Abajo, en el contenedor, entre cascotes, pedruscos y polvo están las cosas de Manolita. Su cenicero en forma de hoja, sus cazos desportillados, el jarrón violeta con las flores secas, la manta escocesa, el cuadro de los patos nadando en fila por un río con bambúes a los lados, el espejo de marco dorado donde se miraba antes de salir de casa, donde se arreglaba el pelo teñido de un negro muy negro y se daba el último repaso al carmín extendiéndolo por labios y dientes.
Los platos con el filo dorado que usaba en Navidad cuando venían a comer sus sobrinos, esos sobrinos misteriosos de los que siempre hablaba en el ascensor, con su voz lenta y pastosa, como si acabara de comerse un polvorón, como si se pasara el día comiendo polvorones. Las perchas de su armario, un abrigo con el cuello de astracán que pudo ser elegante hace dos siglos, novelas amarillentas de intriga y amor, polvo, polvo, mucho polvo, una alfombra que fue roja y ahora es gris, la tetera azul decorada con floripondios chinescos. Y más cosas y cosas acumuladas durante toda una vida. Queridas, deseadas, protegidas cosas que ahora parecen roñosas, feas y ridículas y que los obreros siguen bajando en sacos, mezcladas con los tabiques demolidos y con jirones de papel pintado.
Y casi al instante, rodeando el contenedor, aparece un gran grupo de mendigos, muchos van descalzos porque son la mafia de los descalzos, luego llegan los del clan de las muletas, bastones y otras prótesis que sueltan sin contemplaciones para ponerse a escarbar y después otros más, dispersos, autónomos, mendigos por cuenta propia. Los más profesionales llevan carros de supermercado y dentro meten con prisa todo lo que pillan, sin pararse a hacer elecciones, hasta trozos de muros se llevan. Los demás se guardan lo que pueden en bolsas de plástico o en los bolsillos.
A los diez minutos no queda ninguna pertenencia de Manolita, así de rápido se liquida el rastro material de noventa años sobre la tierra. Solo polvo, nubes de polvo blanco sobrevolando la acera y el cenicero en forma de hoja. A uno de los recicladores se le cayó al suelo, justo debajo del árbol, junto a otras hojas verdaderas, como una extraña aportación al otoño.
(Cuaderno DM)