Mes: agosto 2020

Callar puede ser una música (un poema de Roberto Juarroz)

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Callar puede ser una música

una  melodía diferente

que se borda con los hilos de ausencia

sobre el revés de un extraño tejido.

La imaginación es la  verdadera historia del mundo.

La luz presiona hacia abajo.

La vida se derrama de pronto por un

hilo suelto.

Callar puede ser una música

o también el  vacío

ya que hablar es taparlo.

O callar puede ser tal vez

la música del  vacío.

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Por el sendero

Una mujer se hartó de ver iglesias románicas. Antes del hartazgo las adoraba,  eran su pasión y por eso programó ese viaje pero visitó tantas que se empachó. Ya no quiere saber nada de arcos de medio punto, no las puede ver ni en pintura,  reconoce su belleza, eso sí y las cosas como son. El hecho de que le hayan cansado  no influye en las iglesias. Siguen  en sus posiciones, erguidas sobre sus piedras, mensajeras del pasado, bellísimas y hasta conmovedoras y le parece muy bien pero si piensa en ellas se marea.

El amigo con el que pasea le cuenta que ha estado unos días en el cañón del río Lobos, lugar que merece la pena visitar y recorrer. Ella no lo conoce, podría ser un buen plan para otra vez ¿hay iglesias románicas por ahí cerca?, le pregunta. Él, que no entiende su recelo, le habla de la ermita de San Bartolomé y de las fuerzas telúricas del lugar.

Me da lo mismo,  ya no voy, dice ella espantándose con furia una avispa, tal vez románica.

Un niño le está contando a otro que se quedó atascado en las ramas más altas de…de…de una higuera, apunta su madre que va unos pasos por delante, lleva una camiseta con una maceta pintada, camina con pasos rápidos, enérgicos. El niño atascado se niega a pasear si no es con un amigo,  a ninguno de los dos les divierte caminar, coger moras sí, pero la madre no quiere que paren porque su objetivo es hacer ejercicio y que lo hagan ellos.  Vamos, vamos, les dice, ya cogeremos moras después, a la vuelta.

Me quedé atascado en la parte alta de la higuera, arriba, entre dos…entre dos…entre dos ramas, dice desde delante la madre portavoz.

Y yo lloraba y lloraba y lloraba, cuenta el niño a su amigo intentando compartir su tragedia, ser comprendido y tal vez admirado pues no todo el mundo puede presumir de haberse quedado atascado entre las ramas más altas de una higuera.

El amigo mira para otro lado, hacia los matorrales de zarzas donde ya despuntan moras negras al lado de las rojas. Unas hojas se mueven con vivacidad, dentro hay algo, ese algo asoma un momento, burlón, es un petirrojo. Pica una mora y desaparece.

El amigo del niño atascado señala con el dedo, están a punto de pararse pero la madre, sin necesidad de darse la vuelta, utilizando sus ojos del cuello , dice de nuevo, vamos, vamos, ya llegamos al castañar y ahí, una pequeña subida y veréis qué vistas. Magníficas.

Y lloraba, lloraba y lloraba, retoma el niño su tragedia.

Todo el camino está bordeado de zarzamoras, un hombre con un palo y una bolsa recolecta sus frutos.

Se van a acabar, se lamenta el amigo. Salen otras, salen más, dice la madre de la camiseta con una maceta dibujada. Vamos, vamos, las cuestas mejor deprisa. Queda muy poco para las vistas.

Otro hombre abraza a su perro, es un perro de lanas, se llama Coco ¡ Ay mi Coco, ay mi Coco!, qué le pasa a mi Coco, grita el hombre abrazando al perro, el perro le contesta con ladridos muy emocionados, el hombre se tira al suelo para abrazar mejor a su Coco, sigue gritando cariños y alabanzas y el perro ladra de pura felicidad. Cuando cesan en sus demostraciones afectivas se ponen a pasear, el hombre dice, en apariencia a nadie presente, zorra, zorra,  zorra, me cago en todo, me cago en todo y en todo.

Un  jardinero de larga y rizada melena está cortando las ramas de un roble, hace mucho ruido con la sierra, un ruido que provoca desbandadas. Una mujer se para y le pregunta, ¿hay por ahí detrás otro camino? como el jardinero melenudo no  contesta,  modifica un poco la pregunta y sube el tono de voz, digo que si hay otra vereda. Nada, no hay respuesta. Vuelve a intentarlo, ¿hay otro sendero por ese lado?

Vacas, responde el jardinero masticando algo. Donde hay vacas, hay moscas. Le molesta que los paseantes le tomen por un guía turístico. Acciona de nuevo la máquina sierra y rebana unas  cuantas ramas al roble.

Caen al camino  y ahí se quedan, delante de la mujer.  Ella las toca con la punta del pie derecho como si quisiera comprobar algo, se incrusta unos auriculares y se aleja cantando, muy mal, por el sendero.

Petricor

El aspecto dramático de la lluvia no le interesaba pero Salvador, el portero, se había empeñado en  contarle con todo detalle aquellas inundaciones de un mayo de hacía dos años.

Aquello fue primordial, dijo él, ¿ve esa puerta?

Margarita miró con desgana hacia la puerta de la entrada mientras pensaba que primordial era una palabra muy rara.

¿La ve, verdad? pequeña no es, pues el agua saltaba por encima  como si  nada, bajaban unos ríos por este camino que, se lo digo de verdad, pasamos miedo. Sería, ¿qué hora sería?,  puede que las seis de la tarde. Pues, oiga, noche cerrada, el cielo negro, negro, negro como…como yo qué sé, como un negro, con todos mis respetos para las personas de esa raza, no se vaya usted a creer que soy racista. Yo  nunca había visto un cielo así salvo de noche. Le dije a mi mujer : Maricarmen, esto se pone feo. Como se lo cuento, feo que se puso,  a las once de la noche tuvimos que salir de ronda, ¿se puede creer que todos los primeros pisos estaban inundados? El agua se había colado por las rejillas de ventilación de las cocinas, estuvimos achicando mi mujer y yo hasta las tantas. Por eso le digo que el agua es buena cuando no es mala.

Es que ya no sabe llover, dijo Margarita deseando que el portero se callara de una vez, había bajado hasta el portal para estirar las piernas por los pasillos,  hasta que no amainara no podría salir. Se había puesto su modelo de verano para los días lluviosos: unas deportivas blancas con refuerzos dorados, una falda vaquera y una chaqueta blanca. Iba monísima, tenía estilo y ya está y aunque también tuviese años los cargaba  con una ligereza y elegancia que ya quisieran muchas más jóvenes. No quería que la humedad le estropeara el pelo, su  melena rubia y lisa, se la apartó con un coqueto movimiento de mano.

Salvador, indiferente a ese gesto y al resto de su bien cuidada persona, seguía narrando la tragedia de las aguas desbordadas, Margarita ya no le estaba escuchando, lo veía porque lo tenia delante pero era como cuando se quita el sonido a una película, movía su boca y también los brazos trazando en el aire los ríos impetuosos y desbordados y dibujándose a él y a su bendita mujer Maricarmen luchando contra todo aquello como dos héroes de las inundaciones. Lo veía fascinada y aburrida al mismo tiempo,  hasta que un señor y una niña en patinete abrieron la puerta y con ellos entró ese olor maravilloso a tierra mojada, a árbol mojado, a verde mojado. Margarita lo aspiró como si lo esnifara.

Petricor, dijo en éxtasis. Sabía que se llamaba así porque le había salido en un crucigrama.  Petricor, repitió mirándose el refuerzo dorado de las zapatillas blancas,  mejor sería que no se le mojaran.

¿Qué dice usted?, Salvador detuvo sus maniobras en seco de lucha contra el agua  y se puso una mano detrás de la oreja, como si estuviera sordo, solo que no lo estaba.

Petricor es el nombre que se le da al olor a lluvia, a tierra mojada, explicó ella. Por lo visto del suelo se liberan unas bacterias que…había otra  palabra para esas bacterias pero de esa no se acordaba, también le salió en otro crucigrama.

Anda qué cosas, dijo él moviendo la cabeza arriba y abajo. Yo solo le digo que se ande con ojo, que estas lluvias cuando se ponen rabiosas no son tontería. Se puso el cielo negro, más que ahora, se lo juro, y era de día, una tarde de esas de mayo. Decir que pasamos miedo es quedarse corto.

Si es que ya no sabe llover, todo está del revés. Primero el calor abrasador y ahora esto. Nada está donde debería estar.

Y que lo diga. Y ojito al calor también. Yo viví el incendio aquel, esas llamas,  madre mía de mi vida, jamás las olvidaré. Lo que lloró Maricarmen, tenga en  cuenta  que ella se ha criado en esos pinares, como quién dice.

Pues ni que fuera una cabra montesa, pensó Margarita. Se estiró la chaqueta blanca para que le quedara a la altura correcta. Qué pena que con lo mona que iba no la viera  nadie y que los pocos que la veían no supieran apreciarlo.

Petricor, dijo otra vez dándose media vuelta y empezando a girar por el pasillo con sus zapatillas blancas  y doradas.

Delante iba el señor y más lejos, impulsándose con fuerza con un pie, la niña.

Carolina, ven, no tan deprisa.

¿Es que una no puede estar un rato con sus propios pensamientos?, dijo la niña parando el patinete con rabia.

Por una ventana abierta se veía la copa de un álamo zarandeado por la lluvia y el viento. En una de sus ramas, acurrucada, hecha bola, había una paloma. Otra vez pensó en la palabra Petricor. Sin saber por qué, le molestó esa palabra como algo incómodo que se clava.

Que te lo has creído, Gilgamesh

A los dioses les dolía la cabeza.  La culpa la tenían sus muñequitos los humanos,  eran demasiados y hacían mucho ruido. Descartado el paracetamol por no ser medicina de su gusto, la solución estaba bastante clara: cargárselos y empezar de nuevo.

Reiniciemos, a ver si esta vez  nos sale mejor. Para ello seleccionaron  a una pareja humana de su preferencia (Ut Napihstin y su señora esposa) y les mandaron derribar su casa,  construir una nave, meterse en ella y llevar también muestras reproducibles de todo ser vivo existente. Como método de destrucción ( tenían un buen surtido)  escogieron un diluvio.

¿ Os recuerda ligeramente esta historia a la de Noe y su famosa arca? Pues no seré yo la que acuse de plagio a la Biblia pero el diluvio universal que aparece en Gilgamesh es mil años anterior.

Ut se lo está contando a Gilgamesh que escucha con gran atención. Cuando termina el relato, igual al de la Biblia salvo que aquí se cambia la paloma del final por un cuervo,  Ut le explica que debido a lo bien que cumplió con la misión encomendada, los dioses le concedieron la inmortalidad pero que eso no le va a pasar a él, que se vaya olvidando,  lo suyo fue una excepción.

Tal debió de ser la cara de desilusión de Gilga  que Ut se compadeció de él y como premio de consolación,  le reveló la existencia de una planta pinchosa y espinosa en el fondo del mar con propiedades rejuvenecedoras.  Inmortal no le iba a hacer pero sí le podía quitar unos cuantos años de encima.

Fue oírlo y  entró Gilga en acción otra vez, qué impulsividad , hijos míos. Se ató unas gruesas piedras a los pies y hasta el fondo de los mares que se hundió, arrancó la planta hiriéndose las manos, cortó los lazos que ataban las piedras a sus pies y ascendió lleno de rasguños y medio ahogado pero más  contento que unas castañuelas.

Además de valiente, Gilga era generoso porque le dijo al barquero, (el mismo que lo condujo por las aguas de la muerte y que ahora le va a llevar de vuelta),  «esta es una planta famosa, gracias a ella el hombre renueva su aliento de vida, la llevaré a Uruk, haré que todos coman de ella, la compartiré con los demás, su nombre será «el viejo se vuelve joven», comeré de la planta y volveré a los tiempos de mi juventud»

Que te lo has creído, Gilgamesh.

Una serpiente que pasaba por ahí, también es casualidad y mala suerte, la huele, le gusta y se la lleva. Gilgamesh llora un rato de la rabia que le da, se lamenta otro poco y, ya llorado y lamentado,  regresa a Uruk. Después de tanto periplo y tantas aventuras ya sabe que va a morir y que va a envejecer y parece que lo acepta  ¡Qué remedio le queda al hombre!

Intentarlo lo he intentado pero no ha podido ser, se dice a sí mismo entrando en su amurallada ciudad.

La historia podría terminar aquí, con el héroe resignado, lo que pasa es que Gilgamesh tenía un punto liante y no podía dejar de enredar.

Ya que se iba a morir quería saber qué pasa después,  así que en la tablilla número 12, la última,  le da por convocar a los espíritus con una serie de rituales de lo más extraños y logra que se «abra el agujero del mundo de las sombras» y que por él se  cuele su difunto amigo Enkidu. Aunque falta el final, lo que Enkidu le cuenta no es muy alentador.

– Dime, amigo mío, dime la ley del mundo subterráneo que conoces, le pide Gilga.

-No, no te la diré, si te la dijera te vería sentarte para llorar, le previene Enkidu

-Está bien, quiero sentarme para llorar. (Cabezota como él solo)

-Lo que has amado, lo que has acariciado y lo que placía a tu corazón, como un viejo vestido, está ahora roído por los gusanos, está hoy cubierto de polvo, todo está sumido en el polvo», le desvela Enkidu en plan sincericidio.

Pero al momento se ve que se arrepiente o es el autor de la epopeya (anónimo) el que se arrepiente de terminar con un final tan crudo y  matiza un poco.

¿Te acuerdas de aquel que se murió? (le cita a un vecino suyo)  pues está tendido sobre el lecho y bebe agua fresca, ¿te acuerdas de…? (otro vecino de Uruk), lo abrazan su padre y su madre, a otro más el que lo abraza es su mujer, otro, sin embargo, no haya reposo y otro más se está comiendo las sobras de unos platos y de unas ollas.

Vaya, qué faena, tablilla rota o perdida.

Y de esta manera, con el vecino comedor de sobras,  se interrumpe el poema de Gilgamesh, el héroe que no quería ser mortal.  Si que lo recuerden a uno es una forma de supervivencia, Gilgamesh consiguió de alguna manera vencer a la muerte.