor desde el principio pero ya más resumida, con menos detalles, «no, no sabemos si está vivo o muerto». Dicho esto, se recogió la melena en una especie de moño y luego se la soltó en cascada.
Se oyeron unos aplausos, otra vez la abuela gorda, «olé mis niños», dijo.