Cada vez que los zapatos azules salen de casa, el campito se echa a temblar.
Ya vienen, ya llegan los zapatos azules, se gritan con alarma las espigas, ya se oye el arrastrar azul que pronto nos pisará.
Las alcantarillas inician su canción fétida acompañando los pasos azules, huyen las urracas hacia los tejados vecinos, huyen los verderones, los gorriones y los mirlos. Abandonan las copas de los sauces y de los chopos, abandonan los matorrales y los matojos.
Ya se acercan los zapatos azules desde el fondo de la calle, desganados y polvorientos, a pisar con desidia el campito, sisean las culebras, revolotean con inquietud mariposas grandes y pequeñas, blancas, amarillas, negras, marrones mariposas, sin atreverse a quedar posadas. El jazmín de la valla retiene sus dulces efluvios.
Los zapatos azules bajan por el sendero sembrando el agreste campito de desesperadas semillas, de desesperanzados brotes. Las hormigas paran su afanosa hilera, las flores salvajes inclinan sus corolas, escondiendo su belleza, derrumbándose.
Un llanto blando de luna, un llanto pétreo de monte.
Y ya suben de vuelta los zapatos azules con sus suelas gastadas y sus costuras a punto de reventar. Ya se van, ya se van, se dicen las espigas, rozándose, aliviadas. Regresan los pájaros, regresa la voz risueña del secreto arroyo.
Si hubiéramos sido zapatos rojos…o verdes o blancos, pero somos azules , de un azul desvaído, de un azul mortecino que no es el del cielo ni el de las flores que crecen en los bordes.
Tirados en la entrada, tras la puerta de la casa, sollozan abrazados a sus cordones.