Hojas caídas
Llegan volando de algún lugar:
Fin del otoño.
Hojas caídas
Llegan volando de algún lugar:
Fin del otoño.
Serafín Espejo salió a dar una vuelta en la tarde del domingo, se subió al primer autobús que pasaba por delante, se sentó cómodamente y se puso a mirar por la ventanilla. Había tanta gente en la calle que Serafín, que había imaginado otras visiones más idílicas desde su casa, empezó a agobiarse y a preguntarse con rabia dónde irían todos esos y para qué. Como si él no fuera uno más de todos esos.
Había familias, parejas cogidas de la mano, solitarios como él, mujeres mayores agarradas del brazo, grupos diversos. Muchos de ellos se detenían para hacerse fotos o fotografiaban los edificios o se fotografiaban delante de esos mismos edificios. Intentó apartar la vista de la gente porque tantos de sus congéneres yendo y viniendo por las calles, entrando y saliendo de las tiendas y tratando de atrapar instantes de ellos y de su entorno le causaba una tristeza extraña y le hacía preguntarse por el sentido de la vida. No quería preguntarse por ese sentido porque no tenía respuesta que ofrecerse, está claro que es tonto además de inútil pedir respuesta a la misma persona que hace la pregunta.
Su breve crisis existencial fue eliminada de golpe por una música impertinente que provenía de su propio teléfono. La pantalla se llenó con la cara sandunguera de su amiga Vilma Maruja. Estuvo tentado de no responder pero enseguida se arrepintió, cómo no iba a contestar a Vilma.
¡Sera!, gritó ella, acabo de verte en el bus, llevabas tu cara típica, la de empanao, baja que estoy aquí. Serafín miró hacia la calle buscando el aquí de Vilma, pero no lo vio. Aquí, aquí, delante de “La casa de las carcasas”, ¿me ves ahora?, baja, corre, ¡qué casualidad pero qué casualidad!, con las ganas que tenía de verte.
La casa de las Carcasas con todas esas fundas de plástico de colores colgadas por las paredes le parecía un sitio horrible a Serafín Espejo, ¿y si no bajaba? Vilma Maruja era, junto con Ignacio Vallejo, una de sus mejores amigas pero a veces le caía mal, por ejemplo cuando interrumpía su paseo sin rumbo y le hacía bajar delante de la Casa de las carcasas. Y lo que es peor, entrar. Ya estaban dentro mirando carcasas. No sé cuál elegir, ¿tú cuál elegirías, Sera? A buena parte iba. Ninguna, no elegiría ninguna, dijo Serafín, que para las negaciones sí era rápido y ejecutivo, y larguémonos de aquí.
Caminaron entre riadas de gentes en busca de felicidad, se suponía, hasta que llegaron al Paseo de Rosales. Bandadas de grullas cruzaban el cielo en dirección norte, Serafín se quedó embobado mirándolas. Y por eso mismo estoy muy contenta, oyó decir a su amiga entre alas. Con la contemplación de las aves, Serafín se había perdido la primera parte de la frase y ahora no sabía cuál era el motivo del contento de Vilma. Qué bien, dijo por salir del paso.
De todas formas, Vilma Maruja rara vez no encontraba algún motivo de contento, tal vez ella sabía algo, ¿Para qué crees que sirve vivir, Vilma?, el sentido, quiero decir. A Vilma le hizo tanta gracia la pregunta que se paró para reírse sujetándose los costados, sus rizos rubios se agitaban muy felices y eléctricos.
Vivir sirve, sobre todo, para estar vivo.
Ah, claro, me quedo tranquilo, y morir para estar muerto.
Vilma Maruja no captó la ironía, casi nunca las captaba.
Ahora mismo no me importaría morirme, ya he vivido mucho, madre mía, todo lo que he vivido, es impresionante.
Serafín se desconcertó, ¿pero no decías hace un momento que estabas muy contenta?
Sí, y lo estoy, ¿y eso qué tiene qué ver?
Serafín ya no preguntó más, fueron caminando hasta el final del paseo y allí, en la esquina por donde se estaba metiendo el sol, Vilma Maruja se giró, se apoyó en sus hombros y lo besó. Lo siento, añadió luego, no estoy enamorada de ti, que se te quite la idea.
Ni yo de ti, pensó Serafín, pero que ni un poco. No se lo dijo. Vilma Maruja siempre creía que todos la amaban y el sentirse así de adorada por toda la humanidad, ya que en ese todo cabían hombres, mujeres, infantes, perros y hasta flores, le daba mucha felicidad, ¿por qué iba a quitársela él?
Acababan de encenderse las farolas sobre los árboles amarillos y como obedeciendo a una orden, el sol se metió.
Yo creo que la carcasa roja me iría bien, dijo Vilma Maruja mirándose las botas, que también eran rojas.
Dado que, dijo la señora Miraflores y se calló. Le gustaba empezar las frases con esa expresión aunque luego no supiera cómo continuar. ¿Dado que, qué?, preguntó su amiga, la señora Espinar. Dado que tenemos mucho que hacer esta mañana, espero que Dunia no tarde mucho en atendernos. Eso sí, dijo la otra. Las dos dejaron sus bolsas con ropa sobre el mostrador y se pusieron a mirar las paredes y el suelo mientras, de lejos, Dunia les hacía un gesto con la mano que quería decir “ya voy”. Como no iba le añadió palabras: ya voy, ahora mismitito voy.
Cuando dice ahora mismitito es que va para largo, me la conoceré yo a esta, le dijo Espinar a Miraflores.
Dado que se le amontona el trabajo es lógico que tarde un poco, lo que ya no es tan lógico es que quiera acaparar tanto, mira cómo lo tiene todo de ropa.
A la propia Dunia también le parecía que había demasiada ropa, las prendas colgaban fantasmagóricas sobre su cabeza, creando sombras en la mesa donde cosía. Más prendas se alineaban a lo largo del estrecho pasillo sin dejar ni un hueco libre y otras tantas se amontonaban sobre una mesa auxiliar. Ese montón era de ropa todavía sin clasificar y cada vez que levantaba la vista de la costura lo veía más y más grande, más alto, más ancho, más desparramado, como si fuera algo vivo , tal vez de una especie vegetal capaz de proliferar a gran velocidad.
Mismitito estoy llegando, dijo en gerundio pero sin moverse todavía de la silla, quería terminar lo que estaba haciendo.
¿Qué te dije? Cuando dice mismitito prepárate a morir.
Pues yo me voy, no puedo esperar. Dunia, ya vendremos otro día, no podemos esperar, gritó la señora Espinar apoyando una mano en el picaporte de la puerta, solo apoyándola.
Dunia se levantó y sonriendo avanzó por el pasillo del local, que era largo y estrecho. Caminó entre abrigos, pantalones, chaquetas, chaquetones, blusas, vestidos. ¿Qué me traen? Abrió las bolsas. Probar, primero hay que probar. Hizo pasar a la señora Miraflores tras la cortina morada, donde estaba el probador y fue sacando las prendas de la otra.
Muy bonito esto, muy bonito, te lo puedes poner con rosa o con amarillo también te quedaría bien o con…
Dado que no barres está el suelo lleno de alfileres, de telas y de pelusas, dijo la señora Miraflores desde dentro del probador, contenta porque esta vez la frase le había cuadrado muy bien. Y me acabo de pinchar, añadió triunfal.
Dunia soltó una risita, claro que no barría, no había tiempo para barrer.
Miraflores salió del probador luciendo un vestido de color verde, le quedaba muy apretado por delante. A ver si me lo puedes ensanchar un poco descosiendo de aquí y de allá. Bueno tú verás lo que haces, me encanta este vestido lo tengo desde, ¿qué edad tendría yo entonces?, ¿treinta? No sé qué me ha podido pasar por aquí delante para que ya no me quepa,
Los cuarenta son los nuevos treinta y los cincuenta los nuevos cuarenta, dijo Espinar con poco convencimiento observando unos cuadritos que había en un lado de la pared. Eran dos acuarelas del puente Alejandro III sobre el Sena, en una se veía a una pareja abrazada, mirando al río, en la otra nada porque estaba envuelta en niebla pero se adivinaba ese mismo puente o tal vez otro. Paris, París, ¿has estado en París, Dunia?
Pero claro y en más sitios. Ahora solo estoy aquí y señaló el pasillo y su final donde se veía su silla y su mesa con la máquina encima. Aquí siempre y siempre, muchas horas aquí, no sé si hace sol o está nublado.
Hoy está nublado y hace un frío que pela, estás mejor aquí, recogida, no te creas que está la calle como para andar pateando, ¿tiene arreglo el vestido o no tiene arreglo?
Pero claro, todo tiene arreglo, si tiene usted un cuerpo de modelo, con esas piernas…lo abro un poco por aquí y se lo ensancho. Ya está.
La puerta se abrió de nuevo, era el señor Margill, un buen cliente. Traigo estos trajes y dos pantalones de mi mujer, ¿podría estar para finales de esta semana? Nos vamos de viaje.
Pero claro, puede estar, puede, se lo tengo, cómo no, espere que ahora mismitito le atiendo. En cuanto termine con estas dos señoras.
El señor Margill era muy locuaz, le gustaba en especial hablar sobre sus hijas de las que siempre decía que eran bellísimas personas. Eso es lo más importante, ¿verdad?, ¿qué puede haber mejor que la bondad? Se lo digo siempre a María del Carmen, mi mujer. María del Carmen, nos habremos equivocado en muchas cosas pero en esto no, las tres chicas son bellísimas personas.
¿Y a nosotras qué nos importa?, le dijo por lo bajo la señora Espinar a la señora Miraflores. Dado que nada…nada, no nos importa nada.
A Dunia sí parecía importarle porque miraba a Margill con mucha atención, cada vez que el hombre hablaba, la piel que le colgaba bajo el cuello se movía hacia los lados, temblorosa, dándole un aspecto de envejecida ave marina. Dunia se imaginó que cortaba y cosía toda esa zona y lo dejaba perfecto, era muy fina con los remates, muy fina. Ya no recordaba desde cuando se dedicaba a coser imaginariamente los defectos en las caras y los cuerpos de sus clientes, pero el caso es que no podía dejar de hacerlo.
Son tres bellísimas personas, repitió el señor Margill, remachando la idea central de su discurso.
Dunia miró de reojo el montón de ropa sin clasificar, no era posible pero había aumentado, estaba más alto, más ancho y más desparramado. Si seguía así pronto invadiría toda la tienda y la asfixiaría como hiedra mala.
Seguro que lo son, como el padre, como el padre, un hombre muy elegante, además, muy elegante, le respondió sin mirarle porque no quería ponerse a coser su cuello de nuevo. Si no se iban pronto los tres, no le iba a dar tiempo a terminar los encargos de la mañana. Hizo una respiración profunda mirando el cuadro de la niebla, le pareció que respiraba un aire muy húmedo y un poco pegajoso.
Cuando por fin se marcharon y de nuevo se quedó sola, Dunia volvió a su máquina. En el lugar de la espalda alguien le había colocado un saco con dolorosas piedras, en los ojos le había volcado arena y los brazos se los había cambiado por dos ramas quebradizas. Se frotó los ojos, inclinó la cabeza, accionó la máquina. La hiedra seguía creciendo.
Nunca había entrado Serafín Espejo en la tienda “Kacharros y más” por parecerle cutre y anticuada, como mucho le había echado una ojeada rápida al pasar por delante. Pero al ver esta tarde pegado en su escaparate un cartel en el que anuncia su cierre, le ha brotado el deseo de entrar y comprar cualquier cosa. Puede que se esté perdiendo algo grande en su vida por no tener uno de esos cacharros, (¿o debería decir Kacharros?) tan poco útiles pero con cierta belleza decadente o esos jarrones de vidrio de colores donde colocar ramas o flores o nada, solo para mirar cómo juega con ellos la luz al atardecer.
Como es un hombre bastante indeciso, ha pegado la nariz al escaparate y se ha pasado un rato contemplando cada uno de los objetos que si se da prisa podrían ser suyos, pero perderá para siempre si pasa de largo. Caso de que se decida podría tener una corbata de falsa seda italiana descolorida, papiros de diferentes tamaños, guirnaldas, platillos para el pan, pequeños botes para aromatizar de manzana y piña o barritas de incienso «sri saibaba» con la cara muy feliz de sai baba impresa en sus cajas de alargado cartón.
Mientras mira tironeándose dubitativo los pelos de la ceja derecha, piensa que no sería raro que al encender una de esas barritas, el espíritu del simpático sai baba, tiene una cara de alegría que no puede con ella, se extendiera por toda su casa impregnándola de dicha y buen rollo. Pero no se decide, otro día, otro día pasaré y ya veremos, se dice dejando atrás «Kacharros y más» y liberando los pelos de la ceja.
Para comprar lo que quiere, una alfombra de ducha, ha entrado en una tienda de los chinos. Cuando va a pagar, el dependiente le asegura que el producto que acaba de elegir viene de Francia, ¿no de china?, le pregunta extrañado Serafín. «Todo ese estante es de Francia -dice él con orgullo- pero los productos chinos ya no son malos,mejora, mejora, poco a poco, primero la vida de la gente, somos muchos en mi país, luego productos.» El chino se explica muy bien y es muy amable aunque le falta la sin igual alegría de la cara de sai baba. Serafín está tentado de volver a Kacharros y más a por dos cajas de barritas de incienso y unos cuantos papiros, ¿cómo habrá podido vivir hasta ahora sin papiros?
No vuelve, en su lugar entra a comprar pan en una nueva panadería, se llama “Masa madre”, hay panes de muchos tipos, de tantos tipos y formas y colores que tarda un buen rato en elegir, se está formando una incómoda cola detrás de él, oye gruñidos y carraspeos y pisotones y murmullos y algún insulto desabrido, así que señala con el dedo al azar una barra plana, y sale un poco avergonzado de “masa madre”.
En el trayecto de vuelta, que hace dando un rodeo porque le gusta andar y cambiar de ruta, ve muchas otras panaderías llamadas “masa madre”, son todas iguales: bonitas, pequeñas, con muy variados tipos de panes dispuestos en cestillos de paja, con panaderas jóvenes vestidas con idénticos delantales y apoyadas de la misma manera en el mismo lugar de la panadería. En sus delantales llevan impresas las palabras «organic bread».
Muerde la punta de la barra organic, el bread está bueno pero le ha dolido un diente. Se lo toca con la lengua. La luz del atardecer hace brillar las chimeneas, resbala sobre los tejados y se deja caer por las fachadas. Si tuviera un jarrón de vidrio de colores de «Kacharros y más» iría corriendo a su casa para ver los efectos luminosos sobre el cristal. Como no lo tiene va despacio, siente una felicidad tonta de cinco minutos, la disfruta todo lo que puede, sabe que le durará lo mismo que el cielo rojo en apagarse.
Serafín Espejo estaba triste, esa misma mañana los bomberos habían talado el árbol que se veía desde una de sus ventanas. No es que fuera un árbol muy bonito. Nadie, al menos que se sepa, se había parado a fotografiarlo ni se había abrazado a su tronco más bien sucio y envejecido, pero era el suyo, el único contacto con lo natural que tenía desde su piso urbano. Cuando en primavera regalaba, con esfuerzo, unas flores amarillas y pequeñas, atraía a numerosas mariposas también pequeñas y amarillas, como si quisieran hacer juego. Y en las sofocantes noches de verano, un grillo escondido en sus recovecos, le traía recuerdos de frescor y campo.
Un día uno de enero de hacía unos cuatro años, el árbol había amanecido lleno de estorninos, esos pájaros que parecen engominados y despeinados al mismo tiempo. Cantaban como locos desde la copa desnuda dando la bienvenida al nuevo año. Esa visita inesperada de los estorninos le produjo a Serafín un gran contento. Cierto que desde ese día no volvieron nunca más pero él los esperaba. Ahora, sin árbol, ya sabía con certeza que no iban a volver. Un poco de su esperanza había sido también talada.
Estaba triste y al asomarse a la ventana veía el árbol, su sombra, su no estar en este mundo, su hueco, veía su ausencia. Para consolarse llamó a su amigo de infancia, Ignacio Vallejo, que se había ido a vivir nada menos que a la calle Ventisquero de la Condesa y le propuso que se vieran un rato. Bajó al metro, era un largo camino pero iba cómodamente sentado. Para entretenerse durante el trayecto se aprendió de memoria la línea 9. Algunas estaciones le resultaban fáciles porque le traían recuerdos. Herrera Oria, por ejemplo, la asociaba con una antigua novia de su etapa de instituto, Maura, la de Herrera Oria. Otras, como Concha Espina, no las ligaba con nada y se le atascaban. Aún así, cuando llegó a su destino, la estación de Mirasierra, ya había conseguido recitarla entera sin equivocarse.
Orgulloso de su pericia nemotécnica salió a la calle Ventisquero de la Condesa donde, como era de esperar, soplaba tremebundo ventarrón. Se dejó empujar por sus manos y enseguida estuvo en la puerta de su amigo Vallejo. En su veloz recorrido observó que el lugar estaba muy bien surtido de árboles, en especial de los de la especie denominada liquidámbar, a los que el otoño había coloreado de rojo, de anaranjado, de violeta, de amarillo ¡Qué suerte tiene Vallejo!, pensó, cuánta bella putrefacción a su alrededor.
Ignacio Vallejo lo estaba esperando en la puerta con su hijo de la mano, era lo que se llama un padre añoso y tal vez por eso mismo muy entregado. Se palmearon con afecto las espaldas y caminaron en dirección contraria al viento, con esfuerzo. Vallejo tenía que llevar al niño a su clase de chino mandarín por lo que si a Espejo no le importaba podían ir juntos dando un paseo.
Las hojas de colores volaban y caían, algunas hacían espirales, filigranas aéreas antes de estamparse contra el suelo, otras descendían con decisión, entregándose veloces a la muerte. Al hijo de Ignacio le cayeron dos en la cabeza, una tercera en un hombro y una cuarta cerca de un ojo.
-Esos me están tirando hojas, protestó el niño, de nombre Iván, señalando hacia los árboles con disgusto, como si se chivara.
-No te las tiran a ti es que se caen, en esta época del año los árboles pierden las hojas pero luego les vuelven a salir en primavera, no es nada personal, los árboles son buenos.
El niño no se fiaba un pelo y seguía mirando con desconfianza y puños apretados a esos seres agresivos vestidos de colores que le lanzaban de muy mala manera sus ropajes.
-Tiene una manía con los árboles, un temor, le confesó por lo bajo Vallejo a Espejo, ya te contaré luego.
-Hablando de árboles, dijo Espejo viendo por fin el momento de colocar su particular desgracia, ¿sabes que tenía uno enfrente de mi ventana y que…?
-Añoro el barrio, le interrumpió Vallejo, ¿sigue abierto el bar de Polipcarpo? Este sitio está muy bien para los niños, tenemos piscina y un tobogán rojo, a Iván le vuelve loco el tobogán rojo, es tranquilo esto y vemos la sierra desde casa, si no fuera por ese miedo tan irracional que le ha entrado con los árboles… a lo mejor tiene que ver con el que tiene frente a la ventana de su cuarto, se le está colando dentro, las ramas quiero decir. Es del vecino del bajo pero no lo quiere podar, veo que me voy a tener que meter en un pleito, se lo hemos dicho ya por las buenas tantas veces pero nada, pasa de nosotros. De noche las ramas parecen manos, garras, Iván tiene terrores nocturnos, le damos psico soma, es un jarabe, jarabe psicosoma, psicosoma jarabín, canturreó Vallejo.
Resulta que el otro día…a Serafín Espejo se le acababan de pasar las ganas de contarle a Vallejo lo de la tala, en cierto modo sintió que sería como profanar la memoria de su árbol feo, aunque al mismo tiempo sabía que eso no era del todo verdad. Tal vez era pereza, nunca había sido muy hablador y ya tenía comprobado que las palabras no siempre le llevaban al lugar correcto. Al contrario, a veces las palabras le desviaban y le dejaban en el arcén y con cara de tonto. Por eso se calló.
Por el camino de vuelta repasó la línea nueve, la dijo bien excepto Concha Espina que se le volvió a atascar. Nada más llegar a su casa se asomó a la ventana.
Ahí estaba el árbol como un miembro fantasma, doliendo.