De madrugada, sin que nadie la vea, se abre la primera azucena. Los niños están desayunando en la terraza cuando entra Niki, todas las mañanas llega en el autobús de las nueve con un gorrito blanco de algodón que parece más propio de un bebé que de una señora mayor. Niki tiene la espalda un poco encorvada, ella llama a eso “mi cifosis”.
¡Una azucena!, exclama extasiada inclinándose sobre la flor.
Niños, ¿habéis visto la azucena?, ¡qué belleza de pétalos! y los pistilos, son maravillosos esos pistilos rojizos, tiene un aroma dulce embriagador, pronto se abrirán las demás, se llenará de abejorros ansiosos, os lo advierto.
Los niños desayunan sin prestar atención a la flor ni a su abuela Niki ni a la amenaza de los abejorros hambrientos. Un milano real sobrevuela la terraza, su vuelo sí los atrae.
Una rapaz, dice el mayor, y al levantar el brazo para señalarla, vuelca el tazón de su hermano, la leche se derrama sobre el mantel, forma un charco que se va extendiendo hasta llegar al borde de la mesa y desde ahí empieza a resbalar hasta el suelo. Los dos observan la trayectoria del líquido con curiosidad, sin moverse, cuando la leche les salpica los pies avisan a la abuela que ha vuelto a inclinarse para observar la azucena.
Ya voy, ya voy, lo que no entiendo es porque no habéis enderezado antes la taza, se hubiera caído menos, no parecía que hubiera tanta leche dentro, se ha puesto todo perdido. Vuelve de la cocina con un rollo de papel, seca la mesa, el suelo, los pies de los niños. Los del mayor son ya muy grandes. Demasiado, piensa.
¿Qué haces ahí agachada, abuela? La niña se asoma desperezándose, alta, delgada, con un bañador naranja
¡Pero a quién tenemos aquí!, el rostro de Niki se ilumina, incluso más que con la visión de la azucena recién abierta.
Bajan a la piscina, el pequeño comienza a darse crema siguiendo las instrucciones que le ha dado la madre, lo hace con mucha dedicación y torpeza, despacio y embadurnándose demasiado. La abuela no interviene en el procedimiento, no siente afinidad con ese niño, no sabe de qué hablar con él. Lo observa por si se le ocurre algún tema de conversación pero lo único que se le viene a la cabeza es que es culón, como su padre.
El niño la escucha muy atento cuando rechaza tumbarse en la toalla y le explica el motivo, “si me tumbo, lo más probable es que no me pueda levantar”. Mientras sigue dándose crema la mira de vez en cuando con cierta aprensión, sintiéndose un poco responsable de ella.
Abuela, abuela, le grita cuando la ve meterse en la piscina con el gorrito blanco de tela puesto, no te has quitado el gorro. Ella camina por la parte que no cubre, es bueno caminar dentro del agua para fortalecer las piernas y para hacer circular la sangre, ve los aspavientos del niño, blanco de crema por algunas zonas, sin oírle se imagina lo que trata de advertirle. No hace caso. Las piscinas son muy aburridas, eso es lo que piensa cuando llega hasta la escalerilla y duda si salir ya o caminar otro ancho más.
Cuando sale, el chico mayor no está, tiene amigos y ha cambiado su toalla de sitio, la niña está tumbada boca abajo sobre la suya y el pequeño ha cogido del cesto unas gafas de buceo que ni se pone ni suelta. Está de pie, indeciso.
Qué pasmado es este niño, como no espabile…
¿Sabéis qué?, dice Niki colocándose de espaldas a la piscina, ayer estuve en la Gran Vía, hacía un calor que casi me da algo, pero es que después fui a la ópera, Tosca, ¿conocéis la historia?
¿Te has puesto crema, abuela?, pregunta el niño, asustado por la cantidad de sol sin protección que está recibiendo el cuerpo de la abuela. Puede que no le haya oído porque no le ha respondido a eso, se ha puesto a contarles un cuento.
“Trata de una princesa china que somete a unas pruebas a sus pretendientes, el que se equivoque, el que no resuelva el enigma, morirá, ese es el pacto” Cuando dice la palabra “morirá” pone cara de dramatismo, ninguno de los niños se conmueve ni emociona. La niña dice, “voy a bañarme” y se marcha de un ágil salto, el pequeño intenta ir tras ella porque teme que el cuento continúe, la niña echa a correr con sus largas piernas, en un momento ha llegado a la otra punta. El pequeño desiste, tira las gafas al césped y se sienta él también. Lleva unos pantalones cortos de camuflaje que le gustan mucho, se los mira, cuenta los círculos oscuros y los círculos claros, pero a mitad de conteo se lía y lo deja.
Marco, Polo, Marco, Polo, gritan desde dentro de la piscina. La abuela saca su teléfono y se pone a escuchar a gran volumen las arengas de un político, desde las toallas cercanas se giran a mirarla, a ella le da igual.
Hace poco que el niño se enteró del verdadero nombre de su abuela. Se llama Nicolasa. Lo pronuncia en voz baja y los círculos de sus pantalones tiemblan de risa nerviosa.
Cuando la niña vuelve, la abuela mira su cuerpo esbelto con admiración y se dirige a ella con una voz muy melosa, “me ha dicho tu madre que en lo que va de verano te has leído ya dos libros”
Tres, corrige ella, tirándose boca abajo. Tiene el cuerpo lleno de picaduras de mosquitos.
¿Y de dónde los sacas?, por la pregunta parece que la abuela Niki considera los libros objetos muy difíciles de conseguir, objetos extraños al alcance de unos pocos seres escogidos, entre los que se encuentra su nieta.
Me los dan, responde la niña con indiferencia, gente que ya los ha leído y no los quiere tener, me los dan mis amigas.
Otra vez planea por el cielo el milano real.
Una lapaz, dice el niño poniéndose la mano como visera para poder seguir los planeos del ave.
Se dice rapaz, con erre, corrige la niña sin levantar la cabeza de la toalla.
Son aburridísimas las piscinas, el verano en general es aburridísimo, piensa la abuela.
Las hojas de los álamos murmuran entre ellas como si le dieran la razón. O como si se la quitaran. Tratándose de álamos nunca se sabe.