Apolo pasaba muy buenos ratos con las Musas. Les había dicho que estaba prendado de una de ellas y que pronto, muy pronto, revelaría el nombre de la elegida. Se sucedían los días y los meses pero el nombre seguía sin saberse. Cada una de las musas pensaba en secreto, sin confesárselo a las otras, que era ella la elegida por el dios de las artes y mientras tanto, Apolo se divertía con todas sin amar en realidad a ninguna.
De pequeño y para defender a su madre, Apolo había matado con su arco y sus flechas a una enorme serpiente pitón y era esta una hazaña que le gustaba mucho mencionar, viniera o no a cuento. Por ejemplo, decía Urania, la musa de la astronomía, “¿sabes Apolo que esta tarde noche hay una conjunción Júpiter Saturno que puede verse hacia el suroeste y que no se va a volver a producir en montones de años?, ¿ la vemos juntos desde mi observatorio?»
Y respondía Apolo, «para conjunción la que hicieron mis flechas sobre la carne de aquella gigantesca pitón, madre mía, qué certeramente le di».
O le preguntaba Terpsícore, la de la danza, «Apolo, ¿te gusta la última de Tangana, te la bailas conmigo?»
«Precisamente un baile fue lo que hizo aquella serpiente pitón cuando yo le disparé mi flecha, el baile de la muerte, no te digo más».
En ese plan . Por muy guapo y apuesto que fuera no sé por qué las Musas se dejaban engatusar con lo plasta que era. Una de esas tardes en las que se hallaban ellas cantando y tocando sus instrumentos y él dirigiendo la orquesta y lanzando miraditas de eres tú o puede que tú o puede que tú, pasó por allí Eros, el dios del amor, con su carcaj lleno de flechas.
Apolo detuvo su batuta y le dijo, muy chulo él, “¿qué intentas hacer, niñato, con esas armas?, las flechas déjamelas a mí, yo maté a la pitón, conténtate con encender la antorcha de esos amores tuyos que yo desconozco y no trates de igualarme”.
Eros le respondió, “tu arco lo traspasará todo pero el mío te va a traspasar a ti, listillo».
Se posó sobre la cima del Parnaso y sacó dos flechas, una era de plomo y ahuyentaba el amor, otra era de oro y lo hacía nacer. Con la primera hirió a una ninfa, Dafne, la hija del dios río Peneo; con la otra atravesó los huesos de Apolo hasta la médula. Después se dio media vuelta y silbando desapareció. Ahí lo tienes, por reírse del amor que es cosa seria.
Apolo, confundido y mareado, miró a las Musas, «¿nos vas a decir ya el nombre de la que te gusta, por eso se te ve tan nervioso y pálido?, ¿ soy acaso, yo?, ¿o yo?, ¿o yo? y así hasta nueve «o yo»
No, no, lo siento chicas, pero no sois ninguna de vosotras, perdonadme, musas , se me hace tarde, son las seis, ¡las seis!, justo a esa misma hora maté hace no tanto a una serpiente pitón. Adiós, adiós. Y salió corriendo ,enloquecido , a buscar a la ninfa de sus amores.
Ella se encontraba haciendo el salvaje en un bosque, eso era lo que le gustaba. Con una cinta se sujetaba los cabellos en desorden, corría tras los animales, se subía a los árboles, se bañaba en los ríos y bebía agua de los arroyos, comía bayas silvestres y trepaba con sus fuertes y ágiles piernas hasta las cimas de los montes para contemplar desde allí los más bellos panoramas. Dormía al raso, tapada por las estrellas, y por la mañana, vuelta a empezar con sus correrías.
Su padre, el dios río Peneo, las pocas veces que conseguía hablar con ella, le decía, “hija, para un poco de hacer el cabra, has rechazado ya a muchos pretendientes, ¿por qué no te casas y me das un nieto?”
Era oír la palabra matrimonio y se ponía verde, igual que los campos por los que corría y que las copas de los árboles a los que se trepaba.
“Que no, papá, que quiero ser libre, el yugo del hombre no es para mí” y se internaba en las espesuras de las selvas y los bosques disfrutando muy feliz de su soledad.
En esas soledades estaba cuando oyó unos pasos que no le parecieron de animal y se giró a mirar. El causante de las pisadas, Apolo herido de amor, la miró también, contempló sus pelos revueltos y pensó que si así estaba guapa cómo no estaría tras peinarse, vio sus ojos y le parecieron estrellas, vio sus labios y soñó al instante con besarlos. Observó sus dedos, brazos y hombros semidesnudos e imaginó el resto.
Ella echó a correr y con el movimiento, su belleza se acrecentó, lo cuenta Ovidio más o menos así, “desnudaban su cuerpo los vientos, y las brisas a su encuentro hacían vibrar sus ropas y echaban hacia atrás sus cabellos”.
Apolo le pide que deje de correr y para convencerla le dice lo siguiente, “Oh, ninfa, hija de Peneo, detente, te lo ruego, no te persigo como enemigo, ninfa, párate. El corderillo huye así del lobo, el cervatillo del león, las palomas con sus trémulas alas huyen del águila y de cada uno de sus enemigos, yo te persigo a causa de mi amor hacia ti”.
En un principio Apolo es delicado, le dice que no corra tan rápido, pues teme que se haga daño con las zarzas o se caiga de bruces y promete perseguirla un poco más despacio. Pero como ella no le hace caso y no aminora la carrera, le puede el ego, “que no te persigue cualquiera, que yo no soy un pastor, no soy un hombre inculto que vigila vacas y rebaños, tú no sabes, imprudente, de quién huyes y por eso huyes. Yo revelo el porvenir, soy el dios de la artes, la medicina es invención mía y por eso me llaman el auxiliador. Y además, maté a una pitón».(Acabáramos)
Dafne, cada vez más horrorizada al ver que el hombre la va a alcanzar pide ayuda a su padre, “padre mío, tú que tienes poder divino, quítame la apariencia por la que soy amada”.
Nada, que me quedo sin nietos, con la ilusión que me hacía, se revuelve el padre río. Pero consiente y le concede la transformación.
Las piernas de Dafne se vuelven torpes y pesadas, su fina piel se hace rugosa y se recubre de corteza, sus pies se alargan y hunden en el suelo retorciéndose, sus brazos se hacen ramas, los rasgos de su cara desaparecen y el pelo es sustituido por una frondosa copa. Apolo abraza el árbol, un laurel, y lo besa.
No serás mi mujer, nunca lo serás, pero sí serás por siempre mi árbol, adornaré mi cabeza con tus hojas y tus ramas coronarán la cabeza de héroes y campeones. Y lo mismo que mi cabeza permanece siempre igual, yo nunca seré calvo, que lo sepas, que tu follaje se quede verde,Dafne, que te quiero verde. Huy, por cierto, ese color me recuerda al de la piel de la serpiente pitón que yo maté de un flechazo. Pesadito era el señor…
Pero mejor no me meto con él, ya que también es el dios de las plagas y de su solución. Apolo, guapo, baja a echarnos una mano.
