Le molestaba una muela y así se lo hizo saber a sus dos acompañantes.
Tengo una muela por aquí que no sé yo…dijo señalando vagamente un lugar en el interior de su boca.
Camelia y Alvarito el gordo la miraron y siguieron a lo suyo. Lo suyo no era nada del otro mundo, se limitaban a enumerar los lugares a los que habían ido en sus días de descanso, lo que habían visitado, los actos culturales a los que habían asistido, los espectáculos de los que habían gozado. Todo ello quedaba rematado con un “es muy chulo o fue muy chulo” o con un “estará chulísimo” si es que hablaban, no ya de lo que habían hecho, sino de lo que pensaban hacer.
Asun tenía menos tiempo libre, menos inquietudes culturales o turísticas, menos dinero, menos entusiasmo y un leve dolor sospechoso en una muela. Se la tocó con la lengua. Tengo que ir al dentista sí o sí. Esa iba a ser su siguiente y poco apetecible escapada. Escapada era la palabra que utilizaban ellos para denominar todas esas actividades.
Esta vez ni siquiera la miraron porque el tren llevaba un rato parado en una de las estaciones del final y Camelia había aprovechado para hacer una foto de las cuatro torres. Su móvil era el nexo de unión entre ella y Alvarito el gordo, de él sacaban la mayoría de sus conversaciones.
Alvarito el gordo era muy flaco, su apodo era una gracia de los compañeros de trabajo. Asun era gorda de verdad, no obesa, pero sí con el relleno carnal suficiente como para que ese apodo resultara ofensivo si se le aplicaba y no gracioso.
Una vez hecha la foto, los dos se pusieron a contemplarla en la pantalla con las cabezas juntas. La melena de Camelia tenía un color parecido a la luz del atardecer que en ese instante llenaba el cielo, como si en su cabeza pronto se fuera a hacer de noche. Solo que no, era una cabellera en ocaso permanente. Ella llamaba a su pelo, “mi melena Pantene”.
Asun no podía presumir de melena, llevaba el pelo, castaño y más bien tieso, recogido en una corta coleta. Sin saber por qué, se soltó la goma y lo dejó libre sobre sus hombros, pero al momento, arrepentida, se lo volvió a atar. Al agachar la cabeza para ajustarse la goma, vio los calcetines de camelia, eran rosas, a juego con las zapatillas deportivas y llevaban estampadas unas alegres ovejitas que saltaban sobre nubes.
No se podía decir que Camelia hubiera estado hablando todo el trayecto, no. Si se pudieran contar las palabras al igual que se cuentan los pasos con una de esas pulseras, Camelia no la habría ganado en emitir sonidos articulados. Así que no era eso, habían hablado más o menos por igual. Tampoco se podía decir que Camelia le hubiera ido dando empujones hasta acorralarla en un rincón, eso tampoco era verdad, la realidad es que cada uno había ocupado su asiento. Ella en una esquina, Camelia en el centro y Alvarito el gordo en la otra esquina.
Ni Camelia había acaparado la conversación, al menos en cuanto a número de vocablos, ni había ocupado más espacio del debido, pero la sensación que Asun tenía era la de haber sido aniquilada por las palabras y gestos de la otra, por su impulso vital. Sentía que ha sido empujada a un rincón donde uno dejaba de existir. Pero ese dolor en la muela era una clara señal de que seguía ahí, viva.
Como también era señal de que no había desaparecido del mundo, el deseo que tenía de pisotear a todas esas ovejitas que saltaban dulcemente sobre las extremidades inferiores de Camelia.
Pisotear, dijo en voz alta, sin querer.
¿Cómo?, preguntaron extrañados los otros dos, abandonando por un momento la búsqueda de lugares muy chulos donde hacer sus siguientes escapadas.
Nada, nada, no me salía una palabra que estaba buscando, se rió ella a modo de disculpa.
¡Un mercado medieval!, exclamó Camelia mostrándole a Alvarito el gordo la nueva información de su teléfono.
Son chulísimos, estuve en uno en Vitigudino, había cetrería, vimos el vuelo de las rapaces. Impresionante, de verdad.
Qué chulo, me encantaría, dijo Camelia apartándose con un seductor movimiento de cabeza la melena puesta de sol donde jamás se hacía de noche.
Solo faltaban cinco minutos para que el tren entrara en Chamartín. Asun los aprovechó para espachurrar en su imaginación unas cuantas ovejitas. Viciaba. Le recordaba a esos plásticos con burbujas que se explotan con los dedos.
Se subieron en las escaleras mecánicas, ellos un peldaño por delante, ella detrás como una ignorada dama de honor.