Las cuatro hijas de los señores Carracedo tenían los ojos verdes. La mayor un poco abesugados, la segunda achinados, la tercera almendrados y la cuarta redondos y juntos. Pero a esa cuarta le viraban al gris, escapando así, al menos por momentos, al designio familiar.
Sucedió que un día del mes de febrero, todo él empaquetado en niebla, los señores Carracedo encontraron una nota pegada en la puerta del frigorífico, junto al imán de la góndola, recuerdo de su viaje a Venecia. En esa nota decía, “me voy, que ya soy mallorcita”. Será burra, dijo el padre, ¿has visto qué falta de ortografía? ¡Que se ha ido!, exclamó la madre entre incrédula y espantada, asomándose a la ventana, ¡que se ha ido!, repitió mirando al jardín con sus árboles difuminados. Un gato de la calle se había refugiado en la copa del almendro, que ya empezaba a florecer. Ya volverá, dijo el padre.
Por la tarde salió el sol, pero la hija tercera, verdes ojos almendrados, no volvió. Ni esa tarde ni ninguna otra.
La madre se vistió de negro y dejó de teñirse el pelo, asida a un carro de la compra destartalado recorría calles, mercados y supermercados, ciega a todo. Ella, que siempre había detestado la manipulación de ollas, cazos y pucheros, se convirtió en una cocinera compulsiva. El padre, de natural bromista y dicharachero, se volvió silencioso, inexpresivo. El cuarto de la hija huida se dejó tal cual, cerrado con una llave hecha a medida. Solo la madre entraba a limpiarlo una vez a la semana.
Las hermanas primera y segunda encontraron un trabajo de dependientas en una tienda elegante de ropa de hogar. La tienda estaba situada en su misma calle, haciendo esquina con la avenida grande. “No nos tenemos que desplazar”, le contaban a todo el mundo como si eso fuera una grandísima ventaja. Cuando se casaron tampoco se tuvieron que desplazar porque alquilaron dos pisos, uno encima y otro debajo de la casa familiar. Los hijos que tuvieron, tres cada una, aliviaron el dolor del padre. A una de las niñas le habían puesto de segundo nombre el de la hermana fugada, pero todos la llamaban por el primero, como si ese nombre segundo estuviera también cerrado con llave.
La hermana pequeña se matriculó en matemáticas y pasaba las tardes estudiando en la biblioteca, los ojos, ya definitivamente grises y miopes, solo escapaban al verde en alguna rara ocasión.
Una mañana helada y neblinosa del mes de febrero que parecía la réplica de aquella de la nota mal escrita, la madre murió sin medio aspaviento. Otra vez un gato callejero se había refugiado en la copa del almendro que ya empezaba a florecer.
Por la tarde salió el sol y quien quiso paseó.