La casa de Anatolia se caía a pedazos. Quizá no tanto como indica la expresión, pero sí es verdad que las puertas se habían hinchado a causa de la humedad y muchas no cerraban bien, que los azulejos de la cocina se tambaleaban como dientes flojos, que las tablillas del parqué subían y bajaban al pisarlas creando un efecto de piano mudo, que las persianas se atascaban y había que ayudarlas con la mano para que cumplieran su misión, que habían aparecido grietas y descascarillados en la pintura y que todo ese deterioro era parejo al suyo.
Ay, Anatolia, pa lo que has quedao, se decía la mujer cada mañana al poner los pies en el suelo y comprobar que su cuerpo, más que descansado, parecía vapuleado. Y todo esto sin que se hubiera dado cuenta o es que había estado mirando para otro lado. Una mañana neblinosa y fría de febrero comenzó una obra en la casa de enfrente con el consiguiente ruido, polvo y trajín de obreros entrando y saliendo. Pues lo que me faltaba, se quejó, voy a padecer la obra de otro mientras mi casa se va a quedar igual que estaba.
Cuando terminaron los trabajos ya era primavera avanzada, empezaron a meter muebles y a dar los últimos retoques y cada vez que la puerta se abría, los ojos de Anatolia se colaban para admirar el resultado, oiga usted qué maravilla de piso habían dejado. Reluciente y diáfano, parecía más grande que el suyo pese a ser del mismo tamaño, le daban ganas de cruzar en un descuido, cerrar la puerta y quedarse con el bueno. No lo hizo porque era un delito, porque no se atrevía y porque, en el fondo, le tenía cariño a su casa desastre y a sus cachivaches y se hubiera sentido incómoda y extraña en aquel lugar tan nuevo. Una tiene sus rincones, se decía como consuelo pisando sobre las inestables tablillas del suelo.
Lo único que no le gustaba de la casa era el llamador que le habían colocado a la puerta, tenía forma de mano sujetando un pomo con el que supuestamente se golpeaba, la mano era alargada y podría decirse que remilgada, como si le diera asco lo que estaba tocando. La vista de esa mano le causaba la impresión de que no iba a hacer amistad con los nuevos vecinos.
Esos nuevos vecinos resultaron ser una mujer extranjera y una perrita que se llamaba Betsy. Lo sabía porque la mujer la llamaba mucho, Betsy ven acá, Betsy, eso no se hace, vamos a la calle, Betsy y así. Como la perrita solo se comunicaba con su dueña ladrando, el nombre de la mujer lo desconocía, le parecía muy elegante aunque no hubiera sabido explicar en qué consistía su elegancia ya que iba vestida como casi todas, con zapatillas deportivas, un bolso cruzado en bandolera y una melena medio suelta medio recogida, como si no se hubiera peinado. Claro que a ella cuando de verdad no se peinaba no le quedaba el pelo así y cuando se peinaba tampoco. Bautizó a la elegante como Abigail, en recuerdo de una telenovela que le había gustado mucho.
La Abigail de la puerta de enfrente era educada pero no simpática, saludaba fría y cortés y se dirigía a sus quehaceres, fueran los que fuesen, marcando las distancias. Cuando Betsy se quedaba sola en casa ladraba mucho y también lloraba.
Que se fastidie, pensaba Anatolia, yo también estoy sola, al menos a ella la sacan de paseo, la llevan como un pincel y la miman con chuches y otras ridiculeces.
Pa lo que has quedado, Anatolia, tienes envidia de un caniche.
Una mañana, movida mitad por la compasión, mitad por el hartazgo, se puso a hablar con ella a través del tabique, venga Betsy, hija, no llores tú más que enseguida viene Abigail y te echa de comer, luego te vas a ir de paseo, mira qué suerte tienes, de qué te quejarás tanto, so jodía, peor estamos otras y no nos ponemos así, tienes que aceptar las cosas como vienen, te ha tocado un ama que no para por casa, mucho mejor estarías conmigo que de aquí solo salgo a la compra y poco más, lo bien que lo íbamos a pasar, claro que yo comidas de esas de lujo no te iba a dar, eso que te quede claro y ahora a callar que con tanto ladrido y aullido me tienes la cabeza loca.
Chsssss, mira que llamo a la policía y te meten en la perrera, quita, que lo mismo te lo pasabas bien, allí hay otros perros y puede que te saliera novio. Un novio no me vendría mal a mí, pero, ¿sabes que te digo? Que los viejos no me gustan y a los jóvenes no les gusto yo. Natural. Así es la vida, Betsy, hermosa. Y cállate ya. Date un paseo por el piso que bien precioso está, se te cae la casa encima, ¿a que sí? Pero no de vieja como la mía, de que se aburre, de aburrimiento también se pueden caer las casas no te vayas tu a creer, es como las termitas el aburrimiento.
Días más tarde, mientras trasteaba por su cocina oyó un trino de pájaro y abrió la ventana. A ver quién es ese pajarito que viene a verme, ¿eres un mirlo, un gorrión o qué eres tú? Al pájaro no lo vio, pero sí la pequeña y rizada cabeza de Betsy que daba nerviosos saltos tras la ventana de enfrente al tiempo que ladraba tratando de atraer su atención.
¡Pero si es mi vecina! Ahora podemos charlar un poco de nuestras cosas, ¿empiezas tú o empiezo yo? Mejor empiezo yo porque tú no sabes hablar, mira que si te enseño…el susto que se iba a llevar Abigail cuando vuelva a casa o a lo mejor no quieres hablar con ella porque te deja sola, se va con Carlos Alfredo, estarás rencorosa, yo también lo estaría, mejor habla solo conmigo que estoy siempre, me siento en la banqueta y que pasen las nubes por el cielo, las miramos, total, no tenemos ni tú ni yo nada que hacer. La perrita se quedó callada mirando con sus ojos como botones al cielo que le señalaba Anatolia.
Mira cómo se mueven, ¿a qué te relaja? Me está entrando sueño, si me quedo dormida no me despiertes con uno de tus ladridos, dormir es bueno, no siempre pero, a veces, se sueña y todo.