Mes: septiembre 2017

Finiquitos y sonrisas engañosas

Yo ahí no entro, se me pone la Noe esta mañana señalando la cocina, me da miedo del Toni, y ya van dos días que tengo que salir sin desayunar por su culpa, justo ahora que he empezado la dieta paleolítica y tenía que comerme un muslo de pollo. Está diciendo cosas horribles sobre catástrofes, sequías, destrucciones y devastación y luego ha dicho algo de que pobres jirafas, elefantes, tigres y no sé qué otros bichos de los documentales, ¿desde cuándo le importa mucho la selva al Toni?

No sé, creo que está otra vez con lo de la Sexta Extinción Masiva, no le hagas mucho caso y entra. Por cierto, Noe, hablando de selvas, ¿no te has pasado un poco con el animal print? Madre mía todos los bichos que llevaba puestos por encima, falda de leopardo, camisa de cebra, zapatos de boa constrictor…menos mal que todo es falso porque si no podría decirse que ella solita ha causado la Sexta Extinción.

Y ahora encima ha puesto una música de violines como si se fuera a suicidar, te digo que yo no entro, pasa tú primero y me vas abriendo camino.

Toni, he dicho empujando la puerta cual si fuera la de un bar del oeste, baja el volumen de esas tétricas sinfonías con las que nos amenizas los despertares y deja de hablar solo, tenemos que desayunar que nos espera una dura jornada laboral.

Los ecosistemas del mundo se precipitan al caos, va y suelta el hombre en vez de buenos días por la mañana temprano. Y a continuación y para acabarlo de fastidiar: la única manera de que la vida se recupere es que desaparezca la causa que provoca su degeneración. Adivinad.

Total, que nos hemos bajado a desayunar al bar de la esquina pasando mucho de las adivinanzas del Toni y de sus violines de réquiem. Como de la dieta paleo solo tenían unos callos revenidos, la Noe se ha tenido que tomar un café con churros. Dice que así no hay manera de ponerse toda fibrosa, ella sabrá, no he querido investigar.

Lo que sí he querido investigar ha sido la sonrisa deslumbrante que portaba la Esme en su cara a media mañana. Digo, Esme, resplandeces, qué hilarante se te ve, pareces el Kim Jong-un con misiles nuevos, ¿por fin ha sido reconocido alguno de tus inventos, se han ido de casa tus hijos, ha descumplido años la diosa Afrodita que te habita, te ha regalado el Hipólito un anillo de grafeno?, yo qué sé, algo te pasa y es bueno, cuéntamelo.

Nada de eso que dices, más quisiera yo, esto que hago y que tú llamas sonrisa es un experimento que estoy haciendo. Se llama retroalimentación facial, trato de engañar a mi cerebro para que se crea que soy feliz y me vuelva feliz de verdad. Está comprobado científicamente que los movimientos musculares de la cara están vinculados a las emociones.

Anda, qué bien, ¿y de dónde te has sacado ese descubrimiento tan bueno?

De donde saca todo el mundo las gilipolleces, que pareces nueva, de los internetes. Bah, no me funciona, mi cerebro debe de ser muy listo y no se deja timar, lo dejo, prefiero mi cara de mala leche habitual, ¿tú no?

No me he atrevido a decirle que yo no y que mejor se vuelva a retroalimentar. Es que su cara habitual impone bastante, mucho más que la del Toni dando el finiquito a la especie humana desde la cocina, dónde va a parar…

La oficina misteriosa

Los hermanos de Leo no saben exactamente qué es lo que hace en la oficina pero se imaginan algo terrible, muy pesado y a la vez envidiable. De todos ellos, es el único que trabaja. Los otros tres nunca lo han hecho y aunque alguna vez fantasean con tener un empleo, la misma palabra empleo se les hace extraña, saben que se trata solo de una fantasía, al igual que sueñan con emprender largos viajes o vivir amores arrebatados, similares a los que ven en las películas.

Ven muchas películas, la mayor parte del día la pasan viendo películas y cuando quieren bajar a la realidad ponen noticias que comentan con gran alteración, nada más desagradable y enervante que la realidad. Para calmarse se pasan a la información meteorológica, importante para luego transmitírsela a Leo, no vaya a ser que salga poco abrigado o demasiado. También cocinan, van a la compra, limpian la casa a golpes indolentes de plumero viejo y miran por la ventana.

Cuando miran por la ventana se deprimen un poco, recuerdan cuando toda la manzana era suya y tenían hasta un jardín con parterres que formaban laberintos, por ahí corrían de pequeños, jugando a perderse. Ahora están perdidos más en serio. Poco a poco fueron vendiendo todo: el jardín se volvió garaje, las casas se transformaron en tiendas y la mansión del tío Álvaro, porque aquello era una mansión con sus vidrieras de colores como en las iglesias góticas, poco más o menos, es ahora una gasolinera
¡Una gasolinera!, eso sí que no se lo esperaban, la gente va con sus coches a repostar y de paso compra chicles. Justo en el mismo lugar donde comían los domingos pasteles rellenos de crema de chocolate en una mesa muy larga con mantel blanco de hilo.

Si el tío Álvaro resucitara se volvería a morir al instante de un segundo infarto, pero no rescucitará ni ninguno de los otros tíos y tías. Nadie lo hará. De la anterior generación solo vive la madre de los cuatro, una señora alta y voluminosa que cada mañana se asoma a despedir a su único hijo trabajador.Le dice adiós desde la ventana como si fuera un escolar que está aprendiendo a cruzar la calle. Le dice adiós y siente lástima y también orgullo de que Leopoldo vaya a una oficina.

En cuanto puede, saca el tema a relucir con sus amigas, con los médicos o con las cajeras del supermercado. «Mi hijo Leo trabaja…en una oficina», los otros no parecen extrañarse ni admirarse, a nadie le importa lo de los demás. Debe de ser espantoso tener que estar tantas horas dentro de esos lugares haciendo cosas que uno no quiere hacer y tratando con gente a la que no quiere tratar. Espantoso, pobre Leopoldo, qué coraje tiene.

Por eso se esmeran todos en tener la mesa preparada para la hora de comer, por suerte puede venir a comer. En prepararle las comidas que le gustan, en que su ropa esté lavada, planchada y bien dispuesta y en no hacer ruido cuando se queda traspuesto en el sofá con la boca abierta y un hilillo de baba colgando por la comisura derecha, siempre la derecha.

Y a las cuatro, vaya hora más mala, Leo se vuelve a marchar a ese espacio gris y misterioso, envuelto en nieblas. Los otros hermanos se quedan durmiendo hasta las cinco, meriendan café con tostadas y piensan con esperanza y miedo que tal vez algún día tengan que salir a las cuatro porque los contrate alguien. Algunas tardes, si se les ha olvidado algo por la mañana, salen a comprar sin quitarse el pijama que se han puesto para dormir la siesta. No abandonan la manzana que fue suya y solo suya y odian a todos esos que pasan por sus calles y encima los miran con extrañeza. Pero si están en su casa, ¿es que no pueden dar vueltas por su casa vestidos como les dé la gana?

Cenan todos juntos, Leo se sienta en una silla que se trajo un día de la oficina, tiene ruedas y una felpa azul llena de bolillas, la iban a tirar por vieja pero él la rescató. No se puede negar que es horrible y desentona en el comedor pero aún así miran a Leo con reverencia, reyezuelo en su trono rodante.

¿Qué hará Leopoldo en la oficina? No lo saben, les ha explicado algo de papeles, ordenadores, informes…Suena vago, nebuloso. Con esas cosas nebulosas sueñan algunas noches, avanzan entre ellas con gran dificultad, su atmósfera es muy densa.
Tal vez algún día, algún día fatídico y a la vez grandioso ellos también salgan a trabajar a uno de esos lugares y su madre los despida a todos desde la ventana. La misma ventana a la que ahora se asoman para mirar esas calles transmutadas, calles sin jardín laberíntico, sin vidrieras de colores, sin tíos Álvaros, con gasolinera y gente hostil que compra chicles.

El pájaro desgraciado

El pájaro desgraciado no sabe que hay luna llena. Ni siquiera sabe que la luna existe.
Una franja de su lechosa luz pinta la pared del patio y se vuelca sobre la colada de Conchita, la del tercero.
Encaramado a la barra de su jaula mira curioso con sus ojos de alfiler las ropas enlunadas, primero de un lado y luego del otro.
Como se aburre picotea la media zanahoria colocada entre los barrotes.
Canta un poco, desganado.

Se duerme sin copa de árbol.

Justo antes de que amanezca, un trino involuntario se pone a competir con la primera radio encendida. Silban las cafeteras, zumban las calderas, una tos, un llanto infantil, un chirrido de oxidadas cuerdas.

Conchita está recogiendo sus ropas, las sacude como si tuvieran pegadas restos de sucia noche.

De perfil la observa el pájaro.
Bonito, qué listo eres, le dice ella, despeinada, con una pinza en la boca.
Él le dedica un sofisticado y largo canto esponjando sus plumas amarillas.

Nunca ha visto la luna, el muy desgraciadito. Tiene las alas atrofiadas pero cuando se columpia cree que vuela. Cree que el cielo, a ciertas horas, huele a sofrito.

Como no podía ser de otra manera

Como del Florence ni rastro, hay que ver cómo exageran en los informativos para tener entretenido al personal, no nos ha quedado más remedio que ir a trabajar, al Toni también. Antes de despedirse ha dicho algo entre gruñidos de la sequía extrema, de la sucesión de tifones y del perrotón, esa carrera popular en la que corren juntos amos y perros y a la que tanta manía tiene. Él sabrá por qué.

La Patricia me ha recibido con su larga melena rubia cayendo en cascada, cara de angustia suma y un peine en la mano. Pensaba que quería que la cepillara el cabello, como esas doncellas de las películas que atavían y desatavían a sus aristócratas señoras. Me hacía ilusión jugar a Downton Abbey pero no, por desgracia.

Los niños tienen piojos, me ha dicho un poco seca, como corresponde a su condición superior, ya les he puesto el champú pero antes de salir pásales la liendrera a conciencia.  Y luego se queja el Toni de lo que tiene que aguantar en el bar. Primer día de trabajo y me toca masacrar a una familia entera de piojos incluidos los nonatos.

Una vez perpetrado el holocausto por encima, he dejado algún superviviente, un poco por piedad y un mucho por pereza, nos hemos largado al parque. El Jacobín subido en unos patines haciéndose el chulo y la Morganina tocando una pandereta, tiene aficiones musicales desde que nació. En ese parque estaba esa amiga mía llamada Esmeralda como si nunca se hubiera movido del sitio. A lo mejor es que no se ha movido. Tampoco es que haya tirado cohetes cuando nos ha visto llegar, qué poco hospitalaria.

Ya estáis aquí otra vez como no podía ser de otra manera, ha dicho a modo de recibimiento.

Sí que podría ser de otra manera, Esme, el Jacobín podría haber venido en bici y la Morganina tocando el tambor, por ponerte un ejemplo de los básicos.

Es una frase hecha y muy tertuliana,  la digo porque me repatea, ya sabes que me gusta decir lo que odio. Anda, ¿y qué les ha pasado a los niños? Pobrecillos, qué viejos están, va y me salta.

Pero, ¿cómo van estar viejos si solo tienen cuatro casi cinco y dos casi tres años? Han crecido, eso sí.

Viejos, reviejos, dan pena, al Jacobín se le ha puesto cara de notario o de decano, no sé muy bien y a la niña directamente de loca de atar. Que suelte ya esa pandereta que necesito paz para lo que estoy aprendiendo a hacer.

Ah, qué bien, algo nuevo, ¿y de que se trata?

Dame todos tus bitcoins o te bloqueo la página, mameluco, oigo que dice mirando la pantalla de su cacharro.

No me sale, tengo que practicar más esto de los ciberataques, pensaba que en dos días lo iba a tener dominado, me veía irrumpiendo en el Fondo Monetario Internacional por una de esas brechas en la seguridad, liándola parda y sacudiendo los mercados.

Pues no, Esme, no es tan fácil además de ser delito.

Oye, ¿y por qué se rascan tanto las cabezas los dos chiquillos viejos, no estarán parasitados?

Pudiera ser, no descarto ninguna hipótesis, le he dicho haciéndome la policiaca.

Alejaos cuanto antes, solo me faltaba ser una hacker fallida y piojosa.

Pues no, Esme, nos vamos a quedar un rato más.  Dale a la pandereta, Morganina. Y así ha hecho, tiene un sentido del ritmo innato, como no podía ser de otra manera.