
Antoñita se ha dado cuenta de que hay por doquier, -por todo el doquier que le corresponde, que tampoco es tan extenso-, unas moscas raras. Son unas moscas de alas redondas, de pequeño tamaño, diríase que vagas. Apenas se mueven, son discretas, nada agresivas. Se quedan pegadas a las paredes o a los objetos y, será una tontería, (un poco tontería es, Antoñita), pero le parece como si tuvieran caras, unas caritas insulsas y mofletudas.
¿Qué hacen por todas partes esas moscas? Las ha visto en los vestuarios del gimnasio, posadas muy discretas en la pared de una ducha o sobre la superficie del espejo, duplicándose, para colmo. Las ha visto sobre la pantalla del ordenador de su compañero de trabajo, Rubén, el de los ataques de hipo; pero también en el patio de tender de su edificio balanceándose indolentes sobre la camisa de su vecino, el señor Merello, y hasta en el restaurante donde fue a comer el pasado domingo. Un restaurante que no es fuera el colmo de la exquisitez pero, en fin, que tampoco estaba tan mal, ella pidió un rape en salsa bastante aceptable y su marido pidió…eso tampoco importa ahora. Lo que sí importa es la obsesión que le ha entrado a Antoñita con esas moscas meditativas y atípicas.
Pero si estamos en pleno invierno, no deja de repetir, ¡moscas en enero!, ¿no tendrían que haberse muerto ya?, ¿de dónde salen? A mí que no me digan, a mí que no me digan, esto tiene que ser cosa del cambio climático, no me cabe la menor duda.
Y como no le cabe la menor duda y tampoco un pantalón que sí le cabía el mes de enero del año anterior, está de bastante mal humor algunas mañanas. Y algunas tardes también lo está. Otras no, tampoco es cuestión de que el mundo entero se haga una idea equivocada sobre los humores de Antoñita. Ella es de natural simpático y afable, menos cuando no lo es. Esto nos pasa a todos, somos de una determinada manera excepto cuando somos de otra.
La cuestión es que una tarde fría y ventosa, Antoñita tuvo que salir a hacer unas compras. Casi todas las tardes tiene que salir a hacer alguna compra, no sabe qué pasa pero siempre hay algo que comprar, lo cual es fastidioso. Se queja en voz alta por si sirviera de algo, “otra vez tengo que salir a comprar, es increíble”, pero nadie de su familia contesta a esas frases que se dicen en voz alta y sin destinatario determinado ¡Y otra mosca!, añade después con más énfasis ¡en enero!, ¿pero de dónde salen? Esto tiene que ser cosa del cambio climático, a mí que no me digan, a mí que no me digan.
No le dicen. Sale de casa.
Va primero a la frutería de Cosmin y pide peras. Cosmin mueve la cabeza hacia los lados con disgusto, “la pera ahora no pasa por su mejor momento, este tiempo…” y como si el tiempo se aposentara en el tejado, señala hacia la cubierta del mercado que es blanca y nueva, muy bonita, y ahí arriba, pensativa y quieta, ¡otra de esas moscas!
Pero, pero, pero, ¡¿será posible?!
Cosmin cree que se refiere a las peras, tiene una relación muy estrecha con los productos que vende, una gran intimidad, igual que si se tratara de sus hijos queridos que a veces le dan disgustos, “mejor llévate manzanas, la manzana se te va a comportar bien, te lo aseguro”, y acercándose un poco a ella por encima de su mostrador, con el mismo tono de precaución que si le estuviera revelando un tremendo secreto de estado, añade, “el Kiwi sí que te puede dar problemas, ya te lo digo y no te miento”
No, no, aclara ella, si me refería a las moscas, esa, esa.
Cosmin ignora el dato, ya le está entregando la bolsa con su compra y diciéndole con una sonrisa muy estirada, “y las muchísimas”, nunca añade el gracias, anda y que lo completen los compradores.
Cargada con un kilo de manzanas no problemáticas camina hasta la farmacia. Allí, una mosquita mofletuda reposa apacible sobre un bote de champú para bebés, Antoñita quiere decir algo al respecto pero hay demasiada gente esperando y se calla. Mientras espera ella también no puede dejar de mirar a la mosca, ¿pero de dónde saldrán?, ¿de dónde?, ¿y por qué hay algo en ellas que le resulta familiar?
En la calle, un ventarrón furioso mueve las cornisas como si las quisiera arrancar de un mordisco, pone locos a los árboles y a ella un poco también. A su casa que se va, que ya está bien, hombre.
Al llegar a su cuarto, justo encima de la mesilla de noche, encuentra pasando el rato a una mosquita de alas redondeadas y carita hasta risueña. Antoñita agarra con rabia el libro que está leyendo, titulado, “La vida empieza a los cuarenta” y subtitulado, “un camino hacia la felicidad y la sabiduría a partir de la mediana edad” y ya va atizar a la intrusa cuando se da cuenta de a quién se parece muchísimo.
Es igual, igualita que Mabel Prieto, la que fue su compañera de pupitre durante varios cursos en el colegio María Anunciación, ¿cómo va a cargársela de un librotazo?
Lo siento, lo siento, Mabel, eras muy buena chica, muy tranquilona, incapaz de hacer el mal, te quedabas siempre dormida encima de los cuadernos. Ay, lo siento, lo siento mucho, pero te mato.
El cuerpo de la mosca aplastada deja un rastro grisáceo en la pared. Mabel, cuando no estaba dormida, roía los lapiceros y masticaba trocitos de las gomas de borrar, en especial aquellas que olían a nata pero no sabían a tal, recuerda ahora Antoñita.
Y en el pasillo…¡otra Mabel con alas!, esto no tiene fin. Vuelve a por el libro para ejecutarla también pero cambia de opinión, son demasiadas, tendrá que acostumbrarse a que las mosquitas Mabel estén por todas partes, medio dormidas sobre sus cuadernos con tachones.
Esto tiene que ser cosa del cambio climático, a mí que no me digan, a mí que no me digan, ¿a que sí Mabel?
Nadie le dice.