Mes: abril 2021

Por siempre viejas

Ni falta hace decir que los dones del mundo están mal repartidos. En lo que a ojos respecta, si el gigante Argos tenía cien, las tres hermanas Grayas solo tenían uno o, mejor dicho, un tercio del mismo, ya que el único ojo era compartido. Y lo mismo les pasaba con la dentadura; para las tres, un solo diente. Comían por turnos y miraban por turnos y así se apañaban estas míseras mujeres sin pasado que recordar ni futuro que esperar.

Las tres hermanas habían nacido ya ancianas, sin pasar por la infancia ni transitar por la juventud y la madurez.  Sus nombres eran Dino, “ Mari temor”,  Enio, “ Mari Horror”  y Penfredo, “ Mari alarma”. Vivían en una cueva en el país de la noche rara donde nunca luce el sol, ( eso no es raro tratándose de una noche), pero tampoco la luna (eso ya sí).

Su vida, si es que a lo que tenían se le puede llamar así,  acabó cuando Perseo, que se dirigía a matar a Medusa, se topó con ellas para que les indicara el camino que llevaba hasta las Gorgonas, otras tres señoras de muy mal pelaje. Mientras las Grayas se pasaban con ansia el ojo de una a la otra para comprobar si el muchacho estaba tan bueno como les había dicho Dino (la que lo llevaba puesto en ese momento), Perseo se lo robó y lo arrojó al lago Tritonis. A orillas de este lago nació la diosa Atenea y por él pasaron también los omnipresentes Argonautas, (pesaditos eran).

Al perder el ojo, las Grayas se quedaron dormidas por siempre jamás.

Venga usted al mundo para esto, para ser siempre vieja, para vivir sin ver la luz y para  pelearte a todas horas con tus dos hermanas o bien por el ojo o bien por el diente.

Como eran hijas de dos dioses marinos, Ceto y Forcis, y habían nacido con el pelo gris se las considera la personificación de la espuma del mar. Por consideraciones poéticas que no quede. Tal vez fue un bonito regalo que quisieron hacerles para resarcirlas de tan mala fortuna o para acallarlas si es que les daba por quejarse. Anda, anda, pero de qué protestáis tanto si sois iguales que la espuma del mar. Ya, pero es que solo tenemos un diente. Suerte que habéis tenido, la espuma no tiene ninguno.

La única ventaja que  veo a su condición  es que como nunca habían sido jóvenes no tenían añoranza de los tiempos de su mocedad ni podían verse en fotos pensando “pero qué mona era yo, pa lo que hemos quedao”. Por otro lado, como vivían solas y en un lugar oscuro, sin relacionarse con nadie más y sin cuenta de Instagram, tampoco se comparaban con otros ni padecían del terrible mal de la envidia.

No se veían ni feas ni guapas ni jóvenes ni viejas, eran ellas, las Grayas, las que siempre habían sido, iguales a sí mismas. No podían comer kikos ni turrón de Alicante ni cantar Forever Young ni ponerse a escribir una obra del estilo de “En busca del tiempo perdido” porque hacia atrás no tenían nada que buscar. Y como hacia delante tampoco les esperaba nada, más de lo mismo y lo mismo, no les daba por hacer planes ni por consultar a videntes. Estas sí que sabían vivir el momento presente. En eso eran sabias. A ver, qué remedio.

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Cien ojos emplumados

Zeus, padre de todos los dioses, director general del Olimpo y de los cielos, estaba casado con Hera pero no se caracterizaba precisamente por su fidelidad. Su mujer estaba bastante harta de sufrir sus traiciones y  engaños. En esta ocasión Zeus se había enamorado de una de las sacerdotisas de Hera, llamada Ío.

Era un día radiante de sol pero para que Hera no le viera en sus escarceos y devaneos, Zeus arrojó al mundo una espesa niebla y convirtiéndose él mismo en nube (por algo Homero lo llama el recolector de nubes, qué bonito oficio este) se aproximó a su nueva amada de tan gaseosa e invisible manera.

Pero Hera, al ver cómo  el sol desaparecía de forma tan repentina y una niebla venida de no se sabía dónde tapaba las formas de todas las cosas, sospechó. Buscó a Zeus por los bares del Olimpo que solía frecuentar pero nada, que no estaba.  Cada vez más nerviosa comenzó a caminar por aquí y por allá hasta que pilló a su marido en plena acción.

Te vas a enterar tú de lo que es bueno, le dijo, ahora mismo te convierto a la chica en una ternera blanca y se te acabó el amorío, majo. Y eso hizo, pero como seguía sin fiarse de Zeus y pensaba que hasta con la ternera le podía ser infiel llamó a su amigo  Argos y lo puso al lado de la transformada Ío.  Quédate junto a la vaquita y no me la pierdas de vista, le ordenó.

Argos Panoptes, el de todos los ojos, era un gigante con cien óculos al que no se le escapaba ni media. Cuando estaba cansado, se dormía con cincuenta ojos cerrados pero mantenía abiertos los otros cincuenta, así que ni de día ni de noche ni a la hora de la siesta, momento sagrado para él, dejaba de estar vigilante.

A Argos le pareció un encargo de los fáciles, recientemente había tenido que liquidar a la Equidna, una ninfa monstruosa.  “En peores plazas he toreado”, se dijo utilizando un símil taurino, tal vez porque la visión de la ternera le llevara a esos terrenos o porque por pereza mental escogió esa frase hecha. Se sentó al lado de la ternerita debajo de un olivo y a verlas venir con sus cien ojos.

Lo que no sabía él es que Zeus también tenía sus propios planes, no le gustaba que le llevaran la contraria ni que le cortaran el rollo, natural, eso no nos gusta a nadie.  Llamó a Hermes (Mercurio para los romanos), el dios mensajero, maestro del ingenio y de la astucia. Le dio la forma de un pájaro para que volara rápido  hasta el olivo y una vez allí se convirtió en pastor,  se sentó en la piedra de enfrente y, como quién no quiere la cosa, se puso a tocar en su flauta dulce una melodía más dulce todavía. Tan, tan dulce y suave  que Argos cerró cincuenta ojos pero  al rato también los otros cincuenta por primera vez en su vida.

Hermes aprovechó el momento para arrearle en la cabeza con una piedra afilada o para decapitarle, no lo tengo claro. Fuera cual fuese el método, el gigante murió. Hera, para resarcir a Argos, pegó  con mucha paciencia y cuidado los cien ojos de su amigo en la cola de un pavo real, su ave favorita, y allí se quedaron, temblando entre las plumas.

Después, para vengarse de Ío, ató a uno de sus cuernos un tábano que la picaba sin parar, esto la impulsó  a correr para librarse del insecto, corrió tanto que se hizo un larguísimo viaje.

Primero atravesó el mar Jónico que se llama así por ella (Ionio en italiano), se dio unas vueltas por Iliria, Tracia y  el Caúcaso donde se encontró con el pobre Prometeo encadenado, le saludó, le deseó suerte y comprobó que otros estaban peor que ella.

En África pasó junto a las  Grayas, personificaciones de la vejez eterna. Quita, quita, pensó la ternerita, estas también están peor que yo, que por lo menos soy joven aunque tenga una mosca que no para de picarme. Y  más tarde con las Gorgonas, que también eran finas. Evitó mirarlas pues si lo hacía se convertiría en piedra. Y ya bastante tenía con ser ternera mosqueada.

Por fin llegó a Egipto donde la esperaba Zeus que la devolvió, a base de besos y caricias, a su condición mujeril.

En resumen, que si veis a un pavo real que, por cierto,  están ahora en celo y pegan unos aullidos maullidos que son de temer, y despliega su bella cola para atraer a las damas pavas, fijaos en esos ojitos que  la adornan.

Los del gigante Argos son. Que lo dice el mito.

Los ojos de Argos

Lloro por ti, Atalanta

Cuando nació  Atalanta su padre se enfadó porque era una niña, en vez del niño que él había soñado, así que la abandonó en el monte Partenio y se volvió para su casa a hacer un nuevo pedido, a ver si esta vez le salía más a su gusto.

Una osa que vivía en aquel lugar agreste se la encontró y tras sopesar las dos opciones, “o me la como o me la quedo”, le pudo más el instinto maternal que el depredador y la amamantó y cuidó durante una buena temporada. Pasado un tiempo, cuando la niña ya había crecido,  se aparecieron por allí unos cazadores a los que debió de cautivar con sus habilidades y la adoptaron.

Entre las enseñanzas de una y otros, Atalanta se había convertido en una mujer fuerte, intrépida y tirando a salvaje, adoraba correr descalza por el monte, sentir el viento en la cara, trepar a los árboles y proporcionarse sus propios alimentos. De hacer cola en las cajas del Mercadona no quería ni oír hablar.  No tenía intención alguna de abandonar el bosque en el que vivía ni mucho menos de casarse, por eso se consagró a Artemisa, la diosa de la cacería y los montes y así ya tenía excusa para seguir libre y  a su aire.

Aquellos parajes no estaban exentos de peligros para una mujer bella y solitaria. Dos centauros trataron de violarla pero ella los mató con sus flechas y luego se tumbó a descansar sobre unas rocas mientras miraba la luna y se reafirmaba en su convicción de que esa era la vida que quería, a pesar de sus riesgos.

Mientras tanto, en la ciudad de Calidón campaba a sus anchas un jabalí enorme y feroz,  lo había soltado allí la misma diosa Artemisa, enfadada porque no le habían hecho una ofrenda.  El animal se dedicaba a destrozar  las cosechas  y arrancar todas las vides de raíz y daban tanto miedo sus colmillos elefantiásicos que la gente se refugió dentro de las murallas, los campos quedaron abandonados y pronto llegó el hambre.  El rey envió mensajeros para buscar a los mejores cazadores de Grecia, ofreciendo como premio los colmillos y la piel del jabalí.

A mí el premio no me parece nada atractivo pero a ellos sí se lo debió de parecer porque se apuntaron unos cuantos, entre ellos Meleagro (el propio hijo del rey), algunos de los argonautas (los que iban en busca del vellocino de oro, eran muy aventureros y si no tenían algún lío, se lo inventaban) y la indomable Atalanta. El machismo salió de nuevo a relucir y muchos de ellos, todos hombres, se negaron a participar junto a  una mujer. Meleagro, que se había enamorado de Atalanta, los convenció  para que la dejaran intervenir y empezó la cacería.

La primera en herir al jabalí con una flecha fue Atalanta, lo remató Meleagro pero le ofreció el premio a ella porque consideraba que el mérito había sido suyo. Otra vez se ofendieron los señores porque una fémina se llevaba el trofeo y le arrebataron la piel del jabalí a Meleagro. Este se enfadó, (aquí cuando se enfadaban lo hacían a lo grande),  y los mató. Resulta que a Meleagro las moiras le habían predicho que moriría cuando se extinguiera un tizón ardiendo. Su madre, previsora, había guardado el tizón en una caja, pero ahora, Altea, hermana de los hombres que él había matado, se enfadó también, sacó el tizón de la caja y lo arrojó al fuego. En cuanto se consumió, Meleagro la palmó. Cosillas que pasan.

Todo este lío fenomenal hizo muy famosa a Atalanta, muchos hombres la deseaban y querían casarse con ella pero sobre su vida también pendía una profecía desagradable relacionada con el matrimonio. El oráculo había augurado que cuando se casara se convertiría en animal.

Para quitarse a los pretendientes de encima y como se sabía invencible convocó una carrera, “mi novio será el que me gane, pero al que gane yo, me lo cargo”, pese a esta terrorífica condición muchos se animaron. Ella, bastante chulita, les daba ventaja, pero ni por esas, aceleraba un poco, ganaba con facilidad y, ale, los mataba.

Hasta que apareció por allí el joven Hipómenes, que no era más rápido que ella pero sí más astuto y contaba con la ayuda de la diosa Afrodita, que no entendía el rechazo de la chica por el amor y hasta le sentaba mal, “¿pero por qué no le gusta lo mejor de la vida a esta mujer?, se va a enterar”, se dijo. Le regaló a Hipómenes tres manzanas de oro, procedentes de uno de los árboles del jardín de las Hespérides, lleno de manzanos de frutas doradas que otorgaban la inmortalidad. La treta consistía en dejar caer las manzanas durante la carrera para distraer con su brilli brilli a Atalanta.

Lo cierto es que Atalanta ya estaba enamorada de Hipómenes sin ella misma saberlo, era un sentimiento nuevo para ella y no lograba identificar esa ternura que sentía al contemplar al joven y la pena que le estaba entrando porque sabía que ella era más rápida y tendría que matarlo. Tal vez por eso se paró a recoger la primera manzana y también la segunda, aun así iba ganando, pero cuando Hipómenes tiró el tercer fruto dorado a sus pies, Atalanta se detuvo un poco más de la cuenta y por primera vez, perdió.

Se casaron y la unión fue feliz, los dos se amaban. En una ocasión en la que volvían de regreso de un viaje entraron a descansar en el templo de la diosa Cibeles, les entró un irrefrenable deseo y no se contuvieron.  Buena se puso la diosa por lo que ella consideró una falta de respeto intolerable. “Pues ahora os convierto en leones, para que os vayáis enterando”. Los antiguos griegos pensaban que los leones no se apareaban entre ellos sino con leopardos o con panteras, por lo que el castigo era doble. Y no satisfecha con eso, la diosa  no los dejó libres sino que los utilizó como bestias de tiro para su carro y así por toda la eternidad.

Me hubiera gustado otro final mejor para Atalanta, no se merecía este  tan cruel pero el mito es así, termina mal. Lloro por la niña rechazada y abandonada, por la chica libre y valiente que, tras enfrentarse a tantas injusticias sin arredrarse, justo cuando amaba y era amada fue por siempre esclavizada.