Mes: febrero 2020

Agitación cultural

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Dibujo hecho por Olga, autora del blog,  Bocetos para escribir

 

Enfrente de los estantes repletos de cajetillas de tabaco, al otro lado del mostrador,  Mina ha colocado una estantería con libros. En la parte superior ha pegado un  cartel  que explica, “Intercambio de libros. Llévate uno y deja otro”. Acaba de añadir al mensaje una buena hilera de exclamaciones en rojo, para animar y dar alegría.

Su intención es hacer del estanco un centro de cultura, un lugar donde, además de comprar tabaco o recargar el abono transporte, se pueda pasar un buen rato hablando de libros. Una especie de club alternativo que agite conciencias y sacuda el tedio del barrio.

De momento no ha conseguido despertar mucho interés,   la única que se pasa alguna tarde es su amiga  Rosaura. Pero ya lo hacía antes.

-¿A ti alguien te ha dicho que te va a subir el sueldo?,  dice Rosaura abriendo la puerta. Acerca su cara a la de Mina a través del mostrador y se contesta ella sola: pues a mí,  tampoco.

Tiene esa manera interrogativa de formular sus desazones.

Mina intenta reconducirla hacia su proyecto.

-Qué bien que hayas venido, ¿has traído algún libro para intercambiar?

-¿Puedes creer que me he olvidado los tres que te iba a traer en la entrada de casa? Te digo cuáles eran, uno es este muy bonito de una mujer que se va a vivir con un príncipe indio, sí, el de la pasión,  lo has leído, ¿verdad? Estuvo muy de moda, ahora ya no,  del título no me acuerdo y del autor tampoco, pero me encantó. El otro es de pensamiento sobre la sociedad actual, de lo poco que dura todo, de lo vertiginoso. Qué poco dura todo.  O sea,  lo que es nuevo enseguida se hace viejo.  Ese no lo pude terminar, se me atascó, era un coñazo,  claro que para gustos, los colores. El  tercero es policíaco, nada más empezar, ¡crimen que te crió! ,  y  que te engancha que te engancha y te hace sospechar hasta de las piedras. Al  final te desvela el asesino y era justo el que menos te esperabas, ¡qué arte, tú!

Esos sí que me gustan porque te mantienen en vilo. De todas formas se me han olvidado en casa, otro día será,   si es que no paro, ¿a ti alguien te ha hecho la compra y te ha puesto la lavadora? Pues a mí tampoco.

Mina se está empezando a irritar un poco, no es que no quiera a su amiga Rosaura, la quiere,  se porta muy bien con ella, siempre está ahí,  es decir,  aquí. Ahora mismo lo está, pero como participante en el club de intercambio cultural tiene dudas de que valga.

No trae libros, no recuerda los títulos ni los autores y lleva la conversación hacia terrenos  nada interesantes, como los problemas laborales y familiares.

De eso ella ya tiene bastante, más de lo que quiere, por eso mismo se le  ocurrió la idea de la estantería, para lo que  llama desengrasar. Se había imaginado una afluencia mediana pero constante de gente interesada en intercambiar lecturas, incluso se había imaginado, dando un paso más,  que le pedían consejo y que ella los daba.

Mina, ¿qué nos recomiendas esta semana? Llévate este, está fenomenal, es un autor magnífico, no es tanto lo que narra sino la manera de narrar.

O bien: si te gusta la historia este es tu libro, ameno y a la vez te enseña.

Cosas así.

Pero resulta que la gente ha confundido  su estantería con un contenedor y no hacen  más que dejarle las porquerías que no quieren tener en casa. Pero de llevarse, nada, no entienden el concepto intercambio y comentar parece ser que no les interesa.

Porque a ver, ¿quién ha traído ese libro infame titulado, “Aventuras y anécdotas de mi mili en Madrid” Y encima no se atreve a tirarlo, tiene esa máxima, “los libros no se tiran”, tiene otras máximas pero no vienen al caso.

La gente entra y le hace preguntas sobre el tabaco, de los mentolados, ¿cuál es el más fuerte?  y ella contesta rápida y ceñuda. Otros se empeñan en  pagar con tarjeta el abono transporte y como solo permite el pago en efectivo, se enfadan. No es cosa mía, no me deja la jefa, dice.

Es ella la jefa pero eso no lo saben, no tiene pinta de ser la dueña de un estanco, de eso está segura. Lo que parece es una  agitadora cultural, con ese moño alto teñido de un color tirando a rojizo y ese pantalón vaquero de peto combinado con camisas sueltas por encima. Lleva unos pendientes grandes y redondos, de color naranja. Parecen  eso mismo, dos naranjas aplastadas. Y gafas de pasta oscura, también redondas. Los círculos le gustan mucho, así como el número Pi.

Rosaura,  pese a su falta de interés, también da buena imagen de agitadora cultural y de intercambiadora de saberes varios, siempre que no hable. Suele llevar vestidos vintage con estampados muy originales, el que se ha puesto hoy tiene dibujados unos hombrecitos tumbados en divanes con su psiquiatra tomando notas al lado. O a lo mejor es otra cosa, pero a Mina le parecen  eso, neuróticos en terapia. Abajo,  en una esquina, junto al último botón, un hombrecito que está solo y de pie,  sin psiquiatra, alza una pancarta que demanda, “más colores”. Eso no lo entiende muy bien Mina pero tampoco es necesario.

Te has puesto el vestido de los neuróticos, le dice a su amiga y toca la tela que es un poco tiesa y áspera.

¿ Qué dices de neuras? Mira, por ahí llega tu hijo.

Mina se pone tensa, entre Rosana y el niño, menudo club cultural.

-Venga, a hacer los deberes, bueno, primero puedes ir a comprarte la merienda pero luego ya a los deberes y  sin rechistar.

Es más vago…le dice a la otra cuando el niño sale dejando la mochila tirada en mitad del suelo.

Como todos, hija, como todos, no te creas tú que… Rosaura aparta  la mochila de una patada muy diestra y se sienta en el banco escalera que hay en un rincón.

¿Y qué?, ¿qué te cuentas?

Pues qué me voy a contar si estoy todo el día aquí metida, con esas imágenes de las cajetillas de tabaco que me da hasta miedo mirar aunque si te digo la verdad ya no me impresionan. Es lo que pasa, que te acostumbras  y ya te da lo mismo que salga un pulmón negro, una boca sin dientes que un ojo purulento…¿qué te cuentas tú?

La verdad es que poca cosa, poca cosa, ayer salimos a mirar sofás pero no nos decidimos, parece mentira que sea tan difícil elegir un sofá, es que hay tantos… ahora que me acuerdo, eso lo decía también en el libro del pensamiento, el que no me pude terminar, el coñazo.  Que cuando hay tanto de todo uno ya no quiere nada, se satura, yo con tanto sofá me saturé y le dije a Marcos, pues nos sentamos en el suelo y sanseacabó.

Mina se acerca hasta la estantería de libros, por la mañana una mujer ha dejado varios y aunque ella le dijo,  “llévese alguno, llévese alguno y luego me comenta a ver qué tal”, la otra salió corriendo como si hubiera peligro de algo. Como si se hubiera olido una posible amenaza de agitación cultural.

A ver que me ha dejado aquí esa tía, buffff, resopla,  “Poemas españoles sobre el mar”, “Poemas españoles sobre la noche”, “Poemas españoles sobre el amor”. Qué especialización más tonta, piensa.

Al levantar la cabeza se topa con los hombrecitos neuróticos del vestido de Rosaura. De cerca parecen todavía más neuróticos, locos perdidos, los psiquiatras toman notas. Cuánto detalle para un vestido.

Tengo otro monísimo con libélulas volando, si tuviera que rencarnarme en algún animal elegiría libélula, son tan bonitas, ¿y tú?

Pues no sé, no lo he pensado nunca, no me gustaría ser un animal.

Tiene ganas de que se vaya Rosaura, ya está visto que con ella no se va a  poder iniciar el intercambio de cultura, al contrario, se teme que con su presencia le está estropeando el proyecto.

Aquí vuelve el Fernandito, mira qué merienda más sana, coca cola y un bollo industrial envuelto en plástico. Y ecológica.

Rosaura se ríe de su propia ironía, cuando lo hace, los neuróticos se agitan en sus divanes, inquietos.

-Yo ya no puedo pelear por todo, hay que elegir bien las peleas, si peleo porque haga los deberes ya no puedo pelear también porque meriende manzana.

-Te sientas en la escalera, ahí,  y haces los deberes.

-Es que se ha hecho de noche y no veo bien, dice el chico bostezando.

-Con lo que me sale, ¿Y para que tenemos bombillas led?

Eso, estudia, estudia, que luego si estudias…Rosaura interrumpe el discurso y acercándose  a Mina sigue la frase fuera del alcance del niño.

-Si estudias…na de ná, antes si estudiabas llegabas lejos, ahora más bien te quedas cerca, eso también sale en el libro ese que te digo, no en el de la princesa india de la pasión  ni en el del crimen que engancha, en el otro, el que no me pude terminar. Pues estaba bien, no sé por qué no pude con él, no sé, te decía verdades como puños. A lo mejor fue por eso.

A Mina le está entrando un desánimo raro, puede ser hambre o puede ser otra cosa.

No llueve, dice su amiga mirando hacia el cielo vacío de nubes. Ayyyyy, qué sueño yo también, es que llevo un diíta fino serafino.

Entra un hombre y pide un paquete de Marlboro y otro de chicles. Ni mira el estante  ni lee el cartel con sus graciosas y alegres exclamaciones.

Además del desánimo también siente Mina una especie de agitación. No cree que cultural.

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Nos vamos de mañaneo (2)

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Dibujo de Olga

 

Por fin salían,  daba mucha satisfacción dejar la ciudad atrás y empezar a ver terrenos sin edificar y un largo horizonte liberador hacia el que avanzaban. A los lados de la carretera, los frutales habían florecido.

-Qué belleza, dijo una mujer vestida de negro a la que antes no habían visto.

-Qué belleza, repitió mirándoles.

Cristina puso una sonrisa de tensa cortesía , Jacinto miró por su ventanilla,  no le interesaba intercambiar opiniones sobre las flores ni sobre nada con esa mujer. En ese momento el autobús se paró. Delante,  una larga hilera de coches también detenidos.

-¿Y ahora qué pasa? Estamos gafados.

-Parece que ha habido un accidente, dijo la mujer de negro dirigiéndose a ellos.

El cese del movimiento alteró  a los chicos que se iban de mañaneo, se habían sentado  al fondo, en las últimas filas, un poco más elevadas que el resto y desde allí reinaban.  El que llamaba a Eugenia la volvió a llamar.

-Eu, Eu, Eugeniaaaaaa.

Le  gustaba decir su nombre, solo eso. No acompañaba el llamamiento de ningún mensaje,  la nombraba como si nombrándola se acercara a ella o la tuviera un poco. Eugenia se reía, tenía una risa que se le escapaba  de la boca y rodaba por el pasillo del autobús.

La niña se giró para mirar, el grupo del fondo le atraía, sobre todo le gustaba la  chica, llevaba el pelo largo y suelto y, de vez en cuando,  cantaba y movía los brazos con los ojos cerrados bailando sentada. El que decía su nombre la miraba embobado pero como  si él mismo se diera cuenta de que eso no podía ser, rompía su embobe metiéndose con otro, un tal Curro.

-Curro, tío, hueles a establo. Das mazo asco. Tienes cara de gárgola o de esas figuras de la isla de Pascua. O de Marge Simpson, a Eugenia le mola Marge Simpson. Pero, ¿por qué estamos parados? Mi espalda llora, ¿de quién ha sido la puta idea de venir en bus, por qué hemos venido en bus?

-Porque renta más que la Renfe. Venga, un poco de reguetón.

El reguetón empezó a sonar por todo el autobús mezclándose con otra música que venía de delante, la de la radio que llevaba encendida el conductor.

-Eugenia, Eugenia, Euuuuu.

-Hola y adiós, dijo Eugenia después de echar la risa a rodar.

-Hola y adiós, dijo también la niña Cristina mirando a su madre.

-No copies lo que dicen, por favor, son unos maleducados y no te vuelvas tanto a mirarlos, ¿no ves que lo que quieren es llamar la atención?

La madre le giró la cabeza utilizando como asa la tiesa coleta.

Qué rabia le dio a la niña. Escuchó cantar a Eugenia, «se cansó de ser buena, ahora es ella quién los usa, pero si le ponen la canción, le da la depresión». No entendía el final pero sí el principio. Y le gustaba.

-Y que este sea el futuro, dijo la mujer de negro mirando a los padres.

Era de las que tira el anzuelo a ver si engancha conversación,  pero esos dos peces no tenían hambre.

-Ya se les pasará, a los cuarenta ya se les habrá pasado, contestó el padre secamente.

La mujer juntó las manos como implorando al cielo.

-¿Qué preferís, diez años de cárcel o diez años en coma?, preguntó uno de los del fondo, el que hacía de animador.  Todos eligieron los diez años de cárcel.  Y qué preferís, ¿diez años a cuarenta grados o diez años a menos diez? También hubo unanimidad,  los menos diez.

Cristina se quedó pensando qué elegiría ella, con menos diez tendría que llevar siempre abrigo, gorro, bufanda y los zapatos feos de hoy.

-Eh, compadre, gritó uno al conductor, bájanos aquí que nos vamos andando. Fijo que llegamos antes andando. Vamos a cantar algo clásico, Rubén se hizo pis en el saco de dormir, ¿quién yo, yo no fui? Curro se hizo pis en el saco de dormir…

-Hola y adiós, hola y adiós, hola y adiós, dijo Eugenia y de nuevo soltó la risa por el pasillo.

-Esto ha tenido que ser un accidente vasto, vasto, que nos tenga que pasar  cuando nos vamos de mañaneo. Qué pereza estrellarse un sábado por la mañana. En plan, literal. Menos mal que tenemos cerveza.

Varias cabezas se giraron con indignación. Cristina aprovechó para mirar también, quería ver qué estaba haciendo Eugenia, si seguía bailando. Ya no, había apoyado la cabeza sobre el hombro de Curro, el de la cara de gárgola, y tenía los ojos cerrados.

El autobús, muy despacio,  empezó a circular, giró en un desvío, dejó atrás una grúa y una zona acordonada por la policía y retomó la carretera a velocidad normal.

Los del fondo aplaudieron y subieron el reguetón.

-Nos vamos de mañaneooo. Voy a confiar en vosotros pero como me falléis os rajo. No me hagáis bomba de humo, un poquito de mañaneo antes de la bomba de humo, que nadie se vaya a sobar a su casa.

-Te cinco los cinco, puta maravilla.

-Eugenia, Eugenia, Euuuuu.

-Hola y adiós, hola y adiós.

-Esto es insoportable, le dijo la madre al padre.

-Noto que en este autobús hay un poquito de ganas de apuñalamiento o de acuchillamiento, se oyó por el fondo.

La visión de una bonita urbanización rodeada de jardines los distrajo un momento a todos.

Qué belleza de lugar, dijo la mujer pescadora lanzando la caña con desgana hacia sus apáticos peces.

-Están to bacanas estas casas, tíos. La suerte cae donde cae. Aquí vive el Pecunias, sus padres tienen pasta. Cien por cien.

-Me encantaría vivir aquí, le dijo la madre al padre, ¿a ti no?

El padre no contestó porque estaba llamando otra vez al hermano.

-Matías, ya estamos casi llegando, nos deben faltar como unos veinte minutos poco más o menos, espéranos en la segunda parada, donde la laguna, ¿sabes dónde te digo?

-¿Cómo hacíamos para llegar antes a los sitios, para encontrarnos cuando no había teléfonos?, dijo la de negro mirando con un poco de mala idea al padre.

-Eugenia, Eugenia, Euuuuu, Euuuuu.

-Hola y adiós, hola y adiós, hola y adiós.

-Mira, mira, Cristina, una cigüeña. Y otra y ahí otra, dijo el padre.

Cristina fingió que miraba a la cigüeña pero a quién de verdad contemplaba era a Eugenia. La tenía fascinada.

Qué belleza de animal, dijo la de negro ya sin esperanza alguna.

 

 

 

 

Nos vamos de mañaneo

Cuánto hemos madrugado, dijo Cristina al pisar la calle todavía oscura,  vacía y silenciosa.

Fíjate, no hay nadie ni coches pasan, nunca había visto así esta calle, nunca este silencio.

Es lo que tiene madrugar, le respondió  su marido, Jacinto.  La niña iba callada, medio dormida y con esa cara que tenía últimamente  de estar aburrida, había abandonado la edad de las preguntas, del asombro,  y aunque  todavía no había entrado en la de la protesta, le faltaba poco.

Cristina lo notó y le dio un leve codazo a Jacinto. Tu hija dentro de poco ya no va a querer venir a estas excursiones, verás. Esta dentro de poco dice que se queda en casa y que nos vayamos nosotros.

Bueno, bueno, dijo él, no nos adelantemos a los acontecimientos. Ahora mismo la niña está bien, lo único que tiene es sueño pero le gusta venir, vamos a ver cigüeñas, está esa zona llena, ya no se van, ¿sabes?, vamos a ver verderones y  petirrojos y águilas reales y nos vamos a dar un paseo bien largo por la campiña para volver con fuerzas renovadas, a respirar aire puro y a…

-¿Y el bocadillo cuando nos lo vamos a comer?, ¿de qué son los bocadillos?, preguntó la niña. Llevaba una coleta muy tiesa  de color paja y su cara era redonda y blanca, tenía los ojos azules, un poco saltones, pero tampoco demasiado. La comida le interesaba mucho. Cuando una vez en el colegio les pidieron que hicieran una lista de sus actividades favoritas la niña, que se llamaba Cristina como la madre, escribió: ir de restaurantes. Estuvo un rato pensando qué más le gustaba hacer y, al final, después de mucho pensar,  se le ocurrió una segunda actividad placentera: comprar vestidos bonitos para ir a los restaurantes.

Las cigüeñas, los verderones, los petirrojos y el águila  ya no le interesaban tanto, por no decir nada, eran pájaros, estaban sobre los árboles y hacían sus cosas de pájaros como nidos o volar de un lado a otro o cantar cuando querían. La verdad es que vistos de cerca le daban un poco de asco, parecían malos cuando abrían los picos y las alas a la vez. En las caminatas se cansaba, la campiña no tenía nada que le gustara, andar era aburridísimo,  iba pensando todo el tiempo en parar y comer el bocadillo y la chocolatina de después.

Caminaron por las calles de la ciudad vacías, a cada momento la madre mencionaba lo vacío y silencioso que estaba todo y lo raro que era. El padre contestó solo otra vez ”madrugar es lo que tiene», luego ya no volvió a decir nada.  La niña se iba mirando los zapatos, qué feos, se los habían comprado en una tienda deportiva, eran resistentes al agua y con la suela de goma muy gorda, con cordones de color fluorescente. Ella prefería los zapatos de ir a los restaurantes pero no se los habían dejado poner porque no eran de caminata por la campiña.  Los padres llevaban unos zapatos del mismo estilo que los suyos, feos, unos jerseys de lana  y encima un chubasquero con bolsillos, verde el del padre y rojo el de la madre. Estaban contentos. Había silencio, algo que siempre estaban buscando, iban a pasar muy buen día, ya lo hacía, luminoso, un poco frío a primera hora pero después la temperatura iba a subir.

Te digo que luego va a hacer calor,  ya lo verás, a las doce ya va a hacer calor.

El padre no contestó a eso, tampoco había que contestar a todo, no era necesario, iba delante, enérgico,  muy decidido,  como si al otro lado del semáforo la campiña le estuviera esperando con todas sus delicias naturales y él tuviera que abrir su puerta. Llegaron al edificio de hormigón de la estación de autobuses y  nada más entrar se dieron cuenta del horror,  ¡qué cola!, casi llegaba hasta las escaleras mecánicas.

No. No. No,  dijo la madre parándose en seco. No me lo puedo creer, ¿esta es la cola para nuestro autobús? Con todo lo que hemos madrugado.

Ellos también, dijo el padre con fastidio, ellos también,  pero un poco más, el próximo día hay que salir antes, te dije que no te entretuvieras recogiendo, qué más da si se queda revuelto, quién lo va a ver.

Pero sin hacer…cómo lo vamos a dejar todo manga por hombro.

Manga por hombro estamos ahora, ahora sí que estamos manga por hombro. En este autobús ya no subimos, aquí no nos meten a todos y el siguiente…falta una hora para el siguiente, ¿qué vamos a hacer una hora en esta estación?

¿Desayunamos?, preguntó la niña. Ahí tienen chocolate con churros.

Pero si acabamos de desayunar, niña, si acabamos de desayunar.  Tu hija solo piensa en comer, esta solo piensa en comer, le dijo el padre a la madre. Cuando algo no les gustaba de la niña le colocaban delante el posesivo “tu” y así se apartaban de eso que no les gustaba empujándolo hacia el otro.  O la llamaban “esta”, neutralizando el desagrado.

Esta se estaba enfadando.  El día había empezado mal,  se había tenido que levantar más temprano que cuando tenía que ir al colegio, no le habían dejado ponerse vestido ni zapatos bonitos, no le dejaban tomar chocolate y…eso ya era bastante.  Ojalá tuviera teléfono, su amiga Nere ya tenía, pero sus padres decían que de eso nada, que era demasiado pequeña y que ya habría  tiempo de pasarse el día como una boba mirando una pantalla, cuanto más tarde, mejor. Sus padres siempre decían que ya tendría tiempo de todo pero ¿y si no era verdad? A veces le angustiaba ese pensamiento.

Se distrajo mirando a unos niños que se estaban pegando en la cola, eran hermanos porque iban vestidos iguales y se parecían mucho,  se daban patadas y se reían, a veces uno lloraba, se pegaban otra vez, se reían, lloraban. El padre, sin prestarles demasiada atención,  decía sin convicción, “parad ya, he dicho que paréis”, pero los niños no paraban. Cristina se alegraba de que no parasen, le gustaba ver ese juego de lucha, tenía ella ganas también de pegar patadas pero no sabía a quién.

Tal y como se habían temido, el autobús se llenó y el conductor, asomándose a la puerta,  avisó a los que se habían quedado fuera: “no caben más”. Y ante las protestas se encogió de hombros,  “es lo que hay, esperen al siguiente”. Cerró las puertas que hicieron un ruido como de algo que se desinfla, tal y como ellos mismos se estaban desinflando, y lo vieron alejarse con su número refulgente en dirección a las campiñas y las cigüeñas, en dirección al aire puro.

El padre sacó su teléfono de uno de sus múltiples bolsillos y llamó a su hermano. Habló en voz bastante alta para que no fuera su hermano el único que lo oyera.

No llegamos a la hora prevista, id yendo vosotros si queréis, ¿Que si no hemos madrugado? Ni estaban puestas las calles, era casi de noche cuando hemos salido, las farolas encendidas todavía, ¿que de dónde sale tanta gente¿ y yo qué sé de dónde sale tanta gente? Y luego los de la empresa de  autobuses, si saben, porque lo tienen que saber, que no vamos a caber todos en uno, ¿por qué no dan más servicio?, es una falta de todo…tercermundista, tercermundista.  No sé lo que tendremos que esperar aquí, no lo sé.

Esto es de vergüenza, de vergüenza, decía la madre buscando coro entre los que también se habían quedado fuera.  O estaban dormidos o les daba lo mismo o eran gilipollas o todo junto. Nadie se alteraba, había, entre otros,  una pareja joven, los dos con pinta de empollones, delgados y con gafas, de vez en cuando se daban un tímido beso, tres hombres con aspecto de ir a trabajar a alguna obra, esos sí entraron en el bar que tenía chocolate con churros, un viejo con bastón y gafas al que parecía darle lo mismo estar aquí que allá, el padre con los dos niños de las patadas y una mujer con los ojos muy pintados que se sacó de una bolsa de papel grasienta un trozo de pizza y se sentó a comérsela en un banco mientras miraba el móvil.

La niña Cristina  la miró con admiración.  Quería ser mayor como esa mujer para llevar tacones, ojos pintados, comer pizza por la mañana  y hacer, en general,  lo que le diera la gana.

¿Puedo comer pizza?, le dijo a la madre tirando de su chubasquero rojo.

De vergüenza, de vergüenza, repitió la madre. Quiso añadir algo más pero no supo qué. Vergonzoso, vergonzoso, dijo solo en voz más alta y dándole un tono de mayor indignación.

Un nuevo autobús estaba entrando en la dársena.

Eugenia, gritó una voz, Eu, Eu, Eugeniaaaa. Un grupo de jóvenes con cervezas en las manos se colocó a empujones al final de la cola ¡Que nos vamos de rave!,  anunció al aire el que acaba de llamar a gritos a  Eugenia, aunque la tenía al lado.  Nos vamos de mañaneo, este es el plan, es un cacho plan. El que se venga de mañaneo que levante la mano.

Lo que nos faltaba, dijo la madre. El padre volvió a llamar al hermano.

-Ya salimos, Matías, han puesto otro autobús. Te voy llamando que ya subimos,  te voy llamando.

(Continuará. O no)

Un relato oriundo

Un hombre llamado Merlín viajaba mucho. Viajaba por motivos laborales y también por afición. Se había recorrido casi todo el mundo aunque todavía le quedaba algún que otro lugar por ver. Como a él le gustaba explicar no era lo mismo ser turista que ser viajero, él era viajero y por eso desechaba determinadas visitas y procuraba rodearse de la gente del lugar y alojarse, no en hoteles ni apartamentos turísticos, de los cuales abominaba, sino en casas normales con personas oriundas. Le gustaba mucho todo lo oriundo y también la expresión “siempre y cuando”, que decía muy a menudo. Al decir “cuando”, alargaba la u.

Si no viajaba solía frecuentar un bar cercano a su casa, “El cruce”,  donde se encontraba con algunos amigos y conocidos sin necesidad de quedar. La mayoría de los asiduos de El Cruce eran comerciantes de la zona, entre ellos se encontraba Ciro, el de la tienda de zapatos.

Esa mañana, Merlín, recién aterrizado, se fue a eso de las doce a pasar un rato al Cruce.

De la Patagonia vengo,una caña y un pincho de tortilla, siempre y cuando no sea de ayer, le dijo con soltura al camarero.

Los otros le preguntaron cómo era eso de la Patagonia y qué tal le había ido y  él se puso a contarlo mientras daba tragos a su cerveza y mordía la tortilla que de ayer no era, pero puede que sí de antes de ayer.

No por llamarse igual que el  famoso mago de gorro estrellado, hacía este Merlín  magia alguna con las palabras. Algo dificultoso había entre él y ellas, algo rasposo. En su boca se atascaban  y sus relatos, en lugar de ir hacia delante, retrocedían y se situaban en un momento anterior al propio relato, en una especie de punto muerto.

Tal vez era a causa de la manía que tenía con la exactitud de las cosas, quería contarlo todo tal y como había sucedido, ser preciso, ser verídico, como si fuera un historiador de sí mismo. Para ello aportaba numerosos detalles sin interés como la situación exacta del lugar, su climatología, los medios de transporte que había utilizado para llegar, los horarios. Con todo ello la narración se enfangaba, se hacía pantanosa.

Los oyentes del Cruce hacía rato que bostezaban hacia dentro conteniendo la mandíbulas y tensando los músculos del cuerpo en un intento por no perecer ahogados de aburrimiento.

Adormecidos, le oyeron mencionar el  glaciar Perito Moreno y la ciudad de Ushuaia, el Lago de todos los santos y el río Peulla. A ratos reculaba y  explicaba otras cosas, no sabían cuales,  cada uno pensaba ya en lo suyo y miraban hacia la puerta anhelando la llegada de Ciro, el de la zapatería,  que debía estar al caer.

Cayó Ciro por fin y respiraron con alivio. Enseguida se introdujo en el relato y lo enderezó. Nunca había estado en la Patagonia, ni en la chilena ni en la Argentina, ni siquiera  había pisado el continente americano, algunos sospechaban que nunca había salido del barrio aunque ese dato no estaba confirmado.  Sus días transcurrían entre la zapatería, una tienda pequeña que daba a una calle también pequeña y poco concurrida, su casa y el bar. En la zapatería no tenía mucho qué hacer, ordenaba las cajas, pasaba un plumerito a los zapatos, se miraba los suyos propios en esos espejos a la altura de los pies, observaba la vida de la calle por el escaparate, si entraba alguien lo atendía a las maravillas y luego volvía a su tranquilo deambular.

Ciro introdujo unas cuantas onomatopeyas para darle sonoridad a aquella línea sin tono,  gesticuló abriendo y cerrando los brazos como si con ese movimiento diera impulso al atasco que había provocado Merlín, infló los carrillos imitando al viento y en un momento les trajo lagos y glaciares, paisajes nevados, desiertos y montañas iluminadas por el atardecer. Y todo lo hizo deprisa, llevándolos en su río de palabras que avanzaba torrencial, salpicando, brincando sobre las rocas. Subidos en el tren del fin del mundo regresaron agotados pero felices y con los ojos llenos de novedades.

¡Qué tamaño las ballenas australes!, nunca imaginé…dijo el camarero secándose la frente con la mano y sirviendo otra ronda de cañas.

Siempre y cuando, siempre y cuando haya en esto algo de verdad, contestó Merlín un poco desconcertado pues casi había disfrutado más con la narración de Ciro que con el viaje real.

Pinchó el último trozo de tortilla oriunda y la tragó con dificultad.

Mosquitas Mabel

 

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Una ilustración de Olga

Antoñita se ha dado cuenta de que hay por doquier, -por todo el doquier que le corresponde, que tampoco es tan extenso-, unas moscas  raras. Son unas moscas de alas redondas, de pequeño tamaño, diríase que vagas. Apenas se mueven, son discretas, nada agresivas.  Se quedan pegadas a las paredes o a los objetos y, será una tontería, (un poco tontería es, Antoñita), pero le  parece como si tuvieran caras, unas caritas insulsas  y mofletudas.

¿Qué hacen por todas partes esas moscas?  Las ha visto en los vestuarios del gimnasio, posadas muy discretas en la pared de una ducha o sobre la superficie del espejo, duplicándose, para colmo. Las ha visto sobre la pantalla del ordenador de su compañero de trabajo, Rubén, el de los ataques de hipo; pero también en el patio de tender de su edificio balanceándose indolentes sobre la camisa de su vecino, el señor Merello, y hasta en el restaurante donde fue a comer el pasado domingo. Un restaurante que no es fuera el colmo de la exquisitez pero, en fin, que tampoco estaba tan mal, ella pidió un rape en salsa bastante aceptable y su marido pidió…eso tampoco importa ahora. Lo que sí importa es la obsesión que le ha entrado a Antoñita con esas moscas meditativas y atípicas.

Pero si estamos en pleno invierno, no deja de repetir,  ¡moscas en enero!, ¿no tendrían que haberse muerto ya?, ¿de dónde salen?  A mí que no me digan, a mí que no me digan,  esto tiene que ser cosa del cambio climático, no me cabe la menor duda.

Y como no le cabe la menor duda y tampoco un pantalón que sí le cabía el mes de enero del año anterior, está de bastante mal humor algunas mañanas. Y algunas tardes también lo está. Otras no, tampoco es cuestión de que el mundo entero se haga una idea equivocada sobre los humores de Antoñita. Ella es de natural simpático y afable, menos cuando no lo es. Esto nos pasa a todos, somos de una determinada manera excepto cuando somos de otra.

La cuestión es que una tarde fría y ventosa, Antoñita tuvo que salir a hacer unas compras. Casi todas las tardes tiene que salir a hacer alguna compra, no sabe qué pasa pero siempre hay algo que comprar, lo cual es fastidioso. Se queja en voz alta por si sirviera de algo, “otra vez tengo que salir a comprar, es increíble”, pero nadie de su familia contesta a esas frases que se dicen en voz alta y sin destinatario determinado ¡Y otra mosca!, añade después con más énfasis ¡en enero!,  ¿pero de dónde salen? Esto tiene que ser cosa del cambio climático, a mí que no me digan, a mí que no me digan.

No le dicen. Sale de casa.

Va primero a la frutería de Cosmin y pide peras. Cosmin mueve la cabeza hacia los lados con disgusto, “la pera ahora no pasa por su  mejor momento, este tiempo…” y como si el tiempo se aposentara en el tejado,  señala hacia  la cubierta del mercado que  es blanca y nueva, muy bonita,  y ahí arriba, pensativa y quieta, ¡otra de esas moscas!

Pero, pero, pero,  ¡¿será posible?!

Cosmin cree que se refiere a las peras, tiene una relación muy estrecha con los productos que vende, una gran intimidad, igual que si se tratara de sus hijos queridos que a veces le dan disgustos,  “mejor llévate manzanas, la manzana se te va a comportar bien, te lo aseguro”, y acercándose un poco  a ella por encima de su mostrador, con el mismo tono de precaución que  si le estuviera revelando un tremendo secreto de estado,  añade, “el Kiwi sí que  te puede dar problemas, ya te lo digo y no te miento”

No, no, aclara ella, si me refería a las moscas, esa, esa.

Cosmin  ignora el dato, ya le está entregando la bolsa con su compra y diciéndole con una sonrisa muy estirada, “y las muchísimas”, nunca añade el gracias, anda y que lo completen los compradores.

Cargada con un kilo de manzanas no problemáticas camina hasta la farmacia.  Allí, una mosquita mofletuda reposa apacible sobre un bote de champú para bebés, Antoñita quiere decir algo al respecto pero hay demasiada gente esperando y se calla. Mientras espera ella también no  puede dejar de mirar a la mosca, ¿pero de dónde saldrán?, ¿de dónde?, ¿y por qué hay algo en ellas que le resulta familiar?

En la calle, un ventarrón furioso mueve las cornisas como si las quisiera arrancar de un mordisco, pone locos a los árboles y a ella un poco también. A su casa que se va, que ya está bien, hombre.

Al llegar a su cuarto, justo encima de la mesilla de noche, encuentra pasando el rato a una mosquita de alas redondeadas y carita hasta risueña.  Antoñita agarra con rabia el libro que está leyendo, titulado,  “La vida empieza a los cuarenta” y subtitulado, “un camino hacia la felicidad y la sabiduría a partir de la mediana edad” y ya va atizar a la intrusa cuando se da cuenta de a quién se parece muchísimo.

Es igual, igualita que Mabel Prieto, la que fue su compañera de pupitre durante varios cursos en el colegio María Anunciación, ¿cómo va a cargársela de un librotazo?

Lo siento, lo siento, Mabel, eras muy buena chica, muy tranquilona, incapaz de hacer el mal,  te quedabas siempre dormida encima de los cuadernos.   Ay, lo siento, lo siento  mucho, pero te mato.

El cuerpo de la mosca aplastada deja un rastro grisáceo en la pared.  Mabel, cuando no estaba dormida, roía los lapiceros y masticaba trocitos de las gomas de borrar, en especial aquellas que olían a nata pero no sabían a tal, recuerda ahora Antoñita.

Y en el pasillo…¡otra Mabel con alas!,  esto no tiene fin.  Vuelve a por el libro para ejecutarla también pero cambia de opinión, son demasiadas, tendrá que acostumbrarse a que las mosquitas Mabel estén por todas partes, medio dormidas sobre sus cuadernos con tachones.

Esto tiene que ser cosa del cambio climático, a mí que no me digan, a  mí que no me digan, ¿a que sí Mabel?

Nadie le dice.