Mes: diciembre 2021

Hijas de los ojos verdes

Las cuatro hijas de los señores Carracedo tenían los ojos verdes. La mayor un poco abesugados, la segunda achinados, la tercera almendrados y la cuarta redondos y juntos. Pero a esa cuarta le viraban al gris, escapando así, al menos por momentos, al designio familiar.

Sucedió que un día del mes de febrero, todo él empaquetado en niebla, los señores Carracedo encontraron una nota pegada en la puerta del frigorífico, junto al imán de la góndola, recuerdo de su viaje a Venecia. En esa nota decía, “me voy, que ya soy mallorcita”. Será burra, dijo el padre, ¿has visto qué falta de ortografía? ¡Que se ha ido!, exclamó la madre entre incrédula y espantada, asomándose a la ventana, ¡que se ha ido!, repitió mirando al jardín con sus árboles difuminados. Un gato de la calle se había refugiado en la copa del almendro, que ya empezaba a florecer. Ya volverá, dijo el padre.

Por la tarde salió el sol, pero la hija tercera, verdes ojos almendrados, no volvió. Ni esa tarde ni ninguna otra.

La madre se vistió de negro y dejó de teñirse el pelo, asida a un carro de la compra destartalado recorría calles, mercados y supermercados, ciega a todo. Ella, que siempre había detestado la manipulación de ollas, cazos y pucheros, se convirtió en una cocinera compulsiva. El padre, de natural bromista y dicharachero, se volvió silencioso, inexpresivo. El cuarto de la hija huida se dejó tal cual, cerrado con una llave hecha a medida. Solo la madre entraba a limpiarlo una vez a la semana.

Las hermanas primera y segunda encontraron un trabajo de dependientas en una tienda elegante de ropa de hogar. La tienda estaba situada en su misma calle, haciendo esquina con la avenida grande. “No nos tenemos que desplazar”, le contaban a todo el mundo como si eso fuera una grandísima ventaja. Cuando se casaron tampoco se tuvieron que desplazar porque alquilaron dos pisos, uno encima y otro debajo de la casa familiar. Los hijos que tuvieron, tres cada una, aliviaron el dolor del padre. A una de las niñas le habían puesto de segundo nombre el de la hermana fugada, pero todos la llamaban por el primero, como si ese nombre segundo estuviera también cerrado con llave.

La hermana pequeña se matriculó en matemáticas y pasaba las tardes estudiando en la biblioteca, los ojos, ya definitivamente grises y miopes, solo escapaban al verde en alguna rara ocasión.

Una mañana helada y neblinosa del mes de febrero que parecía la réplica de aquella de la nota mal escrita, la madre murió sin medio aspaviento. Otra vez un gato callejero se había refugiado en la copa del almendro que ya empezaba a florecer.

Por la tarde salió el sol y quien quiso paseó.

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Era un bosque

Hemos ido en un autobús, no me he podido sentar con Nidia y me he enfadado, luego se me ha pasado. Nos hemos parado en un sitio donde había un hombre barriendo hojas con una escoba, hacía un montón y lo dejaba limpio, le caían hojas nuevas, se le ensuciaba el trozo, volvía a barrerlas. Cristóbal ha dicho, jaaaaaaaaaa, jaaaaaaaa, señalándolo con un dedo. El autobús ha seguido y el hombre se ha hecho pequeño, un punto y ya. Había un río con piedras y espuma.

El castañar se llama así porque tiene castañas que se caen de los árboles. No se pueden coger. Las setas tampoco. Las castañas tienen pelos por encima. Había muchos de esos pelos tirados por el suelo, Martín los iba apartando con un palo, todo el camino con el palo hasta que se lo ha quitado el profe Rubén porque le ha dado en una pierna, pero eso ha sido al final.

Era oscuro, era un bosque.

Es porque los árboles tapan la luz y porque no había luz, había nubes. Los árboles se pelean por la luz, es una de sus comidas, y por eso se estiran tanto, porque la luz está arriba y quieren ser los primeros en tenerla, también comen por abajo, de dentro del suelo. Lo que encuentran. Pero otros días sí hay luz, nos lo ha dicho la monitora, Olivia. Somos un grupo muy bueno, nos lo ha dicho, pero gritamos. Es lo malo. Para oír a los pájaros y ver a los animales hay que estar callados o no salen.

En la entrada había un cartel con todos los pájaros que viven ahí, pintados, y con todos los animales pintados y sus nombres. No hemos visto ninguno, no han salido. Solo que Abel a cada rato decía, “¡una vaca, un jabalí, un buitre!” y luego se reía. No tiene gracia. Ninguno nos lo hemos creído, solo la primera vez, la de la vaca, luego ya no.

Hemos ido a ver el árbol más viejo de todos, se llama el abuelo, en verdad está muerto y no se puede tocar, se rompe. Era muy grande solo que tenía dos agujeros, le faltaba lo de dentro y lo de arriba. Rubén nos ha hecho una foto delante del abuelo muerto para colgarla en el aula virtual. Un hombre muy viejo con dos bastones se ha acercado a hablarnos, decía que ese árbol y él habían nacido el mismo día y que qué nos parecía. Otro hombre que iba con él ha dicho que el árbol tenía quinientos años o hasta más.

Algunas veces había que subir y otras que bajar, prefiero bajar, cuando tocaba bajar corríamos. Y Olivia: sin correr, sin correr. Las primeras veces, luego ya no. Domi llevaba la gorra puesta del revés, Omar iba el último y se sentaba en todas las piedras. Está gordo.

Las hojas que había por el suelo no sirven, los árboles las tiran, había muchas, mezcladas con los pelos de las castañas. Castañas no hemos visto en el castañar. Unas mujeres que iban juntas nos tenían miedo, ¡que vienen los niños!, ya están aquí otra vez, vamos por el otro lado, ¡los niños, los niños! Olivia nos ha vuelto a decir que éramos buenos pero shhhh, shhhhh, sin gritar, sin gritar.

 A la vuelta sí me he sentado con Nidia en el autobús, solo que se ha quedado dormida, el pelo le olía a frío.

Hemos vuelto a pasar por el río y por delante del señor que barría hojas, seguía haciendo lo mismo, el montón estaba más alto. Ha parado y nos ha dicho adiós con la mano. Dos hojas se le han puesto en la cabeza.

Jaaaaaa, jaaaaaa, ha dicho Cristóbal.