Las tardes que su hermano tiene entrenamiento de fútbol, a ella le toca esperar. Aburrida, se tira al suelo del patio, no importa que esté duro, sucio o mojado. Una vez tumbada, abre las piernas y también los brazos como si fuera a hacer el ángel de la nieve, lo cual no es posible porque nieve no hay y su figura no deja huella en el pavimento de hormigón gris.
A falta de ángel, se entrega de lleno al yoga espontáneo. Mira al cielo con suma concentración y cuando ya ha tomado conciencia de que el cielo está arriba y la tapa, y ella está sobre el suelo, que la sostiene, cuando ya ha percibido que es niña y cielo y suelo, empieza sus ejercicios.
Levanta las piernas, hace con ellas círculos, las abre y cierra, cruza la derecha sobre la izquierda y la izquierda sobre la derecha, se gira para un lado y luego para el otro, simétrica sin pretenderlo. Otra vez entra en contacto con el suelo, con el cielo y consigo misma en todo ello.
Observa las ramitas nuevas del árbol que se mecen alegres, los gorriones que cruzan velocísimos de un lado a otro y pegan picotazos a los brotes, haciéndolos caer. Se sienta, cruza las piernas y junta las manos. Medita entre bostezos.
Ha empezado a llover, descienden las gotas suaves y lentas, se tumba, abre la boca y saca la lengua, las deja pasar pues ella y la lluvia son la misma cosa en ese instante. Lluvia inquieta. Torsión para un lado, torsión para el otro.
El equipo del hermano se desplaza pateando el suelo, invaden los pies su esterilla imaginaria, ella retrocede, arrastrando el culo. Cruzada de piernas aplaude un gol con los cantos de sus zapatillas. Se incorpora sin apoyar las manos, se dobla hacia delante y luego hacia atrás, saluda al sol y a la luna y con mucha felicidad a su amiga Estela, a la que acaba de ver del revés entre el hueco de sus piernas.
Corren las dos juntas de un lado al otro del patio, sorteando balones voladores verdes y rojos, esquivando palomas picoteadoras de meriendas. Corren gritando, moviendo las cabezas, sacudiendo pensamientos hasta disolverlos.