Ni se nos había ocurrido pensar que uno de nosotros pudiera morirse. Se morían las mascotas, bastante; los abuelos, a veces; los padres, raramente. Que se muriera un niño de nuestra edad era algo inconcebible. Si estábamos todo el día corriendo, saltando, riendo, sanos y alegres, ¿cómo nos íbamos a morir? Y menos en verano. El verano no era una estación de muerte, era de sol, de luz, de baños y juegos al aire libre. De luna, de estrellas, de felicidad, de más vida que nunca.
Y fue Victoria y se murió. En sólo un día. Por la mañana le dijo a su madre que le dolía un pie y no fue a la piscina. Ni nos enteramos de que no estaba, éramos muchos y si faltaba uno no se notaba. Tampoco ella era una amiga muy especial, solo una más haciendo bulto, otro nombre y otro cuerpo, como si todos fuéramos extras en la película de un verano feliz hasta que Victoria tomó el papel protagonista y dio un giro brusco al argumento.
Nos impactó mucho su muerte, fue por meningitis, pero tampoco tanto como para impedirnos disfrutar de nuestras actividades aunque una ligera sombra de inquietud sobrevolara en ocasiones sobre ellas, enturbiándolas. A la que no se le olvidaba era a mi madre, tenía miedo pero no de que nos pasara lo mismo, eso solo los primeros días, si no de encontrarse con la madre de Victoria y más aún de ir con nosotras si eso sucedía. Cuando salíamos juntas al pueblo, a comprar o a dar una vuelta, nos advertía: nada de risitas ni de correr ni de hacer el tonto si nos encontramos con ella. Y me soltáis la mano.
Nos la encontramos muchas veces porque esa mujer tenía más hijos y quisiera o no, tenía que seguir con sus obligaciones. Era horrible cruzarse con ella, mi madre nos hacía poner cara de niñas amargadas, de niñas renegadas de vivir. Y ella lo mismo, nos miraba con hartura, fingiendo delante de la otra que tener hijos en realidad era una tortura y una pesadez y que daba más angustia que otra cosa. Todo para que no se sintiera peor de lo que ya se debía de sentir, para no darle envidia, para mitigar un poco su dolor.
Lógicamente esa interpretación de lo desgraciadas que éramos por seguir vivas no había quién se la creyera y era una tontería. La madre de Victoria siempre se comportó de manera natural, nos decía que habíamos crecido mucho, nos preguntaba por el colegio o por los novios más adelante, lo típico. Porque la seguimos viendo muchos años, siempre un poco ida, cariñosa pero autómata, viviendo con un piloto automático encendido que le permitía hacer sus tareas diarias sin implicarse. Siempre un poco ausente, nunca del todo instalada en esta tierra traicionera capaz de llevarse a un hijo en una tarde.
La muerte repentina de Victoria aquel verano nos indicó claramente lo frágiles que éramos y lo fácil que era desaparecer de golpe. Y sin embargo, no nos lo terminábamos de creer, a nosotras no nos iba a pasar. Todavía no. Algunas veces nos metíamos debajo de la cama y jugábamos a las muertas pero tampoco nos duró mucho el tanato juego, era aburrido, el suelo estaba duro y frío y se nos pegaban las pelusas al pelo. Mejor seguir vivas aunque la vida también tuviera sus pegas, como tener que tirarse del trampolín, mi tortura veraniega.
Mientras iba avanzando por ese tablón que se balanceaba y desde el que el agua parecía lejanísima sí que deseé en algún momento ser fiambre. Para no tener que pasar la humillación de volver atrás y bajar las escaleras haciendo retroceder a su vez a todos los niños que hacían cola y que me miraban fastidiados y burlones.
Todos mis hermanos, primos y amigos se tiraban, incluso haciendo piruetas. Yo llegaba hasta el borde, miraba abajo, deseaba morirme, pero no lo debía desear tanto porque no me tiraba, y me daba la media vuelta, cobarde pero viva.