Pelo Rojo está malhumorada, eso es lo habitual. Hoy me he fijado en que no tiene el pelo del mismo tono de rojo, lo he visto cuando ha agachado la cabeza para consultar algo en la pantalla. Alrededor de la raya que divide en dos mitades su cabello hay una línea de un rojo más intenso, destellante. He pensado en las orillas de un río, después en qué río podría ser ese con tal tonalidad en sus riberas, no conozco ninguno así, tampoco es raro porque no soy alguien muy fluvial. Aún así he seguido pensando pero ha entrado un señor. El río, cualquier río, todos los ríos posibles o imposibles han desaparecido. El señor lleva colgando del cuello un pañuelo estampado de paramecios y lo que busca es otro pañuelo que también contenga paramecios, “igual que este, pero en otro color”, me explica.
Le enseño uno azul, es casi igual que el suyo y por eso lo descarta, le ofrezco otro de tonalidades verdes, el verde no le gusta, ¿rojo no tienen? Me he imaginado que vive en una casa polvorienta, atiborrada de muebles y alfombras, una de esas casas que angustian nada más entrar y donde la vista no encuentra descanso. Rojo, ha dicho otra vez. Pelo Rojo también lleva unas gafas de montura roja, son del mismo color que los bordes de su río capilar, ¿será intencionado? Seguramente no.
Si me he reído solo es porque me ha parecido que me estoy volviendo un poco loco y nadie se ha dado cuenta. Ha sido una risa nerviosa. Para tranquilizarme, es un hábito mío, me toco con disimulo los dientes, los tengo un poco desparejos y sobresalientes, son dientes con intenciones de fuga, con ganas de salir pitando de mi boca, de ese hueco oscuro y húmedo, dientes ansiosos de ser algo distinto a lo que son. Me los he sujetado con el dedo, es una manera de decirles, quietos ahí, solo sois dientes, no os hagáis ilusiones de que vais a prosperar.
Pelo Rojo ha iniciado una pelea con una clienta, ya estaba tardando, oigo su voz airada y ese tono desagradable que utiliza a cuando se le dispara la rabia. No es fácil trabajar con ella. “Usted lo habrá visto en la página web, pero esto no es una página web, esto es una tienda física, ¿entiende? El descuento es solo si se compra a través de la web, aquí el precio es el que marca la etiqueta, ¿lo ve? Lo puedo mirar, claro que sí, pero ese no es mi trabajo” Esa jota final cortaba más que un cuchillo recién afilado.
Para suavizar la tensión que mi compañera ha creado, trato de forma muy amable al señor Paramecios, le saco el estante entero de pañuelos, le dejo que se los pruebe todos, que los frote con los dedos para comprobar su nivel de suavidad, que se los acerque y aleje del foco de luz para comprobar la tonalidad exacta, que haga comparaciones apoyándolos en las telas de diferentes chaquetas para ver cómo quedaría la mezcla.
Siento un profundo agotamiento, me dan esos agotamientos repentinos, estoy tan cansado que creo que me voy a caer al suelo y, una vez allí, me derretiré y quedaré reducido a un charquito. Que me convierta en charquito no le iba a gustar mucho a Pelo Rojo pues tendría que encargarse de fregarlo.
La señora ya se ha ido y Pelo Rojo se aclara la garganta con un carraspeo, se cruza de brazos y espera ¿a qué? Tal vez a que llegue alguien más con quién poder pelearse o tal vez está arrepentida y se está proponiendo tener un poco más de paciencia, ser más amable, llevar de mejor ánimo su jornada laboral, no amargársela a su compañero el de los dientes, o sea, a mí. Y mientras se cruza de brazos y se lo propone su pelo lanza destellos airados diciendo que no, que eso no va a pasar, que ella no va a ser nunca una mujer agradable, apacible ni amable. Según un científico al que leí ayer, no es su culpa. Ella no puede ser de otra manera ni yo tampoco. Ni el pesado al que estoy atendiendo ni nadie. Ese científico no cree en el libre albedrío, lo cual molesta a algunos y tranquiliza a otros. A mí, en concreto, me tranquiliza bastante.
El señor Paramecio no se decide, “no acabo de verlo”, dice muy digno. Recojo los pañuelos y los coloco bien doblados en sus estantes, doblarlos me aporta calma. Durante un rato no viene nadie, no hablamos. Hace tiempo que sé que es mejor no hablar con Pelo Rojo, no tratar de ser simpático ni de disolver con bromas su mal humor. Me toco uno de los dientes, el más escapista, “¿dónde vas, amigo?, alto ahí, solo eres un diente, estás predestinado, no te esfuerces más, no tienes libre albedrío”, le digo presionándolo suave pero firme con mi dedo índice.
Cuando salgo lo primero que veo son las luces que adornan la fachada de la tienda, hay tantas que agobian, supongo que tratan de imitar un firmamento, pero sin espacios vacíos, sin negrura intermedia, sin materia oscura, un universo asfixiante donde las estrellas no pueden ni respirar. No me gusta, es más, me produce repulsión, pero a una señora que está pasando por delante sí, ¡qué bonito!, la oigo decir. Idiota, pienso. Y al momento pienso también que no tiene la culpa de tener ese gusto abominable.
La verdad es que entiendo a mis dientes y hasta entiendo la ira de Pelo Rojo, entiendo la indecisión de don Paramecio y la locura, espero que transitoria, del decorador del escaparate, entiendo que haya personas a las que le guste lo feo si brilla. Son ejemplos. Lo entiendo todo y al mismo tiempo, para qué voy a decir otra cosa, no entiendo nada, lo que se dice nada.