Cuando me divorcié me fui a vivir a un piso cerca de Ventas. Estaba bien el piso, era pequeño pero no feo. Daba a una plaza diminuta donde por las tardes jugaban algunos niños, uno de esos espacios infantiles con cuatro columpios y un suelo mullido, anti chichones. A la vuelta de la esquina había otro parque, también de reducidas dimensiones, con una fuente en medio y un surtido de árboles alrededor, como si fuera un muestrario de una porción de naturaleza. En el centro de la rotonda vivía un olivo. Me entristecía ese olivo.
La vida se me había vuelto más pequeña y no más amplia, como yo había imaginado que ocurriría, pensaba que era una fase transitoria, que estaba pasando por un camino estrecho que después desembocaría en… no sabía dónde. De alguna manera estaba naciendo. Eso quería creer.
Porque si pensaba que me iba a quedar siempre ahí, haciendo traducciones para esa editorial médica, en ese piso pequeño, sola como el olivo de la rotonda… borraba esa idea, procuraba hacerlo, pero debajo del no pensar vivía la tristeza, todo se había cubierto de una tristeza leve pero persistente, pegajosa. Y también estaba enfadada aunque de eso no me daba cuenta.
Era el mes de abril y llovía muchos días pero no todas las horas del día, llovía a ratos. Una tarde estaba en casa traduciendo un texto sobre la validez de los criterios de Framingham y luchando contra la pesadez de mis ojos que a cada párrafo sobre sístoles y ventrículos querían cerrarse, cuando se puso a llover con mucha fuerza. Me levanté a mirar, a lo mejor así me despejaba. Abrí la ventana y contemplé la lluvia mojando el suelo del recinto infantil que enseguida se volvió brillante. Pensé en la expresión “se puso a llover”, ¿quién se ponía a llover, la propia lluvia se ponía a llover o era la tarde la que se ponía a llover o era el cielo, eran las nubes, quién era?
Olía bien, del pequeño parque llegaban retazos de efluvios verdes, no muchos, había que hacer el esfuerzo de capturarlos, también como en una muestra tacaña de olores naturales. La lluvia que se había puesto a llover estaba empezando a caer con violencia. Me gustaba esa fuerza, esa rabia, la necesitaba, miré hacia arriba, desde donde me parecía que nacía, como un modo de agradecer que se hubiera coordinado con mis sentimientos, que no eran nada tranquilos por mucho que quisiera engañarme.
Entonces y por primera vez me fijé en cartel del edificio de enfrente, no es que antes no lo hubiera visto, lo había visto y hasta lo había leído pero no me había detenido en él, lo había visto sin verlo. Decía: Apartamentos Mari Paz. Apartamentos. Desde ese instante lo odié, no sólo por el nombre, el mismo que la profesora de arte del colegio, la que me decía contemplando desde detrás mis dibujos, “vaya churro, bórralo todo y empieza otra vez”, también por la estúpida repetición de la palabra “apartamentos”. Y por el diseño del cartel en sí, en cutres letras rojas.
Vaya churro de cartel, Mari Paz, seas quién seas, dije yo con más rabia que otra cosa.
Desde ese día procuré no mirarlo pero las letras rojas estaban diseñadas para atraer y además, tengo que reconocer, me había obsesionado con ellas. Si por la noche me asomaba a mirar la luna me parecía que era ella la que anunciaba los apartamentos Mari Paz, apartamentos. Y lo mismo sucedía si miraba las nubes, apartamentos Mari paz se desplazaba sobre sus barrigas en forma de publicidad lenta y vaporosa. Y serían imaginaciones mías, no digo que no, pero cuando llovía percibía cierto color rojo en las gotas que caían, como si el cartel hubiera desteñido y apartamentos Mari Paz. Apartamentos también se hubiera puesto a llover.
Paseaba bordeando el parque, nunca entraba, miraba los árboles desde fuera y a la gente que paseaba a sus perros o corría o se sentaba en los bancos. En la acera de enfrente había tiendas, una tintorería con un escaparate muy raro decorado, lleno de pequeños gnomos de colores y muñequitos fantásticos del bosque, setas, plantitas. Demencial. Un herbolario llamado «el rincón del bienestar» que apestaba a incienso, una frutería y una escuela de pintura llamada «El Atelier». El nombre era de lo más tópico pero sentí curiosidad y me acerqué a mirar.
¿Y si me apuntaba a unas clases? Borro todo este churro y vuelvo a empezar, pensé sin saber muy bien a qué me estaba refiriendo.