Mes: abril 2022

Está nieve

Allá en su país, una madrugada, no conseguía dormir y se levantó a beber un vaso de agua. Al acercarse al grifo que estaba junto a una ventana vio un resplandor que no era el de un relámpago ni tampoco las luces de algún coche al pasar, no eran cohetes de fiesta ni nada humano identificable. Daniela pensó que se trataba de una visita de habitantes de otro planeta, abrió la ventana y le pareció que algo se estaba marchando después de haber estado. Zarandeó a su hermana Sara pero a esa, ¡ay, a esa!, a la Sarita no había manera de despertarla. Sarita, Sarita, vi un ovni, le dijo, aquí, ahora mismo estuvo, recién se marchó. Sara se tapó con la manta y protestó, ya déjame dormir, mañana madrugo.

Eso fue hace mucho, ¿cuántos años serán?, reflexionó Daniela en voz alta llevándose la taza a la boca. El café se había enfriado y no le gustó. Puede que hubieran pasado diez años o más, pero lo que quería decir es que ayer lo volví a ver, también fue de madrugada, la misma luz, el mismo resplandor que no era de este mundo y esa sensación de que acababa de estar y también de marcharse.  No quise despertarlas ni a Paula ni a usted porque una ya sabe que a los otros no les gusta que los despierten con cuentos en mitad de la noche, solo que no era un cuento, yo sé que no, no importa que no me crean. Me comí una empanadilla fría, de las tres que trajo Paula, y ya no me pude volver a dormir, por eso hoy estoy tan cansada, pero no me importa, prefiero haberlo visto, fue lo mismo que aquella primera vez.

Dora estiró los labios sin dejar salir la risa. Esta Daniela siempre andaba con historias raras. Se estaba acordando del perro que tenía en su pueblo y no quería dejar de acordarse de él por las historias de Daniela, no quería que sus relatos taparan a su perro, lo extrañaba, pedía que le mandaran fotos del Nuno y se las mandaban, pero esas fotos no aliviaban su añoranza, al contrario, se la avivaban. Y aunque lo sabía, no podía dejar de pedirlas. Entró en la galería del teléfono y lo contempló en diferentes poses y situaciones, era él, pero faltaba todo de él, no lo sabía explicar.

Mire al Nuno, acá está bañándose en el pilón, a la que ve agua, se mete, no lo puede remediar.

Porque será perro de aguas, cazador de aguas, son así esa raza de perros. Daniela ponía voz de sabihonda, como si supiera de todos los temas.

Bebió otro trago de café ya frío del todo, le molestaba que le interrumpieran con tonterías de perros sus relatos de fenómenos paranormales, ¿qué iba a ser más interesante, un simple perro, de los que había por cualquier lado que uno mirase, o ese resplandor venido de otros mundos? La respuesta estaba clara pero esa Dora no la quería ver, era una simple.  Ahora andaba mirando una revista que había dejado Paula por ahí tirada y le leía en voz alta lo que le llamaba la atención.

“El amor entre máquinas pronto será posible”, leyó y empezó a reírse.

¿Te imaginas que se enamora la lavadora de una de nosotras o el secador de la tostadora?

Daniela fue a la cocina, quería volver al lugar de los hechos y de paso alejarse de las lecturas de Dora. Siempre estaba leyendo en voz alta, no leía seguido, solo a trozos lo que se encontraba, libros o revistas de Paula. Se cansaba y volvía al teléfono, a picotear de foto en foto.

Voy a ver si se secó la ropa, anunció desde allí. Abrió un poco la ventana, pero no para ocuparse de la colada sino para mirar el sitio exacto donde por la noche había visto lo que había visto. De día solo parecía lo que era, un patio normal, con sus prendas tendidas, cables surcando las paredes, rejillas de ventilación. Ni siquiera el aire vibraba de una manera especial, las huellas se habían borrado. Por detrás del edificio de enfrente se veía el pico de la montaña, blanco.

Dora, ¿has visto? Está nieve.

¿Qué? No te oigo, mira lo que dice aquí, en este libro, “el éxito te aleja de las cosas que conoces mientras que el fracaso te condena a ellas”, ¿tú crees? A mí no me parece que eso sea verdad, ¿y mi perro Nuno? Lo lejos que está, yo no tengo éxito y me alejé de él. En los libros ponen frases para que quede bonito nada más.

Daniela volvió al cuarto, tres plantas a las que nadie regaba agonizaban en la ventana.

Está nieve en la montaña, ¿quieres verla?

Dora estiró los labios para contener otra vez la risa. Esta Dani no sabía ni hablar. Estuvo a punto de corregirla, pero mejor se callaba, fue con ella a mirar el pico blanco, se veía lindísimo, el Nuno se lo hubiera pasado muy bien en la nieve rodando cuesta abajo.

Estaban ahí, dijo Daniela tocando una camiseta para comprobar si se había secado, por ahí detrás, más allá de las cuerdas, esa luz tenía un algo extraño, ahora no parece, pero así fue. Me desperté con sobresalto, raro en mí que duermo sin sentir.

El fracaso era no poder estar al lado de lo que quería, como su perro, y tener que convivir con la Daniela y sus visiones, lo que decía en ese libro no era verdad, pero Paula había subrayado la frase. Vio en un plato las dos empanadillas que quedaban y mordió una, estaba buena, se la comió mirando el pico de la montaña blanco, luminoso.

Está nieve, volvió a decir Daniela y acordándose de algo que solo ella sabía o ni siquiera ella, suspiró.

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Videoclub siglo XXII

Al salir de la calle Constancia recorrí otras calles que no recuerdo porque dejé de prestarles atención, pero sí me fijé en un negocio marchito y ajado, con un cartel del color del humo en el que se leía, “Videoclub siglo XXII”. Por supuesto estaba cerrado, abandonado en mitad de una esquina cualquiera, y por el aspecto roñoso de su puerta debía de llevar en desuso mucho tiempo. Me hizo gracia la poca visión comercial del que fuera su dueño y también su optimismo. Con llamarlo siglo XXI hubiera sido suficiente, pero no, a por todas, siglo XXII, con grandeza el error. Está claro que poco o nada sabía del señor Negroponte, el que pronosticó en uno de sus libros que el mundo compuesto por átomos sería sustituido rápidamente por otro formado por bits.

En mi barrio, como en todos, también hubo un videoclub, lo llevaba una pareja con su bebé, el bebé también participaba en el negocio o más bien lo soportaba. Se pasaba los días en un pequeño cuarto, detrás de una puerta que se abría entre los estantes de películas, metido dentro de un corralito. A veces daba saltos agarrado a la barra, otras, cansado de ejercitar las piernas, chupaba los juguetes que le habían puesto dentro, lanzaba alguno para observar su trayectoria y comprobar que se caía. Como premio a su investigación sobre la fuerza de la gravedad le daban una galleta que mordisqueaba durante un rato, respondía con sonrisas a las gracias que le hacían los que entraban y salían. Era un bebé cabezón y paliducho, grandote y torpón. Resignado a que su mundo fuera ese o porque creía que era ese, puesto que no había conocido otro,  casi nunca lloraba.

Se parecía bastante a la madre que también era grande y lenta, con una melena rizada o más que rizada, disparada en todas las direcciones, como si su pelo expresara un asombro asustado ante el mundo. El padre era pequeño y vivaz, inquieto, con una actividad más bien inútil, la que colocaba despaciosamente las películas en sus carátulas, las entregaba y cobraba era ella, él se ocupaba de las relaciones públicas y de pelearse soterradamente con la madre.

  Después de un año, el bebé y la madre desaparecieron, aunque no el corralito que se quedó detrás de la puerta, vacío. Al padre se lo veía muy contento, más locuaz y vivaracho que de costumbre. Una mujer voluptuosa, de ceñida ropa y labios pintados de rojo entró como ayudanta, organizaba las películas con mucho meneo de trasero y se encargaba de cobrar. Con esa no se peleaba, al contrario, la miraba enamorado porque lo estaba, se había separado de la mujer de pelos espantados y la voluptuosa era su nueva pareja. Esa fue la etapa dorada del videoclub y del señor que vestía camisas de manga corta. Como ya tenía la suficiente clientela no necesitaba hacerse el simpático ni hablar tanto como antes, ya no recomendaba películas, se limitaba a decir ante cualquier elección, “te va a encantar, peliculón”. Parecía una máquina expendedora. La que pronto iba a poner en la entrada de la tienda para reducir horarios y costes.

En bastantes ocasiones el supuesto peliculón se paraba a la mitad y aparecía una niebla ruidosa y zumbona, pero al ir a reclamar manifestaba tal extrañeza ante lo que le decían y negaba el fenómeno con tal seguridad que hacía dudar a cualquiera de la niebla, la culpa era siempre del equipo de reproducción del cliente.  La voluptuosa miraba para otro lado, sin querer saber nada de los manifiestos timos, con cara de esfinge. La esfinge sexi resultó ser una arpía porque tras robarle, desapareció para siempre.

La decadencia se instaló con comodidad en el negocio y la apatía en el señor de las camisas de manga corta, adelgazó mucho y la cara se le puso grisácea. Empezaban los malos tiempos, la piratería primero y después las plataformas de películas y series. Para sustituir a la traidora contrató a una señora diminuta que parecía una mariquita, llevaba vestiditos de lunares y diademas en el pelo, su cara era maliciosa y sus manos tan pequeñas que parecían de muñeca.  En torno a la silenciosa y aviesa mariquita se congregaban a pasar las tardes tres personajes que parecían escapados de alguna de las películas de los estantes.

 Uno de ellos vestía prendas de camuflaje, otro, más bien rollizo, llevaba un brazo vendado, no durante una temporada sino siempre, puede que debajo de la venda no hubiera nada, y el tercero era muy alto y lucía una pajarita y una elegancia pasada de moda y muy poco acorde con el lugar. Como si estuvieran expulsados de ese mundo tan cambiante de fuera, de ese mundo en el que los átomos empezaban a desvanecerse, se habían refugiado allí, en el video club a punto de sucumbir, donde se dedicaban a hablar de temas estrafalarios y de futuras catástrofes mundiales.

Mientras, Mariquita Maligna se limaba las uñitas como si conociera, además del futuro, todos los enigmas de la vida, todos y cada uno de sus misterios pero, en venganza por las reducidas dimensiones que le habían tocado en la rifa de esta tierra, no le diera la gana desvelarlos.

No me acuerdo qué nombre tenía el videoclub, en su lugar hay ahora una tienda de extensión de pestañas que se llama «Lashes & go», en inglés, como las panaderías que ahora se llaman bakery, te cobran más pero el pan sigue siendo el mismo, atómico, por el momento.

Calle Constancia

Pasé de casualidad por la calle Constancia donde vive gente muy inconstante, puede que por llevar la contraria. Para que nadie diga de ellos, «mira qué constantes, claro, así cualquiera, viviendo en la calle Constancia…» No, los que viven en la calle Constancia no quieren seguir su prefijado destino, claro que no. Rebeldes, un día decidieron dejarlo todo a medias.

Por eso se ven tantas plantas mustias en sus balcones o ni mustias, muertas sin más. Los inconstantes planearon adornar con coloridas macetas sus balcones, ventanas y terrazas. Empezaron bien, con ganas, con sus regaderitas de plástico compradas en la tienda chinesca, plantas y flores brotaban alegrando las fachadas. Hasta que se dieron cuenta de que aquello podía convertirse en un hábito y denotar un comportamiento constante típico de moradores de la calle Constancia y se dijeron, alto ahí, dónde vas con la regaderita, se acabó lo que se daba, las plantas ya me han hastiado, no riego más, ahí te quedas, geranio, voy a dedicarme a otros menesteres, ahora mismo dejo lo vegetal y cuelgo la bandera de la mía patria. Que se sepa que en la calle Constancia viven personas amantes de su terruño, qué digo de su terruño, de su patria entera y de la bandera que la representa.

Mírala qué preciosa cómo ondea los días de viento junto a los geranios secos, muertos, que se deshojan. Fuera la botánica, en esta casa ahora somos patriotas.

Ay, claro, pero son también habitantes de la calle Constancia, inconstantes, y hay que reconocer que el patriotismo es más pesado de llevar que las regaderas y aburrido por demás, una vez que cuelgas el estandarte se acabó la diversión. Van pasando los días y la bandera te empieza a dar igual. Llueve, pues que llueva y se moje y si la tela va perdiendo el color y está tan desvaída que cuesta saber a qué país representa, si se deshilacha y se le hace un agujero en un lado por donde el patriotismo se escapa, si esa bandera es ya la de ningún lugar, a ti, vecino de la calle Constancia, te importa un pimiento porque ya estás pensando en otro tema.

Por ejemplo, en poner un negocio en alguno de los bajos que se alquilan en la calle, deprisa, antes de que se dejen de alquilar porque el dueño haya perdido el interés. Todo es así en la calle C., nada dura, todo muta, la impermanencia es su ley. Ya, sí, como en la vida, pero a lo bestia. No hay un solo fiel en la calle Constancia, o sí, sí que los hay, pero porque ya fueron infieles y se cansaron de serlo. Nadie termina los crucigramas ni logra engancharse al wordle  y la comida suele estar un poco cruda, a medio hacer.

Esta calle, que existe, está en cuesta y muy bonita no es. Si se va de bajada se adivina al fondo, donde termina, un verdor que promete bellezas, brisas, pájaros y aromas florales. Miente. Al final hay una carretera que lleva al aeropuerto, estruendo de tráfico y ese espanto llamado nudos de circunvalación.

La calle Constancia tiene espejismos que se disuelven tan rápido como aparecen, inconstantes ellos también. O es el que la atraviesa el que, al inhalar algo que su aire lleva de forma constante, los produce.

Yoga espontáneo

Las tardes que su hermano tiene entrenamiento de fútbol, a ella le toca esperar. Aburrida, se tira al suelo del patio, no importa que esté duro, sucio o mojado. Una vez tumbada, abre las piernas y también los brazos como si fuera a hacer el ángel de la nieve, lo cual no es posible porque nieve no hay y su figura no deja huella en el pavimento de hormigón gris.

A falta de ángel, se entrega de lleno al yoga espontáneo. Mira al cielo con suma concentración y cuando ya ha tomado conciencia de que el cielo está arriba y la tapa, y ella está sobre el suelo, que la sostiene, cuando ya ha percibido que es niña y cielo y suelo, empieza sus ejercicios.

Levanta las piernas, hace con ellas círculos, las abre y cierra, cruza la derecha sobre la izquierda y la izquierda sobre la derecha, se gira para un lado y luego para el otro, simétrica sin pretenderlo. Otra vez entra en contacto con el suelo, con el cielo y consigo misma en todo ello.

Observa las ramitas nuevas del árbol que se mecen alegres, los gorriones que cruzan velocísimos de un lado a otro y pegan picotazos a los brotes, haciéndolos caer. Se sienta, cruza las piernas y junta las manos. Medita entre bostezos.

Ha empezado a llover, descienden las gotas suaves y lentas, se tumba, abre la boca y saca la lengua, las deja pasar pues ella y la lluvia son la misma cosa en ese instante. Lluvia inquieta. Torsión para un lado, torsión para el otro.

El equipo del hermano se desplaza pateando el suelo, invaden los pies su esterilla imaginaria, ella retrocede, arrastrando el culo. Cruzada de piernas aplaude un gol con los cantos de sus zapatillas. Se incorpora sin apoyar las manos, se dobla hacia delante y luego hacia atrás, saluda al sol y a la luna y con mucha felicidad a su amiga Estela, a la que acaba de ver del revés entre el hueco de sus piernas.

Corren las dos juntas de un lado al otro del patio, sorteando balones voladores verdes y rojos, esquivando palomas picoteadoras de meriendas. Corren gritando, moviendo las cabezas, sacudiendo pensamientos hasta disolverlos.