Como fui la última en nacer ya se habían agotado los padrinos y madrinas buenos y me tocó de padrino mi abuelo, que era muy bueno pero se murió enseguida, y de madrina a la tía Petruja. El día de Reyes, por la tarde, le gustaba que nos reuniéramos en su casa para comer roscón con chocolate y a mí, como era su ahijada, pronunciaba la palabra dejando mucho espacio entre la a y la i para que se notara bien que había una hache, solo a mí, me daba un regalo.
Mis hermanos esperaban con gran emoción el regalo aquel, para reírse. Desde mucho antes del día señalado iban haciendo elucubraciones sobre el horror que me podía caer y casi nunca se decepcionaron. La tía Petruja, cuyo nombre siempre me sonó a papel de regalo arrugado, era muy tacaña y al mismo tiempo tenía delirios de grandeza. Cuando llegábamos a su casa, nos recibía diciendo, para darse importancia: «pasad por aquí que he abierto el segundo salón». En realidad, era un cuarto pequeño separado por una puerta corredera del comedor, con una mesa camilla de faldas azules donde estaba colocado el roscón, un sofá con la tela muy gastada, unas cuantas sillas que había traído de otros cuartos dispuestas alrededor y una ventana con unos visillos de encaje a los que ella llamaba los cortinajes.
Tal vez para ocultar el defecto de la tacañería o porque tenía la tendencia a disfrazar las cosas y a engrandecerlas, creaba un ambiente cargado de emoción y misterio en torno a la porquería de regalo que iba a darme. Lo hacía tan bien que conseguía que todos los años me ilusionara pensando que esa vez sí iba a encontrarme algo bonito debajo del papel. A cada momento me preguntaba, «estarás nerviosa, ¿verdad?, pero todavía no te lo voy a dar, hay que saber esperar. Cuando terminemos de comer el roscón, tranquilamente, lo tendrás».
A veces ni siquiera preguntaba, directamente daba por hecho que yo estaba nerviosa y ardía en deseos de recibir su presente. «Qué cara pone la pobre, no hace más que mirar encima del aparador, se cree que voy a tener su regalo ahí, pero no, está bien guardado porque por el paquete se puede adivinar y lo bueno de un regalo es que sea sorpresa».
Cuando llegaba el momento de la maravillosa sorpresa, la tía Petruja salía de puntillas cerrando la puerta corredera con mucho teatro, nos advertía para que no tocáramos los»cortinajes» con los dedos manchados de chocolate, y regresaba con el famoso paquete entre las manos. Mientras yo lo desenvolvía con mis hermanos alrededor aguantándose la risa, ella se quedaba de pie contemplando mi expresión, «si supieras la felicidad que me da ver tu cara…», decía poniendo los ojos en blanco con aires de ensoñación. Y una vez desvelado el misterio se centraba en destacar las virtudes del regalo que probablemente no habíamos sabido apreciar de un primer y rápido vistazo.
Un año me regaló una caja de cartón, sin más. «Puedes guardar de todo, lo que quieras», dijo con satisfacción, «es muy práctica, muy práctica». Otro año me tocó una pulsera que salía en los botes de detergente, iba envuelta en un precinto de plástico y todavía tenía polvitos de lavar por encima. Otro resulté agraciada con un trapo de cocina con una gallina estampada en el centro, «seca de maravilla porque es de rizo» Y otro más con un paraguas de señor, negro, con un mango de madera, «cuando se moja sube un olor a bosque que es una delicia, la de vueltas que he tenido que dar para encontrarlo, me he recorrido medio Madrid».
Hicimos la prueba sacándolo por la ventana un día de lluvia para que se mojara el mango porque si lo llevabas abierto lógicamente no se mojaba. No nos llegó ningún aroma a bosque, pero sí pudimos comprobar la gran capacidad fabuladora de la tía Petruja a la que empecé a imaginar como una loca recorredora de calles en busca de objetos disparatados.
Siento añoranza por esos regalos tan feos y poco apropiados que me daba con tanto montaje en el» segundo salón» y sobre todo de las risas que venían después cuando salíamos a la calle y lo mirábamos tal cual era, despojado del adorno de sus gestos y palabras.