Mes: abril 2017

Naftalinados

Puaj, qué asco, qué peste a naftalina. No te digo lo que hay que aguantar… nos ha metido en un baúl, apilados por orden de aparición y por todo lujo nos ha puesto unas bolas de naftalina entre medias para que no nos coman las polillas. Ni siquiera al aroma de lavanda, no, de la de toda la vida que huele que apesta y a dormir la mona entre plásticos. Anda que…sé personaje de alta gama para esto.

Y para colmo me deja salir a hablar justo el día que no lee nadie, un viernes víspera de puente, y para ella los días y horas de máxima audiencia, ¡abusadora! A hablar o a repetirme, que esto ya lo he dicho más veces, es una queja recurrente la de que nos trata mal y ni nos pone a vivir del todo ni nos mata con dignidad.

Queremos una muerte digna, eso es lo que que queremos. Despedirnos como es debido, un final bonito de los de fueron felices o un final horroroso que deje muy mal cuerpo pero un final, oye, no esta desaparición lenta, dolorosa y fantasmal.

Yo, además, ya puestos a hacer peticiones que nadie va a concederme, me conoceré el percal, quiero una estatua en el parque o una placa en cualquier muro visible en la que ponga, «aquí pasó el rato Esmeralda, emprendedora fracasada y lianta como ella sola».

Hala, a pasarlo bien vosotros los vivos de verdad. O mal. O bien y mal, venga, lo normal. Me vuelvo al baúl con mis homólogos. Con un poco de suerte le entran de nuevo ganas de lanzar tonterías a la globosfera, cómo si no hubiera ya bastantes, y nos insufla alma otra vez pero no sé yo, para cuando se decida ya nadie se acordará ni de nuestros nombres.

Deberíamos inmolarnos por nuestra cuenta, se lo voy a decir al Toni que es muy destructivo, la idea le va a gustar. Toni, despierta, garrulo, ¿qué me dices de prender fuego a esto?

No me contesta. Eva, espabila, marmota, liemos alguna. Tampoco. Qué soledad, qué silencio, qué desolación, qué abandono más malo, qué sinsentido. Anda, esto debe ser la famosa angustia vital y eso que ni siquiera estoy viva. Y qué peste a naftalina, leches.

Villar en la esquina

Esta mañana he visto a Villar en la esquina, cerca del parque, paseando al perro de su hermana. El perro estaba olisqueando una farola y él miraba hacia delante como si no llevara nada en la otra punta de la correa. Le daba la luz en la cara y la verdad es que visto así, de lejos pero tan iluminado, tiene una frente enorme. Nunca me había fijado antes, pero eso es porque cuando la gente está en movimiento delante de ti, cuando habla y tú también hablas, no la ves igual que cuando está parada y fuera de tu radio de acción. No digo que sea feo ni nada de eso. Solo me ha parecido otro, diferente al que veo cuando estamos en clase, en el patio o cuando voy a su casa.

Fue la hermana, la plasta esa, la que se empeñó en que quería un perrito, un perrito, un perrito por favor. Y daba saltos con los patines puestos mientras lo pedía delante de la cara del padre y el padre, que siempre parece un poco cansado, sobre todo en la zona de la barba y no sé por qué pero es en esa zona donde se le nota más que está cansado, para quitársela de encima y que le dejara en paz dijo venga, vale, os compro un perrito.

Villar se dio la media vuelta y por el pasillo iba diciendo que ni de coña , pero que ni muerto pensaba sacar al perro, que quedara claro, y nos metimos en su cuarto a ver películas. Quiso ponerme otra vez la Naranja Mecánica pero me negué. La hemos visto cien mil veces. Si le pides que te aconseje una película siempre es esa, a veces se lo pedimos solo para reírnos porque sabemos cuál será,pero cuando nos reímos no se mosquea, solo dice con esa cara tan seria que pone, «es la mejor película de toda la historia del cine». Al final nos pusimos El club de la lucha que, según él, es muy filosófica.

Por eso cuando lo he visto esta mañana en la esquina con el perro he pensado, joder, qué mala suerte, Villar, ya te ha tocado sacar al perro y encima para llegar al parque tienes que pasar por el 54. Aquí vivía mi madre, nos dijo un día cuando pasábamos justo por ese portal y ahí quedó la cosa, se notó mucho que no le gustaba pasar. Y el portero, que estaba sacudiendo una escoba contra el tronco de un árbol le saludó, «qué pasa, chaval, no crezcas más», y Villar levantó ese frontispicio suyo, que hasta hoy no me había fijado en lo que destaca, y ese fue todo su saludo.

A veces parece salido de otra época, siempre lo decimos, llama de usted a los padres, al mío le llamó de usted y le hizo una de sus preguntas extrañas, «usted ¿qué elegiría: salvar a mil personas o solo a una y que esa una fuera su hijo? Mi padre eligió salvarme a mí y Villar dijo «mil personas muertas» y lo repitió. Y en el viaje a Italia, en vez de beber con todos, se fumó un puro mirando por la ventana. Estaría pensando en una de sus películas, que sé yo en lo que piensa a veces cuando desaparece de repente sin despedirse como si le tuviéramos todos harto. Quiere ser director de cine pero, de momento, mírale ahí en la esquina con el perrito por culpa de la hermana. Me recuerda a un hamster su hermana, siempre con la boca llena, comiendo cosas y correteando.

Primero no he querido que se diera cuenta de que lo había visto para que no se avergonzara, por eso me he cambiado de acera y ahí es cuando me he fijado en él de lejos, iluminado, todo frente, mirando. Villar siempre lo mira todo, parece que ve algo que los demás no vemos por detrás de las cosas o escondido en ellas. Es listo, el tío. Y raro, muy raro. Pero al final no me he podido contener y desde lejos le he gritado: «Villaaaar». Me ha saludado levantando la frente y ha hecho como si le fuera a dar una patada al perro, sin dársela.

Licor de mariposa

El motivo por el que pasábamos las tardes sentados en una valla con mucha cara de asco, no lo sé, pero el caso es que así era. Cuando yo llegaba ya estaban allí, en estado de máxima fusión con la valla, Álvaro y Francés, siempre los dos y nunca solo uno. Alguna vez, antes de llegar, pensaba que tal vez estaría únicamente Álvaro, lo cual me apetecía bastante pero eso nunca sucedió. Nada más girar la esquina los veía a los dos y entonces me daba cuenta de la tontería que había sido imaginar que no estuvieran juntos balanceando las piernas y fumando.

Allí, subidos, nos pasábamos buena parte de la tarde, mirando. No nos importaba que hiciera frío ni que lloviera. Si llovía nos mojábamos, ni si quiera nos cubríamos con las capuchas, era una norma no dicha entre nosotros el desentenderse de cuestiones tan tontas como una simple lluvia. Cuando ya estábamos cansados de la valla, de mirar con desprecio y distancia, bajábamos de un salto y nos metíamos en el bar bodega de los abuelos, el de los licores. Era un bar oscuro, húmedo y grasiento. Había licores de todos los tipos y colores, la mayoría con nombres muy imaginativos, los servían en vasos casi tan pequeños como dedales. Yo siempre pedía el de mariposa, más porque me parecía intrigante y bonito que existiera un licor llamado así que porque estuviera bueno. No estaba nada bueno.

Sentados en una de esas mesas de madera muy oscura y pegajosa sí podíamos hablar un poco, ahí sí estaba permitido por nuestras normas tácitas. Tampoco demasiado porque las personas que hablaban mucho, y más de cuatro o cinco frases juntas ya era mucho, no nos caían bien como no nos caían bien los que corrían a refugiarse de la lluvia o las que llevaban bolso. En realidad no nos caía bien casi nadie.

Por eso cuando conocí en clase a aquella chica de pelo corto y rubio me extrañó que me gustara de inmediato dado que hablaba bastante, llevaba bolso y además se reía todo el tiempo, lo cual era un espanto lo miraras por donde lo miraras puesto que había más bien pocos motivos en la vida para reírse. Y el que cuando yo estaba con ella me riera sin parar era algo misterioso que no me sabía explicar pero ahora pienso que se debía a que tenía la risa contenida de tantas tardes de valla, lluvia, seriedad y auto impuestas caras de desesperación vital. Y que ella, Anna, abría las compuertas de la presa.

Pero no me decidía a llevarla conmigo por las tardes y mantenía apartado su mundo del otro, del de los amigos sombríos que me importaban mucho, sobre todo Álvaro y que yo consideraba que eran los verdaderos. Sin embargo, una tarde la invité a venir, si es que pasar la tarde subida en una tapia con piedras que se te clavan en el culo puede considerarse una invitación.

Otra vez, por el camino, cometí el error de imaginar situaciones imposibles. Pensé que tal vez Anna y Francés podían congeniar y hasta gustarse. Y que tal vez, cuando se hubieran gustado, quedarían en otro lugar alguna tarde y Álvaro y yo seríamos los dueños y señores de la valla y de los silencios despreciativos y entre nosotros se crearía un vínculo de esos irrompibles. Aunque todo ese silencio y ese desprecio por todo, que era lo que nos iba a vincular por siempre jamás me daba miedo.

La realidad fue que no se gustaron en absoluto porque Anna hablaba y de los temas más dispares, a Anna cualquier cosa le servía para hablar y también para reír. Además, Anna llevaba bolso, un bolso grande de tela del que sacó dos agujas de punto y se puso a tejer allí mismo una bufanda de color verde.

Flipo, dijo Álvaro. Entonces supe que acababa de caer en desgracia porque tenía una amiga tonta que reunía todas las condiciones de los tontos de los que siempre nos habíamos burlado y para colmo tejía bufandas y eso acababa de hundir mi reputación de tía interesante.

Pero que se hundiera de golpe mi reputación y que coincidiera justo con el inicio de un chaparrón de esos buenos que inundan todo en un momento y forman charcos donde se refleja la ciudad me resultó un alivio y una liberación. Y cuando entramos en el bar bodega de los abuelos le pedí a la señora que me explicara cómo hacía el licor de mariposa, pregunta que llevaba mucho tiempo deseando hacer pero que no había hecho porque implicaba hablar demasiado.

Me lo explicó muy contenta, como si estuviera esperando y desando esa pregunta y creo que me mintió porque habló de alas de mariposa machacadas, no estoy segura, es lo de menos y además ya no me acuerdo.

Territorio neutral

 

El tramo que más me gusta del día es de la mañana, el de las primeras horas de la mañana para ser más preciso. Ese en el que me subo a la bicicleta y pedaleo atravesando el barrio hasta casi el final. Cuando salgo están los porteros barriendo su trozo de acera, fregándola, sube olor a jabón, a lejía y la luz se cuela por entre las ramas y me da en la cara.

Ahí ya me empiezo a sentir bien, ya estoy entrando en territorio neutral y mucho más neutral se vuelve al empezar la cuesta. Pedaleo con más fuerza, me canso, dejo de pensar y hasta de ser, si se puede decir así. Dejo mi nombre, todo lo que me ocurre o más bien lo que no me ocurre y solo soy un cuerpo que pedalea, que se esfuerza, un corazón que bombea sangre, una sangre que asciende y desciende. Ese, el de la cuesta arriba, es mi tramo preferido del día.

En el semáforo se me estropea algo porque me paro y al pararme voy poco a poco recobrando mi identidad, justo lo que no quiero recobrar. En ese semáforo coincido bastantes días con las mismas personas. Con la morena guapa en zapatillas de correr y culo inmune a la fuerza de la gravedad, con el joven pijo que lleva el pantalón un poco corto para que le asomen unos calcetines de lunares por debajo, debe de ser muy importante para él mostrar al mundo sus lunares, un signo de distinción, seguramente. Y con el viejo extraño de las dos chaquetas. Algunos días están los tres, cuatro conmigo, somos la familia del semáforo de las ocho y media. La familia cuyos miembros no saben nada los unos de los otros. Ideal.

Pedaleo un poco más. Este barrio al que me tuve que mudar es más feo que el otro y está más lejos pero tiene pequeñas zonas engañosas en las que parece un lugar bonito. Un poco como mis días, que tienen pequeños tramos o franjas en los que asoma la felicidad. Por una de esas zonas paso antes de llegar al bar. Hay un árbol de copa grande que no he conseguido identificar, un muro al que le han crecido hierbas y ahora también flores silvestres. Se puede decir que ahí alcanzo el máximo contento del día.

En el bar ya empieza a decaer un poco. La camarera de las ojeras me llama Gonzalo aunque ese no sea mi nombre, lo debió de entender mal  y nunca la he sacado de su error, me da lo mismo y sé que a ella también. Me pone un cortado y me lo bebo mirando por la ventana. Enfrente hay un parque,  poco a poco va llegando el grupo de chicos desocupados con sus perros peligrosos. En este barrio hay muchos chicos desocupados y tener perros peligrosos y pasearlos con cara de amenaza está de moda. El que no tiene nada se consuela teniendo un perro peligroso y poniendo cara de amenaza, pienso.

Hoy ha venido Mari, la conozco de muchos días aunque jamás haya hablado con ella, ni ganas. Mari es una pesada, no se resigna al fracaso y además lo cuenta. Se lo cuenta a la camarera de las ojeras que no tiene la culpa de nada y que también tendrá el suyo. Le cuenta que ella estudiaba pero que se casó muy joven y zas, dice zas y da un palmetazo en el mostrador. Ahora soy la esclava de todos. Mari lleva el pelo de tres colores, el oscuro original, el blanco reciente y el de un tinte rojizo que se echa por encima con menos frecuencia de la que debería.

Me pregunto si Mari no tendrá en su día algún territorio neutral, si no dispondrá de un tramo  en el que deje de ser Mari la pelo tricolor esclava de su familia. Todos deberíamos poder escapar de nosotros al menos un rato diario. Me bebo el café y vuelvo cuesta abajo. El mundo se me escapa por los lados, lo voy dejando atrás, atrás, atrás y eso me gusta mucho, me gusta muchísimo esa fuga lateral y hacia atrás de todo lo que me rodea. O mía hacia adelante, según se mire.

Pero el mundo no va a dejar que yo me escape, solo tiene la deferencia de dejármelo creer y ya es bastante, se lo agradezco. Ya estoy de vuelta,  me paro, empujo la bici hasta el ascensor, ahí está el mundo, la parcela del mismo que me corresponde,  bien puesta en su sitio, sólida, dura y antipática y yo en el centro, con mi nombre y las famosas circunstancias y los rotos y vacíos que habría que coser o llenar pero que ya sé, casi con toda seguridad, que se quedarán como están.  Subo a casa, enciendo el ordenador y me pongo a buscar con desgana. Por la ventana entra olor a cebolla frita, alguien canta la salve rociera. Y puede que eso sea todo.

 

 

 

 

 

 

 

Tía Marta

Para llegar a casa de la tía Marta hay que cruzar una zona de casas bajas que parece un pueblo dentro de la ciudad. Son casas con enredaderas por los muros y dentro de esas enredaderas: pájaros. Ahora en primavera huele a lilas y a jazmín. Quisiera que la casa de la tía Marta estuviera ahí, que fuera una de esas, la verde, por ejemplo. Con esa ventana redonda como un ojo encantado. Pero no, tengo que seguir hacia arriba, abandonar ese pequeño oasis urbano, cruzar una calle ancha con muchos coches y ahí sí, ahí ya vive la tía Marta, justo encima del Ahorra Más.

Es la más vieja de toda la familia, casi noventa años. Algunas tardes suena el teléfono y su voz lenta pregunta, ¿me has llamado? Porque ha sonado y cuando he ido a contestar se ha cortado y me he dicho, ¿no le pasará algo?, ¿te pasa algo, estás bien? Se lo inventa,  casi nunca la llamo, esa es la verdad, se me olvida. Pero algunas veces sí lo hago y en cuanto llevo un rato de conversación ya me estoy arrepintiendo porque  todo lo cuenta en tiempo real.

“Esta mañana me estaba vistiendo: primero una manga y luego la otra. Me abroché los botones de la camisa y  me asomé a la ventana, hacía bueno, me pareció. Abrí para comprobarlo, resulta que había obras en la calle, están haciendo muchas obras, será que hay dinero. Cerré la ventana y fui despacio, porque tengo miedo a caerme, a preparar el desayuno. Me gusta desayunar una naranja y té. También una tostada. Me hice el zumo de naranja y me lo bebí. Despues…”

Después se comió la tostada, eso está claro. Ay,  ¿por qué se me habrá ocurrido llamarla? siento deseos de suicidarme, nunca podré salir de su narración detallada. Y lo mismo pienso cuando voy llegando a su casa, cuando subo en el ascensor, cuando toco el timbre, cuando oigo sus pasos lentos, cuando me hace sentarme frente a  ella en una silla y cruza las manos sobre la falda y dice, “ya estoy mejorcita”. Y no sé de qué está mejorcita pero pongo cara de que sí lo sé y de que me alegro mucho de su recuperación.

Pobre tía Marta, no soy buena persona. Estoy deseando largarme y echar a correr. Ella también quiere largarse, a ver tiendas. Le encanta mirar escaparates, de lo que sea, da igual, el caso es que haya objetos detrás de un cristal, objetos que puedan desearse. Le hace feliz situarse frente al cristal e ir señalando y diciendo en alto lo que ve y si lo compraría. También le gusta que haya cosas feas, para decir, “qué zapatillas más espantosas o qué colcha más horrorosa, no la querría ni regalada”. Creo que le gusta más el no querer que el querer.

Tardamos mucho en salir a la calle porque algunos ratos cree que soy una niña y me ofrece diversiones ajustadas a mi edad ficticia, ¿quieres ver la colección de conchas marinas?, me dice volcando sobre la mesa un bote lleno de conchas. Tiene muchas, de todas las formas, tamaños y colores. Y yo tengo que ir mirándolas una a una y ella me las va explicando. También me enseña a Pepito, su muñeco de la infancia, lo tiene puesto en la cabecera de su cama encima de un almohadón, va vestido con una chaqueta de punto que ella le hizo. Pepito me da grima pero le digo que es muy guapo y gracioso. Ella dice que me lo dará cuando se muera. Qué bien.

Cuando salimos a la calle estoy más cansada que si me hubiera recorrido toda la ciudad de punta a punta. Vemos todos los escaparates del camino, analizamos su contenido uno por uno, llegamos hasta un bar con terraza, nos sentamos. La tía Marta se bebe un vino y cuando ya se lo ha terminado me cuenta que a los siete años se enamoró de un cura. Fue a confesarse con ese mismo cura y le dijo: le amo, padre Villar. Me hubiera gustado saber la continuación de la historia pero o no se acuerda o no le interesa contármelo.

Cuando me despido, ya  en su casa, me dice que hay un rato por la tarde en el que tiene miedo, justo antes del concurso de  Pasa Palabra, ¿tú también lo ves, verdad? Se extraña mucho de que no lo vea, de que exista alguien en el mundo que no vea Pasa Palabra.

Vuelvo otra vez atravesando el barrio de casas bajas con árboles, enredaderas y pájaros y pensando en que yo también seré, si vivo, una vieja pesada que se pondrá un manga y luego la otra, un poco loca, con miedo justo a las ocho y media.

 

 

 

Haru en el parque de las madres

Una tarde  del mes de abril llegó un extraño al parque de las madres. No era una madre, eso lo supieron distinguir a simple vista:  iba subido a una bicicleta, le colgaba por la espalda una trenza larga y fina y llevaba a un niño en un asiento trasero. El  no madre se bajó de la bici, la apoyó sobre el tronco de uno de los castaños de indias, desató al niño y se sentó con él a jugar en el arenero.

Parecían muy felices, tan felices como las primeras hojas que empezaban a brotar, como los pájaros alborotados, como la brisa suave que traía aroma a jazmín. Que el niño fuera feliz no era tan raro, los niños son muchas veces felices cuando juegan aunque muchas otras están enfadados, rabiosos o revueltos. Lo raro era que el adulto lo fuera también y ese adulto estrafalario parecía hallarse en el paraíso.

No es que las madres del parque de las madres no quisieran  a sus hijos, pero ninguna se sentaba con ellos a jugar en el arenero, más bien los depositaban allí, pertrechados de palas, cubos y cacharros varios, con la esperanza de que se entretuvieran solos. El breve instante en que esto sucedía algunas lo dedicaban a mirar al cielo, lugar donde se perdía su identidad de madres, tan pesada a veces. Otras, lideradas por la ultra madre, una mujer con larga experiencia maternal y varios infantes adornando su currículo, hablaban entre ellas de temas esenciales como dalsy versus apiretal, edad correcta de retirada del pañal, iniciación a la verdura,  extraescolares sí o no.

Pero el no madre se sentaba a jugar con el niño y no sólo con el suyo, pronto estuvo jugando con todos los demás ante el  gran asombro de las auténticas madres del parque de las madres que por unos instantes se vieron liberadas. Ya no tenían que abandonar a cada momento sus  bancos al sol para mediar en tediosas peleas por los juguetes, agacharse a sonar mocos  o a evitar que alguno de los niños comiera tierra. De todo se ocupaba diligentemente y con alegría el no madre feliz de la larga trenza.

La ultra madre, casi tan alta como un árbol y ancha como tres, levemente molesta porque algunas de sus madres acólitas no prestaban la debida atención a sus consejos sobre dónde encontrar los uniformes escolares más baratos, se acercó con desconfianza al arenero.

Lo que veía no era normal, los niños daban palmas y reían y el no madre construía con sus manos figuritas en la arena que luego destrozaban entre todos con gran contento. Construir y destruir, de eso se trataba el juego. Hacer y rehacer, como en la vida misma. Ultra madre se presentó, indagó y  regresó a los bancos con la información necesaria: es japonés,  es el padre del niño, se llama Haru o algo parecido.

No es feo, ¿verdad?, dijo una de las madres aficionadas a mirar al cielo.

Es raro -dictaminó la ultramadre- con esa trenza, esos pantalones sueltos y esos ojos orientales…

No, no era nada feo, en eso ya estaban unas cuantas de acuerdo. Incluso les parecía guapo. Y más ahora que se había levantado y se dirigía al tobogán con andares felinos, sonrisa misteriosa y sosteniendo a su hijo con un solo y fibroso brazo.

Tal vez de haberse presentado en otoño no se hubieran producido tantos enamoramientos repentinos en el parque de las madres, pero era primavera, el aire dulce y cargado de promesas que jamás se cumplirían. Con qué ganas regresaron los días siguientes al parque todas las habituales. Muchas se sentaban  ya en el arenero y jugaban a crear y destruir, participaban en escondites y correteaban como ninfas entre los matorrales. Así durante muchas tardes de luz, mientras los árboles se abrían y ofrecían sus hojas nuevas.

Hasta que una tarde especialmente calurosa y seca, ya casi de verano, Haru no se presentó. Ni a la otra ni a la otra ni ninguna más. Volvieron las madres a sus bancos, a mirar nostálgicas al  cielo, a mordisquear con desgana las meriendas que sus hijos no habían querido comerse, a lamentarse de lo  largas que son las vacaciones infantiles,  a escuchar los consejos de la ultra madre sobre dónde  conseguir bañadores tirados de precio.

Volvieron a aburrirse. Pero mucho más que antes, con un dolor añadido posterior a Haru, cuando solo eran las madres del parque, aburridas con inocencia, sin saberlo.

 

 

Muñecos de cartón

Dos viejos muñecos de cartón caminan por la acera.

Llevan sus ropas antiguas de muñecos gastados.

Él una gabardina que fue de color gabardina,

ella un vestido de flores ajadas y un bolso negro pegado al costado.

Van del brazo, avanzando con igual gesto de sufrimiento que si estuvieran corriendo la media maratón.

O la maratón entera.

Al llegar a la esquina, el viento, que está en todo, se asoma a aplaudir.

Les tira a los acartonados pies pétalos de flores rosadas,

microscópicos pólenes y un envoltorio de galletas.

Muy bien sabe lo difícil que es dar los últimos pasos.

Sopla y sopla compasivo empujándolos hacia la meta.