Una tarde del mes de abril llegó un extraño al parque de las madres. No era una madre, eso lo supieron distinguir a simple vista: iba subido a una bicicleta, le colgaba por la espalda una trenza larga y fina y llevaba a un niño en un asiento trasero. El no madre se bajó de la bici, la apoyó sobre el tronco de uno de los castaños de indias, desató al niño y se sentó con él a jugar en el arenero.
Parecían muy felices, tan felices como las primeras hojas que empezaban a brotar, como los pájaros alborotados, como la brisa suave que traía aroma a jazmín. Que el niño fuera feliz no era tan raro, los niños son muchas veces felices cuando juegan aunque muchas otras están enfadados, rabiosos o revueltos. Lo raro era que el adulto lo fuera también y ese adulto estrafalario parecía hallarse en el paraíso.
No es que las madres del parque de las madres no quisieran a sus hijos, pero ninguna se sentaba con ellos a jugar en el arenero, más bien los depositaban allí, pertrechados de palas, cubos y cacharros varios, con la esperanza de que se entretuvieran solos. El breve instante en que esto sucedía algunas lo dedicaban a mirar al cielo, lugar donde se perdía su identidad de madres, tan pesada a veces. Otras, lideradas por la ultra madre, una mujer con larga experiencia maternal y varios infantes adornando su currículo, hablaban entre ellas de temas esenciales como dalsy versus apiretal, edad correcta de retirada del pañal, iniciación a la verdura, extraescolares sí o no.
Pero el no madre se sentaba a jugar con el niño y no sólo con el suyo, pronto estuvo jugando con todos los demás ante el gran asombro de las auténticas madres del parque de las madres que por unos instantes se vieron liberadas. Ya no tenían que abandonar a cada momento sus bancos al sol para mediar en tediosas peleas por los juguetes, agacharse a sonar mocos o a evitar que alguno de los niños comiera tierra. De todo se ocupaba diligentemente y con alegría el no madre feliz de la larga trenza.
La ultra madre, casi tan alta como un árbol y ancha como tres, levemente molesta porque algunas de sus madres acólitas no prestaban la debida atención a sus consejos sobre dónde encontrar los uniformes escolares más baratos, se acercó con desconfianza al arenero.
Lo que veía no era normal, los niños daban palmas y reían y el no madre construía con sus manos figuritas en la arena que luego destrozaban entre todos con gran contento. Construir y destruir, de eso se trataba el juego. Hacer y rehacer, como en la vida misma. Ultra madre se presentó, indagó y regresó a los bancos con la información necesaria: es japonés, es el padre del niño, se llama Haru o algo parecido.
No es feo, ¿verdad?, dijo una de las madres aficionadas a mirar al cielo.
Es raro -dictaminó la ultramadre- con esa trenza, esos pantalones sueltos y esos ojos orientales…
No, no era nada feo, en eso ya estaban unas cuantas de acuerdo. Incluso les parecía guapo. Y más ahora que se había levantado y se dirigía al tobogán con andares felinos, sonrisa misteriosa y sosteniendo a su hijo con un solo y fibroso brazo.
Tal vez de haberse presentado en otoño no se hubieran producido tantos enamoramientos repentinos en el parque de las madres, pero era primavera, el aire dulce y cargado de promesas que jamás se cumplirían. Con qué ganas regresaron los días siguientes al parque todas las habituales. Muchas se sentaban ya en el arenero y jugaban a crear y destruir, participaban en escondites y correteaban como ninfas entre los matorrales. Así durante muchas tardes de luz, mientras los árboles se abrían y ofrecían sus hojas nuevas.
Hasta que una tarde especialmente calurosa y seca, ya casi de verano, Haru no se presentó. Ni a la otra ni a la otra ni ninguna más. Volvieron las madres a sus bancos, a mirar nostálgicas al cielo, a mordisquear con desgana las meriendas que sus hijos no habían querido comerse, a lamentarse de lo largas que son las vacaciones infantiles, a escuchar los consejos de la ultra madre sobre dónde conseguir bañadores tirados de precio.
Volvieron a aburrirse. Pero mucho más que antes, con un dolor añadido posterior a Haru, cuando solo eran las madres del parque, aburridas con inocencia, sin saberlo.