En la ciudad de Babilonia vivían dos chiquillos a cual más guapo. Él se llamaba Píramo y era el más bello de todos los jóvenes del lugar. Ella, la más rebonica de todo el oriente, se llamaba Tisbe. Ya estamos, ¿es que los feos no aman? Pues sí, pero hay que reconocer que tienen menos tirón cuando lo que se pretende es narrar una historia romántica.
Se conocían desde pequeños y además eran vecinos íntimos, ya que sus casas compartían tabique. Habían jugado juntos y crecido a la par y, al tiempo que se desarrollaban sus cuerpos, se desarrolló también el amor. Este sentimiento no gustó nada a los respectivos padres de los chicos, tal vez tanto de un lado como de otro querían algo mejor para sus vástagos, lo cercano y cotidiano, y qué más cercano y cotidiano que tu vecino de tabique, suele parecernos poca cosa. Así que les prohibieron estar juntos y sanseacabó. Y hasta quererse les prohibieron, venga, como si se pudiera vetar un sentimiento. Resulta que es todo lo contrario, basta que te digan, “no quieras esto” para que lo desees más. “Mientras más se tapa, más bulle el fuego”, dice Ovidio con gran sabiduría.
Como no les dejaban verse, se hablaban a través de la pared que, casualmente, tenía una grieta que nadie había notado y por la que se enviaban sus palabras de amor. Esto en mi casa no hubiera hecho falta, ya se oye a los vecinos que es una delicia y sin necesidad de grietas. Claro que lo que yo oigo no son palabras de amor, en estos momentos mi vecina íntima despotrica con furor sobre políticos y vacunas.
Dejo a mi indignada vecina y vuelvo con la parejita que estaba empezando a enloquecer de desesperación. Ya no se hablaban solo entre ellos, también se dirigían a la pared, lo normal cuando a uno no le dejan querer al que quiere. “Envidiosa, le decían, ¿cuándo permitirás que nos unamos con todo el cuerpo? O si esto es demasiado, por lo menos te podías abrir para que nos demos besos” Luego se arrepentían un poco, no fuera que la pared se enfadara y tampoco pudieran hablarse y le daban las gracias, “pero no somos ingratos, que gracias a ti nuestras palabras llegan hasta los oídos amados”.
Y en ese plan estaban, cualquier pareja de amantes confinados de ahora puede comprender esta situación, seguro que con las paredes no hablan pero lo mismo sí insultan a la pantalla por su frialdad y después le dan las gracias porque sería todavía peor si no la tuvieran.
Por las noches, Píramo y Tisbe, se despedían dando un beso a la pared y así hasta el día siguiente. Durante muchas noches y muchos días siguientes: palabras inflamadas, besos a la pared. Cansados de este amor por muro interpuesto decidieron rebelarse y planearon escapar a la noche siguiente, no solo de sus casas, también de la ciudad. Quedaron a las afueras, junto al crematorio del rey Nino, también vaya ideíta, bajo una morus alba o morera blanca , al lado de una fuente.
El día se les hizo eterno, no se iba nunca la luz, no llegaban nunca las tan anheladas sombras nocturnas. Pero por mucho que algo se haga eterno, nada escapa a la ley de la impermanencia. Cuando por fin la noche extendió sus negruras, Tisbe salió de casa, despacio y sigilosa, el rostro tapado por un velo, atravesó la ciudad y se sentó bajo el árbol convenido.
Como buena enamorada, no tenía miedo. Aunque, claro, cuando vio aparecer a una leona con la boca manchada de sangre que se acercó a beber a la fuente, un poquito de temor y temblor sí que le entró a su cuerpo serrano. Siguiendo el camino que le marcaban los rayos de la luna y otra vez con gran sigilo llegó hasta una oscura cueva donde se escondió. Por el camino habían resbalado por su espalda los velos que la cubrían y allí se quedaron, tirados por el suelo.
La leona, que vuelve de beber, se encuentra los velos, los olisquea y se entretiene un rato desgarrándolos con sus fauces ensangrentadas.
Y a todo esto, ¿qué hacía Píramo que no venía?, ¿es que no sabía qué ponerse o es que se estaba acicalando tanto para la ocasión que no terminaba nunca?, ¿se había perdido por el camino?, ¿se estaba haciendo el interesante llegando tarde? El relato no lo aclara pero esa tardanza es la que desencadena la tragedia. Si el hermoso varón hubiera sido puntual nada de lo que pasó después hubiera sucedido.
Cuando el joven por fin llega al lugar convenido, se encuentra los velos de Tisbe rotos y llenos de sangre y piensa que se ha comido el tigre sus carnes morenas, lo cual debía ser frecuente en la época y lugar. Le da un arrebato muy malo y se hunde en el costado la espada que llevaba a mano, se la saca después ( la espada tenía que quedar libre como se verá) y toda la sangre contenida se desparrama por el árbol, mojando sus frutos blancos que se vuelven púrpuras y después negros.
Supone Tisbe desde su encierro que la leona ya se habrá ido y sale de la cueva, está deseando encontrarse con Píramo y contarle todos los peligros por los que ha pasado, reconoce el lugar pero duda y se despista al ver el color de los frutos de la morera, que ya no son blancos. Mientras vacila, ve que en el suelo algo tiembla, retrocede empalideciendo y reconoce a su amado vecino. Se tira del pelo desesperada y a continuación se lanza sobre el tan deseado cuerpo, mezclándose así las lágrimas de ella con la sangre de él.
Lo que viene a continuación, puro drama, se lo dejo a Ovidio que por algo es el autor de historia de amor desesperado, “Píramo, responde, la Tisbe tuya a ti, queridísimo te nombra; escucha y tu rostro yacente levanta.
Al nombre de Tisbe, sus ojos, ya por la muerte pesados, Píramo irguió y vista a ella los volvió a velar.
«Tu propia mano y el amor te ha perdido, desdichado. Hay también en mí, fuerte para solo esto, una mano, hay también amor; dará él para las heridas fuerzas. Seguiré al extinguido y de la muerte tuya tristísima se me dirá causa y compañera. Tú, árbol que con tus ramas el lamentable cuerpo ahora cubres de uno solo, pronto has de cubrir de dos. Las señales mantén de las sangría y siempre ten a tus crías (las moras) como testimonio de la sangre de los dos», dijo, y ajustada la punta bajo lo hondo de su pecho se postró sobre el hierro que todavía de la sangría estaba tibio»
Sus votos conmovieron a los dioses y por eso es negro el color de las moras una vez maduras, y conmovieron a los padres (a buenas horas) que tuvieron el póstumo detalle de enterrarlos juntos.
