Venga, que me desescalo de nuevo, o me despeño, más bien, para contaros un segundo cuento. Esta vez y aunque también tiene que ver con las estrellas, es realista, aquí no aparecen astrónomos fantasiosos que transforman pelos en constelaciones. La protagonista también es una mujer pero no poseía una larga cabellera como Berenice ni esperaba en casa a ningún rey guerrero. La de la historia de hoy, bastante más moderna, llevaba el pelo corto y era científica.
Cuando esa mujer, de nombre Vera y de apellido Rubin era una niña, alrededor de 1930, se pasaba la noche contemplando las estrellas desde la ventana de su cuarto en la ciudad de Filadelfia. Su padre, que era un ingeniero dedicado a la construcción telescopios, en vez de decirle, «niña, ¿te quieres dormir ya, que no son horas?», le ayudó a montar uno rudimentario para que pudiera observar los astros de cerca y con detalle. Digo yo que si Vera hubiera nacido en una ciudad con contaminación lumínica y su padre hubiera sido podólogo, por poner un ejemplo de profesión alejada del cielo, lo más seguro es que no hubiera descubierto la materia oscura. La curiosidad científica, la pasión y la inteligencia son importantes, pero a veces hace falta algo más.
Pero no le quitemos méritos a Vera que tampoco lo tuvo fácil. Apoyo familiar sí pero social, no. Cuando quiso matricularse en Pricenton para estudiar astronomía le respondieron que no admitían mujeres, así que se tuvo que ir a estudiar física a otra universidad donde no discriminaban. Allí se graduó con una tesis sobre galaxias. Y precisamente estaba estudiando y observando galaxias, la de Andrómeda, en concreto (si no sabéis donde está, yo tampoco) cuando se percató de que las estrellas de los bordes de esa galaxia se movían más rápido de lo que era esperable. Esto a mí no me hubiera llevado a ninguna conclusión, en el caso (poco o nada probable) de que me hubiera dado cuenta pero a ella sí. La cuestión es que según las leyes de la gravedad esas estrellas debían moverse mucho más despacio, a esa velocidad tenía que haber algo que mantenía unida la galaxia, algo que la sujetaba y que hacía que no se desintegrara. Como ese algo no se veía, Vera y sus colegas científicos, le llamaron materia oscura y se quedaron tan anchos.
En realidad, de esa materia invisible ya había hablado antes otro científico, llamado Fritz Zwicky al observar lo mismo, que la velocidad de las estrellas de los bordes era anómala. El hombre sugirió que podía haber una materia invisible entre las galaxias pero no consiguió convencer a nadie y su idea permaneció olvidada durante cuarenta años. Es lo que suele pasar cuando tienes una mente muy original y avanzada (como la mía, no es por nada), en el mejor de los casos, te ignoran y en el peor, te matan. A Fritz, menos mal, solo le pasó lo primero.
Vera Rubin tuvo más suerte, tal vez porque la ciencia ya había avanzado lo suficiente como para asimilar y demostrar la idea. Otros físicos añadieron datos a su propuesta y hasta mandaron un satélite a hacer mediciones por ahí lejos. Pues sí, era verdad, había una materia que no se veía. Sus partículas no absorben, reflejan ni emiten luz pero se asentó antes que la que sí se ve y ejerce una influencia sobre ella. Además, es mucho más numerosa que la visible.
Ahora parece que los científicos (no confundir con los expertos ) han detectado una posible partícula de esta materia oscura con lo que se podría explicar de qué esta hecho el 27% del universo. Tampoco es tanto ese porcentaje pero es que ahora solo conocemos la composición de un 5%. Qué poco, ¿verdad?
Y aquí se acaba este cuento que no es cuento.
Me vuelvo al armario a ver si descubro algo y me hacen una entrada en la wikipedia, mi gran ilusión.
Adiós.