Me he comprado un abrigo muy bonito. Voy muy contenta con mi abrigo nuevo, meto las manos en los bolsillos, las saco, abrocho todos los botones, luego desabrocho el de arriba y el de abajo y pruebo a llevarlo así o abierto del todo mostrando la camisa de debajo.
Creo que mi vida es distinta desde que tengo ese abrigo, el viaje en metro ha sido mejor, como si fuera a pasar algo aunque no haya pasado nada, se ha subido el hombre que toca siempre «volver con la frente marchita» y la ha tocado. Le he dado una moneda porque me ha parecido que sonaba mejor que otros días. Creo que es el abrigo el que me hace percibir de forma distinta. Un hombre guapo me ha mirado con insistencia. He pensado que estaba a punto de iniciar un romance como en las películas, esas en las que la chica choca con el chico, ella se enfada porque a nadie le gusta chocar y que todo el contenido del bolso se derrame por el suelo pero, luego, después de varios encontronazos descubre que es el hombre de su vida.
¿Qué digo?, si ni siquiera hemos chocado, me he bajado en Alonso Martínez y ahí se ha quedado el guapo. Creo que he visto demasiadas películas estúpidas, si ni siquiera me gustan esas películas y siempre me río de ellas porque acaban justo cuando todo empieza, como si lo único bueno fuera ese inicio, el estreno, como el abrigo. Es eso, el abrigo nuevo, tiene efectos raros sobre mí.
Sí, porque fuera, en la calle, me he sentido como cuando tenía veinte años y el mundo siempre era nuevo y todo estaba a punto de pasar, el aire me ha parecido distinto y el cielo y los edificios y las caras de la gente. Yo me he sentido otra como si, además de un abrigo, estuviera estrenando la vida entera.
Después he llegado a la oficina, lo que más me gusta del trabajo es el trayecto hacia él, he colgado el abrigo en la percha, al lado del de Martínez Romillo que huele a tabaco negro y toda la sensación de novedad, alegría y esperanza ha desaparecido. Me he sentado en mi mesa, desde donde veo los cuadros de mi abrigo nuevo pero no por eso laa mañana ha pasado más rápida. Al contrario, ha estado especialmente densa, como si le costara atravesar las costuras del día. No he querido comer con los otros compañeros, comen en ese bar de menús donde luego la ropa te huele a guisote. No le podía hacer eso a mi abrigo nuevo ni a mí misma.
Me he tomado un bocadillo sentada en un banco de la calle, envuelta en mi abrigo. Otra vez esa sensación de novedad, de aventura, de emociones inesperadas. Hasta que toda la troupe oficinesca ha pasado por delante y me han llamado ermitaña. Martínez Romillo me ha guiñado un ojo, qué asco, creo que le gusto. Julia me ha dicho, qué abrigo tan mono, ¿dónde te lo has comprado?, estaba buscando uno parecido.
No se lo he dicho porque no quiero que nadie más lo tenga. Y precisamente al volver a casa, qué rabia me ha dado, he visto a otra mujer con el mismo abrigo, no llevaba precisamente cara de felicidad y el abrigo tenía bolas en los costados. Me da que el efecto va a durar poco, tal vez porque es un abrigo barato, tal vez porque más personas en esta ciudad llevan el mismo abrigo y eso le resta potencia, tal vez porque el abrigo no tiene nada que ver.
Pero por el camino, en un escaparate, he visto un bolso de correa larga. Ahora quiero ese bolso, estoy convencida de que con él cruzado por encima del abrigo las calles me mostrarán otra vez ese aspecto de novedad y en cada esquina podrá suceder algo y yo seré siempre joven y la vida interesante, me iré de esa oficina y nunca más tendré que aguantar las miradas libidinosas de Martínez Romillo, chocaré con el guapo del metro y lo odiaré, pero sólo al principio porque luego, luego… Luego nada, ya lo sé, todavía no me he comprado el bolso.