Mes: diciembre 2016

Los regalos de la tía Petruja

Como fui la última en nacer ya se habían agotado los padrinos y madrinas buenos y me tocó de padrino mi abuelo, que era muy bueno pero se murió enseguida, y de madrina a la tía Petruja. El día  de Reyes, por la tarde, le gustaba que nos reuniéramos  en su casa para comer roscón con chocolate y a mí, como era su ahijada, pronunciaba la palabra dejando mucho espacio entre la a y la i para que se notara bien que había una hache, solo a mí,  me daba un regalo.

Mis hermanos esperaban con gran emoción el regalo aquel, para reírse. Desde mucho antes del día señalado iban haciendo elucubraciones sobre el horror que me podía caer y casi nunca se decepcionaron. La tía Petruja, cuyo nombre siempre me sonó a papel de regalo arrugado, era muy tacaña y al mismo tiempo tenía delirios de grandeza. Cuando llegábamos a su casa, nos recibía diciendo, para darse importancia: «pasad por aquí que he abierto el segundo salón». En realidad, era un cuarto pequeño separado por una puerta corredera del comedor, con una mesa camilla de faldas azules donde estaba colocado el roscón,  un sofá con la tela muy gastada, unas cuantas sillas que había traído de otros cuartos dispuestas alrededor y una ventana con unos visillos de encaje a los que ella  llamaba los  cortinajes.

Tal vez para ocultar el defecto de la tacañería o porque tenía la tendencia a disfrazar las cosas y a engrandecerlas,  creaba un ambiente cargado de  emoción y misterio en torno a la porquería de regalo que iba a darme. Lo hacía tan bien que conseguía que todos los años me ilusionara pensando que esa vez sí iba a encontrarme algo bonito debajo del papel. A cada momento me preguntaba, «estarás nerviosa, ¿verdad?, pero todavía no te lo voy a dar, hay que saber esperar. Cuando terminemos de comer el roscón, tranquilamente, lo tendrás».

A veces ni siquiera preguntaba, directamente daba por hecho que yo estaba nerviosa y ardía en deseos de recibir su presente. «Qué cara pone la pobre, no hace más que mirar encima del aparador, se cree que voy a tener su regalo ahí, pero no, está bien guardado porque por el paquete se puede adivinar y lo bueno de un regalo es que sea sorpresa».

Cuando llegaba el momento de la maravillosa sorpresa, la tía Petruja salía de puntillas cerrando la puerta corredera con mucho teatro, nos advertía para que no tocáramos los»cortinajes» con los dedos manchados de chocolate,  y regresaba  con el famoso paquete entre las manos. Mientras yo lo desenvolvía con mis hermanos alrededor aguantándose la risa, ella se quedaba de pie contemplando mi expresión, «si supieras la felicidad que me da ver tu cara…», decía poniendo los ojos en blanco con aires de ensoñación. Y una vez desvelado el misterio se centraba en destacar las virtudes del regalo que probablemente no habíamos sabido apreciar de un primer y rápido vistazo.

Un año me regaló una caja de cartón, sin más. «Puedes guardar de todo,  lo que quieras», dijo con satisfacción, «es muy práctica, muy práctica». Otro año me tocó una pulsera que salía en los botes de detergente, iba envuelta en un precinto de plástico y todavía tenía polvitos de lavar por encima. Otro resulté agraciada con un trapo de cocina con una gallina estampada en el centro, «seca de maravilla porque es de rizo» Y otro más con un paraguas de señor, negro, con un mango de madera, «cuando se moja sube un olor a bosque que es una delicia, la de vueltas que he tenido que dar para encontrarlo, me he recorrido medio Madrid».

Hicimos la prueba sacándolo por la ventana un día de lluvia para que se mojara el mango porque si lo llevabas abierto lógicamente no se mojaba. No nos llegó ningún aroma a bosque, pero  sí pudimos comprobar la gran capacidad fabuladora de la tía Petruja a la que empecé a imaginar como una loca recorredora de calles en busca de objetos disparatados.

Siento añoranza por esos regalos tan feos y poco apropiados que me daba con tanto montaje en el» segundo salón» y sobre todo  de las risas que venían después cuando salíamos a la calle y lo mirábamos tal cual era, despojado del  adorno de sus gestos y  palabras.

 

 

Cordones de plata

En los pupitres del medio, pegados a la ventana, se sentaban tres inseparables:  Martín Martín Martínez, apodado el Extranjero; Vicente, el Argentino, que en realidad era chileno y Diego, el Cotizado, cuyo vocabulario se reducía prácticamente a la enigmática frase «se cotiza, se cotiza» que utilizaba como comodín en múltiples circunstancias. Iban juntos a todas partes, estudiaban juntos, daban vueltas juntos a la hora del recreo, trataban de ligar juntos, sin demasiado éxito, y después de clase se reunían cada tarde en un solar abandonado a dos manzanas del colegio. Ellos lo llamaban «el situcho». Allí pasaban las horas haciendo nada pero tramando mucho. A veces se les pegaba uno de otra clase, Nico, el gordo. Muy gordo.

Al Extranjero, líder natural del grupo,  le gustaba mucho leer y también robar libros de forma aleatoria, sin mirar el título. Llevaba una chaqueta vaquera con un bolsillo interior donde guardaba sus capturas. La última de de ellas había sido un libro de Lobsang Rampa que trataba sobre viajes astrales. Llevaba ya unas cuantas tardes leyéndoles a los otros, muy emocionado,  párrafos escogidos del libro y había conseguido casi sugestionarlos. Una tarde especialmente aburrida decidieron que iban a salir en astral, parecía fácil.

Pero, claro, tíos, ¿cacháis la cuestión?, animó el Argentino dando dos palmadas, el Cotizado aceptó la propuesta con un «se cotiza, se cotiza» haciendo crujir la última patata frita y el gordo no dijo nada porque era de naturaleza más bien pragmática y hubiera preferido salir de cañas. De todas formas y por no desentonar, ya que no era muy bien admitido en ningún grupo, asintió con la cabeza mientras le arrancaba la bolsa de patatas al Cotizado y  procedía a rebañar las migas del fondo y a chuparse los dedos.

Como para hacer el viaje astral, según decía el libro, era necesario hallarse en un lugar silencioso y tranquilo y el solar de día no lo era, – había ruido de coches, pasaba mucha gente alrededor y un señor viejo en camiseta  les miraba con cara de odio desde la ventana de su casa-,  tendrían que hacerlo de noche. Esperarían al atardecer y justo en ese momento en que el día se deshace y empieza a oscurecer se pondrían a ello.

Martín Martín Martínez organizó un poco la intendencia:  el Gordo tenía que llevar unas mantas, el Argentino la comida y el Cotizado la bebida.  A continuación les leyó en voz alta las siguientes palabras motivadoras, «el espíritu del hombre es superior a cualquier cohete».Se estuvieron mirando un rato las caras sin decir nada, asimilando la idea,  hasta que se hizo de noche. El  viejo en camiseta les llamó gandules desde la ventana, se encendieron las farolas y ellos se marcharon arrastrando los pies, con las manos metidas en los bolsillos, sintiéndose muy distintos a toda esa gente ignorante que caminaba por la calle prisionera de sus cuerpos.

También al día siguiente, en clase, sintieron esa agradable sensación de superioridad. Todos esos gilipollas no tenían ni idea de qué era el cordón de plata, ese hilo energético que une el cuerpo físico con el astral y que se extiende hasta el infinito, ¿cómo podían vivir con esa carencia?

Al anochecer,  tumbados sobre las mantas en el suelo del solar, cerraron los ojos y se concentraron en sus respiraciones, tal como decía el libro. Así estuvieron un buen rato, incómodos y silenciosos, soportando los insultos del viejo al que  irritaba mucho que se hubieran tumbado, la luz naranja de las farolas sobre sus caras y las piedras que se les clavaban en la espalda. Pero todo iba bien, no importaban las molestias de este mundo puesto que pronto, ya, enseguida, iban a dejarlo atrás.

Y seguro que hubiera sido muy pronto, de inmediato, de hecho el Argentino ya estaba notando un cosquilleo en los pies y el Extranjero una sensación de que algo tiraba de su ombligo, hubieran comprobado toda la fuerza del espíritu humano, muy superior a la del más potente cohete,  si no fuera porque el Gordo preguntó de repente, ¿habéis traído bimbollos?

Se cotizan, se cotizan, dijo con voz soñolienta el Cotizado despertando de un semi sueño muy poco astral. Y el viejo desde la ventana gritó «¡golfos, gandules!» y les arrojó un cubo de agua que inutilizó sus cordones de plata y los dejó empapados de cuerpo entero y varados en la sucia tierra del situcho.

Expertos alertan

Tengo miedo y es por culpa de los expertos. Vivía bastante feliz, es un decir, en mi ignorancia  hasta que esta mañana mientras viajaba en metro  dirección mi sede empresarial, el quiosco, ahora ya sabéis quién habla hoy, sí,  Esme, y voy a poner un punto que me ahogo. Decía que era pequeña y medianamente feliz hasta que se me ha ocurrido ponerme a enredar en google como el común de los mortales.Hay que ver  lo que hacemos los comunes de los mortales con tal de no mirarles la cara a los otros comunes mortales. Y es que el común mortal es un espécimen básicamente feo. Menos yo, claro, que llevo el afroditismo impreso en los genes. Ahora también llevo el suegrismo pero ese no es congénito si no ambiental.

El caso es que por no mirar el rostro del de enfrente cuya bovina expresión invitaba a cualquier acción acabada en «cidio», se me ha ocurrido teclear en la barra mágica esta frase en principio inocua, «expertos alertan de» y he aquí cuáles han sido los resultados. «Expertos alertan (E, en adelante) de que España podría sufrir un tsumani, E alertan del peligro de ahogamiento que supone dar uvas enteras a los niños, E alertan de que los robots serán capaces de matar sin orden humana, E alertan de la expansión de una bacteria que daña los cultivos, E alertan sobre las nuevas adicciones que no se visualizan, E alertan que la mala hidratación al volante puede provocar mareos, E alertan de que el agua almacenada podría agotarse en 2060, EA alertan sobre posible apocalipsis financiero…., las letras han empezado a bailarme y he tenido que dejarlo.Pero había más, muchas más alertas expertiles.

Si yo ya sabía que el mundo no era un lugar seguro pero no me imaginaba que hasta ese punto y, sobre todo y lo más preocupante, ignoraba que hubiera tantos expertos alarmistas sueltos. He empezado a mirar con recelo a mis acompañantes de vagón adormilados y empantallados, seguro que más de uno era experto y estaba dispuesto a alertar de algo. La señora de al lado se ha sonado los mocos con toda tranquilidad,  sin saber, la pobre incauta, que hacerlo mal puede provocar bronquitis y neumonía.

Ay, Dios,  Qué angustia más mala me ha entrado, ¿o tratábase de un sofoco? Me he bajado dos paradas antes de la mía y pensaba hacer corriendo el trayecto porque los E alertan sobre la creciente obesidad de los españoles pero como los E también alertan del aumento de casos de incontinencia urinaria en mujeres por el running , no me ha quedado más remedio que ir andando.

El camino no ha sido tranquilo, he tenido que ir sorteando nuevas alertas: el aumento  de orugas procesionarias en los jardines,  las temibles plantas venenosas que crecen en los parques infantiles, la aparición de  setas tóxicas  en los entornos urbanos,  la creciente agresividad de los jabalís y, lo peor,  la sexta extinción masiva en la que ya nos hallamos.

Con un poco de suerte se extinguen también los expertos.

Adiós.

 

 

 

Hojas del calendario

En Nochebuena, el tío Juan cenaba en pijama en una esquina de la mesa. Apenas comía, se limitaba a hacer sus dibujos misteriosos sobre el plato con la comida cortada minuciosamente en pequeños trozos y en cuanto podía, se escabullía a ver la televisión o se quedaba mucho rato con la cara muy pegada al cristal, mirando por la ventana las sombras de los pinos.

Como estaba deprimido nadie se atrevía a decirle nada. Sufre, el pobre sufre, le disculpaba la abuela Martina aunque cundía la ligera sospecha de que se aprovechaba de su malestar para hacer lo que le daba la gana. En sus ratos libres, que eran muchos, veía películas y a base de analizar muchas, había llegado a la siguiente conclusión cinematográfica: «para que se note que el tiempo pasa, se pone un calendario en primer plano  y que vayan cayendo las hojas, una detrás de otra, una detrás de otra» y hacía un movimiento despacioso con la mano,- la enfermedad le había vuelto hombre a cámara lenta-, de algo leve que revoloteaba y después desaparecía.

Visto en la distancia tengo la sensación de que en esas cenas navideñas los adultos hacían una función de teatro, cada uno con su papel bien aprendido y que durante muchos años lo representaron a la perfección. Mi abuelo se ponía en la puerta de entrada con el reloj en la mano para controlar las llegadas, era muy puntual y le alteraban los retrasos de los demás.  Ese control horario cabreaba a mi padre que siempre le decía a mi madre, en cuanto nos bajábamos del coche y lo veía  asomado, «ya está tu padre cronometrando, hay que joderse, cualquier día nos hace fichar como en la oficina». «Haya paz», contestaba ella. Esa frase de «haya paz», en impersonal,  la tenía que decir varias veces a lo largo de la representación, estaba así en su guión y formaba parte de la personalidad apaciguadora de su personaje.

Antes de entrar, mientras cruzábamos por el jardín, que olía a frío y a leña, a invierno, un olor que me encantaba, mi padre iba relatando con aburrimiento anticipado todo lo que iba a pasar y las posiciones de cada uno, «si es que me lo sé de memoria, os lo digo de verdad, casi que me doy media vuelta, me marcho a casa, me pongo el pijama como Juan y se acabaron las historias». Para mi padre la palabra historias era sinónimo de algo malo  y pesado. El caso es que ese hartazgo suyo y que nos lo contara también formaba parte de la repetición.

Pero no se equivocaba en casi nada,  el tío arboricida ya estaba dentro enredando con los troncos y la chimenea. Los demás intentaban disuadirle porque la chimenea estaba mal construida y no tiraba, pero él seguía arrodillado haciendo bolas de papel de periódico, sudando, y dándole a la leña con un atizador. La tía Susana, muy arreglada y pintada, soltaba su frase mítica , «de aquí salimos todos oliendo a sagato». Nunca supe lo que era el famoso sagato pero lo intuía porque  cuando nos íbamos, toda la ropa y el pelo nos olía a ahumado.

Los niños nos sentábamos en las escaleras, esperando, no sé muy bien a qué, nerviosos, con emoción de estar todos los primos juntos, otra vez en la casa del verano. La abuela Mila se levantaba varias veces a comprobar en el espejo de la entrada que no se le hubiera arrugado la falda ni torcido el collar,  el abuelo Tomás, después de la cena, se quedaba dormido en un sillón con la boca abierta. Nos daba risa y asco a la vez. Mi hermano José organizaba bailes y funciones dentro de la función general,  el tío Andrés se ponía muy contento y colorado, mi padre se miraba el reloj, deseando irse. Y la  abuela Martina, cuando llegaban los postres, se ponía agorera y decía, » ya ha desfilado el primero, se refería al abuelo que faltaba,  a ver quién es el siguiente, esto termina pareciéndose a Diez Negritos, ya lo veréis».

Lo vimos. Al cabo de los años, la única superviviente de su generación fue ella.  Entonces ya no decía lo de  Diez Negritos, solo, «voy a repetir cordero aunque me siente mal porque, total, las próximas navidades ya no estaré aquí…Aunque duró muchos años más, bordando su papel de abuela longeva y glotona, sorteando hábilmente la caída silenciosa y traicionera de las hojas del calendario.

 

 

 

 

 

Hibernando

Empiezo a sospechar que soy un poco osa parda. Llevo unos días que solo tengo sueño y ganas de internarme en una cueva o, en su defecto, casa caliente, con el metabolismo decreciente mientras pasan estos días grisáceos. Pero nada, no puedo hacer caso a  mis instintos más primigenios de animal homeotermo y tengo que seguir yendo a trabajar. Hoy, además de mis tareas habituales, me ha tocado poner el Belén con la inestimable ayuda de la Morganina, la niña chef.

Figura  que sacaba yo de la caja, figura que cataba ella. Puede que este sea el Belén más chupeteado  de la historia y no descarto que se haya comido algo, me ha parecido que faltaba una oveja. Nos ha quedado bonito, pese a las babas, aunque al mirarlo fijamente me ha vuelto a entrar un sueño enorme. Casi estaba a punto de cerrar los ojos hipnotizada por los brillos de la estrella cuando una oportuna llamada de la Esme, cual si fuera el ángel anunciador  me ha impedido entrar de lleno en fase hibernación.

Hola, Esme, me estaba quedando dormida, ¿me llamas para darme la buena nueva?, si lo sé me atavío de pastorcilla.

Nueva sí es pero buena, no tanto .Escucha y flipa en colores: he pasado a formar parte de la categoría de las suegras. Es una desgracia y de las gordas,¡ suegra yo!,¡ yo! que llevo en mi interior a la diosa del amor,¡ yo!, que siempre he sido joven hasta que he dejado de serlo.Mierda.Soy la suegra Afrodita, qué humillante.

O sea, que se ha casado el Jonás, qué ilusión, no me has dicho nada de la boda. Yo todavía no tengo hijos y a ti ya se te casan, le he dicho entre bostezos porque el sueño no se me pasa ni con anuncios nupciales. Se ve que no le ha gustado mi observación, es muy picajosa.

Primero que de casarse, nada, solo es una novia muy pesada que se pasa el día acoplada en mi morada y segundo que tampoco hace falta que me restriegues tu juventud. Qué asco todo y encima me tengo que hacer la simpática y la moderna y  poner cara de que me parecen muy bien sus empalagosos arrumacos. Voy a ponerme el anuncio de turrones El Almendro a ver si lloro.

Sí, a mí la Navidad también me pone sensible, parece que todo te conmueve más, que quieres más a la gente, que reina el amor, la armonía y las ganas de ponerse cenutria a polvorones, son fechas de mucha fibra sensible, menos para el Toni que dice que se ahorcaría con el espumillón, es más antipático…

Yo no lloro de emoción, cretina, lloro de envidia. A esa mujer se le van los hijos de casa  y solo vuelven dos días al año. Los míos se han apalancado de por vida en el sofá y como me descuide se reproducen en él.No sé qué dirán al respecto los expertos, voy a poner en google «expertos alertan» y a ver si sale algo. Pero bueno, dejemos el tema del paso del tiempo que  tengo que contestar a Melania, tía más pesada, de verdad. Ahora dice que tiene miedo de «perro rabioso», el secretario de Estado de Defensa.

Esto es lo que le voy a responder, » Bah, Melania, guapa, no sufras por esa tontería, más miedo te va a dar cuando Barron te presente a su novia y pases a ser la suegra, eso sí que da terror, eso y la casa tan hortera que te has puesto con tantos dorados, hazme caso y tíralo  todo, al marido y al niño incluidos, antes de que sea tarde».

Eva, ¿sigues ahí?, di algo, ¿no estarás jugando a la nueva subnormalidad mundial viralizada, el maniqui challenge ese ? Como me entere de que juegas a eso dejas de ser mi amiga, por idiota.

No sé qué es eso, Esme, maja, yo solo estaba hibernando un ratito. Mira a ver si dicen algo sobre eso los expertos.

 

 

Un bolso de paja

El radar siempre en funcionamiento de Olabarrieta detectó casi al instante que con Lucio no iba a tener nada qué hacer. Pese a su nombre de pez y a su estrafalario poncho rayado, pese a que llegaba siempre de los últimos,  cuando ya estábamos todos sentados, haciendo muy visible su peculiar personalidad.

Había algo en él, un refulgir de las rayas emitiendo destellos de seguridad y confianza en sí mismas, que convertía a ese poncho en un escudo protector. Lucio no iba a ser pescado. Podía nadar en paz por las aguas de la clase, risueño y confiado.

Al fondo, sentada sobre la mesa justo hasta el momento en que aparecía el profesor,  una pierna cruzada en ángulo sobre la otra, el flequillo insolente, los pantalones negros, Olabarrieta dio por imposible a la suculenta presa Lucio, pero siguió trabajando rodeada de sus dos esbirras.

El radar barría el territorio  buscando debilidades. Casi todos los días encontraba alguna con la que hacer reír a las hienas, con la que reírse ella misma y mantener su estatus. Pero eran debilidades menores: el pelo de punta de Ani, los leotardos verdes de Nuria, la lentitud en contestar de Ramos. Daban para ratos breves de burlas, como aperitivos que no quitaban del todo el hambre.

Hasta que ya empezado el curso apareció Asunción,  la nueva, con su bolso de paja forrado de tela de flores, ¿a quién se le podía ocurrir traer a clase un bolso para ir a la playa? A  alguien ingenuo que no sabía nada de radares ni hienas, a alguien que parecía caído de otro planeta: andares torpes, pañuelos con mariposas alrededor de un cuello de avestruz, faldas pasadas de moda, voz aguda de ratón.

El radar pitó enloquecido cuando sus ondas chocaron contra ese bolso cabizbajo, tímido, avergonzado de sí mismo, la paja trenzada proclamando con leves crujidos su vulnerabilidad.

Olabarrieta la temida saltó  de la mesa, dio tres zancadas de vaquera del oeste  y arrancó el bolso a su dueña, lo hizo girar en  el aire tirando los libros y el estuche por el suelo y tras colgárselo de un hombro se puso a imitar los andares patosos de Nunci-Sunci, nombre que acarrearía ya con la misma vergüenza que el bolso de paja durante todo un curso escolar.

Esa burla sí saciaba a las pirañas hambrientas y como las dejaba satisfechas ya no era necesario cambiar el menú. Olabarrieta desconectó el radar y se concentró en aquel bolso quebradizo.

A base de repetida, la burla  se volvió rutinaria y pasó a formar parte de las escenas matinales diarias.En la puerta, sin que se supiera por dónde había entrado,  esperaba amenazador Mondelo, el tío grande lleno de granos, nos iba enganchando una a una  por el pelo y jugaba a subastarnos entre risotadas, como en la película Raíces.Los demás se desfogaban pegándose entre ellos. Una vez subastadas todas, con excepción de las tres del fondo, cada uno ocupaba su sitio.

Entraba Lucio, movía el poncho con gracia, las rayas destellaban, nos reíamos con él y él, contento y libre, indiferente por completo a la opinión ajena,  se sentaba en su sitio. Después aparecía Asunción, despeinada, con cara de susto, Olabarrieta  le quitaba el bolso, se lo tiraba al suelo, la imitaba un rato, las hienas se reían y ella, triste, con el bolso empezando a romperse por una de las esquinas,  se sentaba en el suyo.

¿A quién saco  hoy a la pizarra?, gritaba con sadismo el de matemáticas frotándose las manos. Muchas cabezas miraban hacia el suelo con la esperanza de no resultar elegidas. La pena por el bolso de paja se diluía entre pies, patas de silla, temor a los logaritmos neperianos y lapiceros sin dueño.

 

 

 

 

 

Sueños que caen

Es la hora, niño.

Todo está quieto y oscuro.

Abre la valla blanca y sal,

atraviesa el campo plateado de luna,

al fondo te espera el bosque.

Húndete sin miedo en su aliento frío y verde,

un corro de luciérnagas te guiará  hasta su centro

y ahí, en el claro, duerme.

Tus sueños caerán suaves como plumas,

silenciosos como hojas,

nutriendo el suelo seco, hambriento de belleza.

Caerán como lluvia que lava y purifica

Y antes del primer pájaro,

antes de la primera luz,

las puntas de los dedos  besadas por la escarcha,

niño tejedor de sueños,

vuelve.

 

 

 

 

 

Librero viejo dormido

El librero viejo se abrigó mucho por la mañana,  botas de monte, camiseta térmica y pantalones con rodilleras como si fuera a hacer un camino largo y a la intemperie.

En Alonso Martínez se bajó del metro, llegó a su tienda estrecha, abrió la chapa metálica hasta la mitad, colocó unos cuantos libros en el mostrador de fuera, se sopló el polvo de las manos,  sacó una banqueta y se sentó a mirar la calle.

Aburrido, extendió el brazo derecho y, al azar, cogió un libro de tapas rojas, lo abrió y empezó a leer: » cada pueblo necesita sus héroes, personajes valerosos que infundan un ánimo especial por el bien, en detrimento de la oscuridad y las tinieblas».

Tras las tinieblas se quedó dormido, la leyenda del Rey Arturo abierta sobre su tripa, subiendo y bajando.

Gato tras la puerta

Un año viví de alquiler en una casa grande y fea. Muy fea. Sus ventanas exteriores daban a una calle llena de tráfico, las interiores a un patio con colgajos negros, aceitosos.

Era un primero, casi  al mismo nivel que la parada del autobús y desde mi mesa de estudio veía pasar caras y caras viajeras. Las caras también me veían a mí, estudiando. Tenía la sensación de que la que me movía era yo. Los cristales temblaban.

Como la casa era muy grande y apenas había muebles, me dedicaba a pasear de un cuarto a otro. En cada vuelta comprobaba lo fea que era y meditaba el porqué de haberla alquilado, el motivo de que estuviera viviendo en ella y no en otra menos fea.  No lo sabía.

Todas las noches, de madrugada, una loca se asomaba a una de las ventanas del patio y desde allí se peleaba a gritos con alguien que no estaba. Tras mi puerta dormía Carli Carlines, el gato culón de la portera, también culona.

Cuando por las mañanas salía temprano para ir a trabajar y abría la puerta, Carli Carlines huía espantado escaleras abajo todo lo rápido que le permitía su trasero y al momento la voz de su ama,  lenta y fatigosa,  me daba los buenos días y el parte meteorológico como si fuera una radio humana. También, como un noticiero, me anunciaba alguna catástrofe: «se ha incendiado una casa, se han caído tres árboles del paseo, un atentado  con bomba lapa, cinco muertos en accidente de tráfico».

Nunca cociné en la cocina de la casa fea. Comía latas,tomates, manzanas, yogures y sopas de sobre. Crema de mariscos, ponía en la caja de los polvitos que se disolvían al añadir el agua caliente formando un caldo rosado.Me parecía una cena entre asquerosa y distinguida.

Hollín en todas las ventanas, sobre la mesa, sobre los libros. Y cuando me duchaba, la radio humana me advertía desde el bajo, «Natalia, la ventana se transparenta». Siempre me llamó Natalia y nunca la corregí ni puse cortina. Me iba a ir de la casa fea, no merecía la pena modificar nada. De hecho ya me estaba moviendo, claramente lo notaba mientras las cabezas viajeras pasaban y pasaban, aburridas, por delante de la mía.Me miraban un instante como yo a ellas y luego desaparecían.

Abajo, en el paseo lleno de tráfico, cada mañana me recibía con gran alboroto una panda de gorriones desde la copa de uno de los plátanos, animándome. En la fuente de la plaza, tres patos metálicos aleteaban con ritmo sin alzar nunca el vuelo, alguna paloma se posaba encima de las alas condenadas y subía y bajaba como en un tiovivo aviar.

La casa era muy fea , el gordo Carli Carlines dormía cada noche tras mi puerta igual que la loca gritaba enfurecida por el patio negro, pero yo solo estaba de paso. Alguien agitaba constantemente el caleidoscopio de la vida, todo se movía y descolocaba a gran velocidad, también la casa fea, también yo.

 

 

¡Ay, madre mía!

Pues nada, que ni suspirar voy a poder en mis horas laborales. Al parecer, porque yo no me había dado cuenta, es algo que hago mucho, demasiado, a juicio de mi paganta, mientras circulo de aquí para allá blandiendo el trapo. En una de estas blandidas ha salido ella, la suma sacerdotisa, de su santuario de la literatura, para interrumpir esta costumbre mía tan incordiosa.

¿Quieres dejar de decir «¡ay señor, ay dios mío y ay madre mía!» cada cinco minutos? Menuda mañana llevas con los suspiros, así no me puedo concentrar, ¿te pasa algo?

Espera que lo piense, le he contestado parándome de verdad a pensarlo porque tal vez me pase algo y yo no lo sepa.

Pues lo que me faltaba, que te pongas a analizarte en el pasillo, cada día limpias menos y suspiras más.

Y con mucho arrastrar de manto , así me la he representado yo aunque en realidad llevaba vaqueros, y mucho destello de rubia melena,  eso sí es verdad, se ha dado media vuelta altanera, como corresponde a su jerarquía,  y  ha desaparecido en las profundidades de su gruta creativa

¡ Ay señor de los santos clavos!, he exclamado yendo en pos de la aspiradora. Es que ver la aspiradora y exclamar eso es todo uno. Y no lo puedo disociar, de verdad que no.

Esto es inaguantable, tendría que buscar otra más eficiente, ha musitado. Porque los mortales hablamos o gritamos pero ella musita. Supongo que hablaba con la pantalla de su ordenador,  dado que allí dentro no hay nadie. Nadie real, imaginarios debe de tener unos cuantos. Total, que como me ha sentado mal, porque bonito no es que te quieran dar boleto, he decidido tomarme una vengancilla descansando un rato en el sillón anatómico-forense del Husband. Al sentarme he suspirado, pero para dentro.

Ha sido en en ese descanso, mientras la Morganina dormía, en la casa había un silencio mortuorio y el sillón me masejeaba la espalda, cuando, sin querer, he escuchado una conversación telefónica de la Creatisa. Esta vez no hablaba sola.

Así decía el hada regañona: claro que lo sé, ya te dije que lo terminaría y lo voy a terminar antes de que acabe el año pero  estoy en una encrucijada, no puedo contar toda la verdad porque dañaría a muchas personas pero si no la cuento, ¿para qué estoy escribiendo esto? No entiendo la literatura si no es verdadera. Sí, ya sé que me aconsejas que no me exponga tanto pero creo que el verdadero artista tiene que ser radical en eso.

Y toda esa parrafada sin soltar ni un solo suspiro, qué tía. O sea, que se avecina un nuevo libro y espero que no se desnude tanto como en el anterior, su única obra editada hasta el momento, que yo sepa,  porque en ese se pasaba las páginas en pelotas, espirituales y carnales. No digo el título por no hacerle publicidad gratuita. Y la verdad otra vez, parece que oigo mucho este término últimamente. Noto cierta obsesión ambiental con el mismo.

Ay, santa madonna, he dicho en italiano al levantarme del sillón mágico, por si acaso en otro idioma le molesta menos. Ha dado igual mi precaución, ya no me oía, seguía a su rollo, que si la verdad es cruel, que si yo escribiera lo que verdaderamente pienso me quedaría sola en el mundo y así dale que dale y toma que toma, que le debía estar poniendo a su interlocutor la cabeza como un bombo porque cuando se obceca con algo es una plomo de cuidado.

Pues nada, cada uno tiene sus preocupaciones, eso no lo discuto. La mía es  convencer al Toni de que la reproducción es algo muy bonito que llenaría nuestras vidas de sentido e ilusión. Hasta ahora con la verdad no me ha resultado pero utilizar la mentira y el engaño no me parece ético, lo malo es que el tiempo apremia porque los óvulos no son eternos, vienen con su fecha de caducidad, ¡ Ay, san Apapucio bendito!, no he tenido más remedio que exclamar al tener el pensamiento de que, al paso que voy, me iré de este mundo sin dejar descendencia.

Tras la puerta sagrada una voz angustiada ha dicho : te juro que no puedo con la vida.

Como yo no soy la vida supongo que se refería a su encrucijada esa tan rara y a que el tiempo también le apremia a ella porque para que acabe el año queda bien poco ¡Madre mía del amor hermoso, cosas oyeres!